El PP lo llama “hacer el canelo” y Vox se ofende tanto que abandona el Congreso. Son reacciones desproporcionadas para una medida tan proporcionada como institucionalizar lo que ya es normal fuera del Congreso, es decir, que millones de españoles se expresen con naturalidad en su propia lengua. Pero más allá de las histriónicas y habituales reacciones de sus señorías del PP y Vox, el origen de esta absurda polémica obedece al histórico problema de la derecha española con la relación con su propio país y su incapacidad de ejercer un patriotismo sano.
El significado de patriotismo está tan distorsionado y ha sido tan manoseado durante las últimas décadas que muchos están convencidos de que esta forma de actuar contra las lenguas cooficiales por parte de los diputados de la derecha puede ser definida como un acto genuinamente patriótico. Como si la defensa de España pasase por pisotear todo lo que suene a extraño (aunque lleve tantos años entre nosotros como lo que consideran normal). Una vez más establecen un baremo de aceptabilidad patriótica que excluye a todo el que no hable castellano, sea de izquierdas, tenga una identidad sexual diferente o a quien no sea católico o no le gusten los espectáculos taurinos. Es decir, un baremo de aceptabilidad patriótica que al final deja a más gente fuera de España que dentro. A partir de esa exclusión tan amplia cabría preguntarse: ¿de verdad les gusta España si detestan a gran parte de sus gentes y sus culturas? Tal vez de lo que están tan enamorados es de un país que no existe más que en su propia imaginación, pero que tiene muy poco que ver con el país real.
Cuando un diputado sube a la tribuna, comienza a hablar en gallego y todos los diputados de Vox se levantan y uno a uno se van, no sin antes haber depositado su pinganillo encima de la mesa del presidente del Gobierno, no solo están faltando al respeto al orador interrumpido, al decoro parlamentario y a cualquier atisbo mínimo de educación, sino también a toda una lengua que hablan millones de españoles y que merece el mismo respeto que el castellano. Cuando Borja Sémper aparece en rueda de prensa y dice que ellos “no harán el canelo ni cosas raras” refiriéndose a la posibilidad de hablar en lenguas cooficiales en el Congreso de los diputados, está humillando a millones de españoles que día a día no hacen el canelo ni cosas raras, sino que hablan la lengua que aprendieron de pequeños con libertad. Y por supuesto que tienen derecho a que de la misma manera que se puede hablar en la calle (no como en otras épocas), se pueda hablar en el Congreso.
De lo que están tan enamorados es de un país que no existe más que en su propia imaginación, pero que tiene muy poco que ver con el país real
Los archirrepetidos argumentos del estilo “ahora el Congreso será una torre de Babel” languidecen porque el problema no es que ya no se vaya a poder hablar castellano en el Congreso, sino que existirá la posibilidad de que los diputados puedan elegir qué hablar en la tribuna en representación de miles de votantes que hablan esa lengua. Pero en los pasillos, los despachos, las comisiones o donde lo requiera para la negociación, el castellano seguirá estando presente como lengua vehicular para que los diputados puedan discutir entre ellos el proceso legislativo sin más problema. El asunto es que esta medida sirve para que la pluralidad que ya existe fuera de las paredes de la cámara baja entre en su interior para representar con precisión a la sociedad española. Ni España se acaba, ni el castellano se deroga ni ahora tendremos que usar pinganillo hasta para comprar el pan. Simplemente España avanza y el país real llega a lo institucional.
El PP lo llama “hacer el canelo” y Vox se ofende tanto que abandona el Congreso. Son reacciones desproporcionadas para una medida tan proporcionada como institucionalizar lo que ya es normal fuera del Congreso, es decir, que millones de españoles se expresen con naturalidad en su propia lengua. Pero más allá de las histriónicas y habituales reacciones de sus señorías del PP y Vox, el origen de esta absurda polémica obedece al histórico problema de la derecha española con la relación con su propio país y su incapacidad de ejercer un patriotismo sano.