Yo iba a escribir una columna sobre La Paz, pero a mi padre le han matado 40 ovejas. Junto a la punzadita en el pecho que te inflige la altura de esta ciudad siento ahora el dolor de mi padre. Un dolor consanguíneo que atraviesa el océano y todas las distancias que nos han separado. Mi padre es por fuera un ganadero esperable: un hombre grande, las manos fuertes, la piel curtida, la voz que se oye. Mi padre es por dentro la imagen que nunca se pinta de un ganadero: un hombre sensible, radicalmente bueno, tan inteligente. A mi padre –calculan que tres lobos– casi lo han prejubilado sin consultarle.
Mi padre no se ha enfadado, no ha buscado un micrófono para aullar por el control del lobo, ni siquiera sabe que voy a escribir esta columna. Mi padre sólo está muy triste. Se despertó el día de Todos los Santos, como siempre, antes que nadie. Mientras le echaba de comer a los perros, a las gallinas, a los gatos, a la burra, a Zipi el poni, vio volar a un águila como un mal presagio. Dejó todo y se fue a la cerca. Tan inteligente: 40 ovejas desparramadas por la tierra, algunas comidas casi al completo. Mi padre lo cuenta absorbiendo las lágrimas.
Si en este país tuviéramos más paciencia y menos arrebato de elegir equipo, quizás seríamos capaces de tener debates más constructivos. Capaces, quiero decir, de entender algo
A mi padre nunca le había pasado. Hay un protocolo: un teléfono al que llamar, una burocracia, el derecho a una indemnización. Pero los cadáveres de las ovejas que has criado, con las que paseas cada día, calor o frío sin festivos, los recoges primero, uno a uno, tú. Mi padre podía distinguir a cada una de esas 40 ovejas. Lleva una vida levantándose en mitad de la noche si alguna va a parir, si oye un ruido raro. Cuando éramos pequeñas, pasaba más tiempo con las ovejas que con nosotras. Yo no habría tenido nunca la oportunidad de conocer cómo es respirar a 3.600 metros sin los ancestros de esas ovejas y el sacrificio extraordinario de mi padre.
Cuarenta ovejas es casi la mitad del último rebaño de mi padre. Ya nunca va a comprar más. La única persona de la familia a la que le gustan tanto las ovejas como a él cumple tres años en diciembre. En esta finca, como en casi todas, no hay relevo. “Pues no salgo al campo y listo”, dijo como quien verbaliza un miedo para sacárselo. Crecer es ver vulnerables a tus mayores.
No cuento su historia para defender nada. Yo apoyo la conservación del lobo y las garantías para la ganadería extensiva. Me parece burdo antagonizar las dos cuestiones como si ambas no fueran imprescindibles para la tierra. Me parece atrevido que, desde la distancia emocional de la ciudad, se narre a brochazos lo que es, sobre todo, una muestra más de la complejidad del mundo rural. Si en este país tuviéramos más paciencia y menos arrebato de elegir equipo, quizás seríamos capaces de tener debates más constructivos. Capaces, quiero decir, de entender algo.
Yo no romantizo el campo porque vengo de ahí, pero lo respeto por la misma razón. No me gusta el periodismo de caricaturas. Me parece que a los ganaderos, como a tantas personas que no solemos ver de cerca, se les caricaturiza y quizás por eso cuento la historia de mi padre. La maestra de la crónica Leila Guerriero dice que escribir es matiz, matiz y más matiz. Escribir es todo lo contrario del brochazo. Yo todavía no estoy lista para escribir bien el reportaje sobre el asunto del lobo, sigo documentándome, pensando. Pero no quería dejar de contar la pequeña historia de mi padre. Como quien redacta un dolor para sacárselo.
Yo iba a escribir una columna sobre La Paz, pero a mi padre le han matado 40 ovejas. Junto a la punzadita en el pecho que te inflige la altura de esta ciudad siento ahora el dolor de mi padre. Un dolor consanguíneo que atraviesa el océano y todas las distancias que nos han separado. Mi padre es por fuera un ganadero esperable: un hombre grande, las manos fuertes, la piel curtida, la voz que se oye. Mi padre es por dentro la imagen que nunca se pinta de un ganadero: un hombre sensible, radicalmente bueno, tan inteligente. A mi padre –calculan que tres lobos– casi lo han prejubilado sin consultarle.