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Fanáticos y autocastrados

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Ian Gibson

El adjetivo latino fanaticus procede de fanum, capilla. Según el mejor diccionario del idioma que tengo en mi biblioteca, el titánico trabajo de erudición editado por primera vez en Oxford en 1879 por los catedráticos Lewis y Short, significaba “teniendo que ver con un templo”, y, en su segunda acepción, “inspirado por una divinidad, entusiasta”. Las referencias de escritores clásicos citados por los autores demuestran que el elemento de “entusiasmo” fue adquiriendo, con el tiempo, tintes de “frenético, furioso y loco”. 

Hago esta pequeña incursión semántica al meditar con angustia, en vísperas de las elecciones europeas, sobre el secular fanatismo religioso que, a lo largo de los siglos, ha causado millones de muertes alrededor del globo. Con mucha frecuencia cuando se ha tratado de fanatismo monoteísta. "¿Tú crees que tu Dios es el único auténtico? Pues te mato”. 

Los romanos, antes de que se impusiera como religión de Estado el cristianismo –a mi juicio un desastre histórico–, habían sido, como los griegos, profundamente politeístas, con deidades de todo tipo para atender las necesidades humanas. Cuando conquistaban un nuevo territorio solían aceptar e incluso asimilar a los dioses y las diosas locales, con la condición, eso sí, de que nadie cuestionara la supremacía del César de turno. Apenas hay mes en que no descubra una deidad romana para mí antes insospechada. Risus, por ejemplo, el encargado de la risa, claro. El Dios de los judíos no se ríe nunca, por contraste, a no ser que se trate de un proyecto de aniquilación masiva.

El otro día tropecé con Fessonia, diosa que se ocupa de echarles una mano a los mortalmente cansados. Hoy pido más el apoyo de Fessonia que de Risus porque estoy,  francamente, exhausto ante el espectáculo de las derechas de este país (y fuera también, obviamente, empezando con el repelente Trump, con la Biblia en la mano,  y el desquiciado megalómano  argentino). Exhausto, sí, ante el espectáculo, por ejemplo, de gente que, diciendo que son católicos, no practican ni lo más mínimo los requerimientos fundamentales de Cristo, el segundo de los cuales es amar al prójimo como a ti mismo (dijérase como se dijera en arameo).   

Dentro de pocas horas muchos españoles van a depositar su voto en las urnas europeas. Espero que lo hagan con la cabeza, y con la debida reflexión profunda, pensando en lo que nos vendrá encima si las derechas de aquí y fuera, cada vez más inclinadas a pactar con su ala ultra, suben con fuerza

Aquí, día tras día, sale más información acerca de los abusos cometidos por pederastas de la Iglesia Católica bajo el franquismo. Y en Irlanda, antes tan católica o más que España, Gobiernos sucesivos han investigado y comprobado la verdad de los hechos, con la consecuencia de que los ciudadanos ya no colocan a sus párrocos y demás eclesiásticos, como antes, en peanas. Quisiera insistir en que poner a niños en manos de unos sacerdotes que, por las razones que sean, niegan  su propia sexualidad, es una auténtica imbecilidad. Porque, como dijo Voltaire, tan detestado por Roma, si se procura suprimir los instintos naturales, estos vuelven a todo correr (Supprimez le naturel, ça revient au galop”). Claro que sí. Y tener a tu cuidado, sobre todo en internados, a unos niños hermosos e inocentes debe constituir una tentación atroz para los teóricamente castos vitalicios. Habría que recordar, además, que a los seguidores de Jesús los Evangelios no exigen nunca la renuncia a su sexualidad.   

Yo he pedido una y otra vez, como hispanista con nacionalidad española, que las derechas de este país se moderen en interés de todos, afrontando y denunciando con valentía la radical criminalidad del régimen de Franco y colaborando en la exhumación de sus víctimas. Pero han demostrado sobradamente que no lo van a hacer nunca. Son de una hipocresía desvergonzada,  escupen odio hacia los “perdedores” de la Guerra Civil y se niegan tajantemente a elogiar las cosas positivas que en el Congreso se consiguen gracias a los esfuerzos del Gobierno progresista de turno. La ruina de la cultura floreciente que hubo en España antes de la contienda fratricida, en todos los campos de la creatividad, es una tragedia ya irremediable, un desastre absoluto para un país que iba camino de ser lo que siempre ha sido en potencia: un territorio único y civilizado, fusión de gentes y culturas de muy diversa procedencia tanto oriental como occidental. Pero, en vez de eso, había que inventar “la sangre limpia”, negar la herencia judía y musulmana. ¡Qué desvarío cuando, según el cristianismo, todos somos hijos del mismo Dios, o sea hermanos!

Dentro de pocas horas  muchos  españoles van a depositar su voto en las urnas europeas. Espero que lo hagan con la cabeza, y con la debida reflexión profunda, pensando en lo que nos vendrá encima si las derechas de aquí y fuera, cada vez más inclinadas a pactar con su ala ultra, suben con fuerza. ¡Eso después del inmenso éxito de la unión del continente tras tanta guerra y, otra vez, tantos millones de muertos! En España ya sabemos qué ocurre cuando las comunidades autónomas dirigidas por el PP abren las puertas a Vox. Sean los que sean los resultados de la consulta, de todas maneras tenemos tres años para seguir luchando tenaz y pacíficamente contra el neofranquismo que nos asola y amenaza. A ver si de una puñetera vez las izquierdas patrias se ponen de acuerdo, colaboran y recuperan la memoria del fracaso electoral de 1933, que dio paso a la CEDA de Gil Robles. Sin olvidar al mismo tiempo la vuelta a la cordura de don Quijote.

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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado. Su último libro, autobiográfico, lleva el título 'Un carmen en Granada' (editado por Tusquets). 

El adjetivo latino fanaticus procede de fanum, capilla. Según el mejor diccionario del idioma que tengo en mi biblioteca, el titánico trabajo de erudición editado por primera vez en Oxford en 1879 por los catedráticos Lewis y Short, significaba “teniendo que ver con un templo”, y, en su segunda acepción, “inspirado por una divinidad, entusiasta”. Las referencias de escritores clásicos citados por los autores demuestran que el elemento de “entusiasmo” fue adquiriendo, con el tiempo, tintes de “frenético, furioso y loco”. 

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