Dormir fuera de casa

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Incluso en los Pueblos Más Bonitos de España las tres y media de la tarde de julio pesan como las tres y media de la tarde de julio. El autobús deja a los pies de una cuesta empinada y vacía. Casi vacía: un par de personas en una terraza con luces de verbena aún apagadas, un chico que, ya en lo alto, hace virguerías para inmortalizar dos tristes banderas protocolarias en lugar de la bella plaza medieval que está ahí, puesta para la foto. 

La chica quiere el típico post, se impacienta: colocada de espaldas a la cámara, cabeza girada, un sol criminal. La operación bandera ha dado tiempo a que se atasque en la angosta calle la furgoneta de Frutas María, nombre ficticio, aunque sin duda también real. Una molestia, se ha robado el plano, de la plaza sólo se ve ahora la torre de la iglesia como un saliente del techo del vehículo. No espero. Me atravieso con mis bártulos por un recoveco y los dejo a todos atrás: he venido a trabajar, pesa el material y pesa mi sobreingesta de informaciones y análisis sobre el turismo en las últimas semanas

Turismo de resignación. Las vacaciones más caras de nuestra vida, otra vez. Si estas palabras le hablan con la voz de Javier Ruiz, estuvimos escuchando la Ser al mismo tiempo. Turismo de resignación: muchísimos españoles ya no pueden salir fuera del país, pero tampoco dormir dentro. Dormir fuera de casa en España es más caro que nunca: los sueldos locales no pueden competir con el precio elevado para el turista extranjero. Turismo de resignación: el turista español se agarra al pueblo y a las casas de amigos y familiares, certifican los indicadores económicos. Hay casas de pueblo que no se han visto en otra: la última persona que las habitó de diario fue una bisabuela y ahora se la reparten por semanas, ¡y ellas con estas pintas!, todos los que cuelgan de ese apellido.

¿Pero qué es lo coherente a la inversa, desde el papel de turista español fuera? ¿No habrá españoles este verano haciendo el equivalente a esto de los 'buggies' o simplemente ocupando terrazas escénicas en el sudeste asiático o en Latinoamérica, por ejemplo?

Dejo presta mi atrezo en la posada y me pongo otro: fresquita, despreocupada, salgo a dar una vuelta. Bajo la cuesta ahora liviana y vacía del todo, pero con salidas. Las tiendas de productos típicos y recuerdos, las tiendas del pueblo también, abren pronto aquí, por si el turista, ya sabes, hija. Le compro un juguetito local al niño y encargo en la panadería los dulces que llevaré a casa el domingo cuando me vaya ya desde aquí abajo, porque por la cuesta no los subo, quita, quita. Me compro una rosquilla para acompañar el café que tomaré en la terraza solitaria del todo, con sus luces de verbena a la espera, sobre un cartel que pone que está prohibido comer algo adquirido fuera del local. Lo hago discretamente, pero al camarero no podría importarle menos. Allí no venden dulces. Estamos más solos que la una en este pueblo donde, aunque ahora no lo parezca, la única cama que quedaba hace una semana era la que alcancé a reservar yo. Poco rato después el bramido interrumpido de una moto y otra moto y, espera, otra moto comenzará a romper la densidad de este silencio. En el vecino El Puente se celebra este fin de semana el XXX aniversario de la Concentración Internacional de Motos Lago de Sanabria. En Puebla de Sanabria, desde donde les escribo, se oye malestar en los negocios porque este año su ruta no pasa por la villa. Pasarán y pararán algunos, pero no es lo mismo, no es lo mismo. Hay una España que sí anhela más turismo.

En la posada me tratan especialmente bien desde que digo que he venido a trabajar, que estoy ahí, soy esa, la de los talleres del programa del verano cultural. Ella es que ha venido a trabajar, le dice la recepcionista a un matrimonio jubilado categoría turista. He venido a trabajar pero aprovecharé lo caro que es dormir fuera en España, más caro que nunca, para cenar esta noche en la plaza Mayor, con luces de verbena encendidas y flores predispuestas, y para bañarme en el lago el domingo y para ser, sí, la turista empollona que ni ahora puedo dejar de ser. 

Toqueteo unas mochilitas muy bien concebidas con formas de fauna local pero mis ojos se van a las pistolas. Pistolas de agua, pistolas de agua como las que usaron en Barcelona el sábado pasado contra turistas que estaban tomando algo en terrazas, lo leí justo antes en The New York Times en español. Me perturba muchísimo esa imagen. También la del bloqueo a los turistas en buggies en Son Macià (Mallorca). Entiendo de dónde nacen estas acciones, por supuesto. ¿Pero qué es lo coherente a la inversa, desde el papel de turista español fuera? ¿No habrá españoles este verano haciendo el equivalente a esto de los buggies o simplemente ocupando terrazas escénicas en el sudeste asiático o en Latinoamérica, por ejemplo? ¿No querrá esta mujer, a mi octava pregunta, mandarme a mi habitación con un buen chorretón de agua glaciar como el lago?

Incluso en los Pueblos Más Bonitos de España las tres y media de la tarde de julio pesan como las tres y media de la tarde de julio. El autobús deja a los pies de una cuesta empinada y vacía. Casi vacía: un par de personas en una terraza con luces de verbena aún apagadas, un chico que, ya en lo alto, hace virguerías para inmortalizar dos tristes banderas protocolarias en lugar de la bella plaza medieval que está ahí, puesta para la foto. 

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