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Franco

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En julio de 1936 el general Francisco Franco comenzó el asalto al poder con una sublevación militar y lo consolidó tras la victoria en una guerra civil. Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba el golpe de Estado y las políticas de exterminio. Se trataba de la regeneración total de una nación nueva forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica y el ateísmo revolucionario.

La guerra había sido necesaria e inevitable porque “por los caminos ordinarios”, escribió Leopoldo Eijo y Garay, obispo de la diócesis de Madrid, el 1 de abril de 1939, día de la victoria, España ya no podía salvarse. Era “la hora de la liquidación de cuentas de la humanidad con la filosofía política de la Revolución Francesa”.

La gente se echó a la calle a celebrar la victoria con el saludo romano fascista, institucionalizado como saludo oficial en la España de Franco tras la unificación de las fuerzas políticas en abril de 1937, y cantando el falangista Cara al Sol, el himno oficial, junto con el carlista Oriamendi, del Movimiento. La mezcla de símbolos fascistas y religiosos condujo durante un tiempo a la fascistización de lo sagrado y a la sacralización de la política fascista, hasta que, derrotadas las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, la Iglesia y su discurso nacionalcatólico acabaron imponiéndose.

Para recordar siempre su victoria en la guerra, para que nadie olvidara sus orígenes, la dictadura de Franco llenó de lugares de memoria el suelo español, con un culto obsesivo al recuerdo de los caídos, que era el culto a la nación, a la patria, a la verdadera España frente a la anti-España, una manera de unir con lazos de sangre a las familias y amigos de los mártires frente a la memoria oculta de los vencidos, cuyos restos quedaron abandonados en cunetas, cementerios y fosas comunes.

El Estado policial que salió de la guerra, y que se definía entonces, sin complejos, como totalitario, tuvo a su favor, en los primeros años, el viento fascista que soplaba en Europa, procedente de la Alemania nazi y de la Italia de Mussolini, cuya intervención y ayuda había sido decisiva para el triunfo de las tropas de Franco frente a la República.

Militares, falangistas, carlistas y la Iglesia aportaron sus símbolos a la nueva España, aunque el discurso nacionalcatólico acabara, a partir de 1945, dominando. En lo que todos estuvieron de acuerdo, sin embargo, fue en el culto rendido al general Franco. Desde octubre de 1936, obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal”. Acabada la guerra, el “insigne, victorioso y amado Caudillo” fue rodeado de una aureola heroico-mesiánica que le equiparaba a los santos más grandes de la historia. Aparecían por todas partes estatuas, bustos, poesías, estampas, hagiografías. La imagen de Franco como militar salvador y redentor era cuidadosamente tratada e idealizada en el “Noticiario Español” (NO-DO).

Su retrato presidió durante los casi cuarenta años de dictadura las aulas, oficinas, establecimientos públicos y se repetía en sellos, monedas y billetes. Y como ninguna legitimidad podía ser superior a la que procedía de la potestad divina, Franco fue “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Con motivo de su visita a Sabadell en 1942, el presidente del Gremio de Fabricantes de esa ciudad, Manuel Gorina, recordaba que “después de Dios es al Generalísimo Franco y a su valeroso Ejército a quienes debemos la terminación de nuestro cautiverio y la conservación de nuestros hogares y la recuperación de nuestro patrimonio industrial”.

Mientras Franco consolidaba su dictadura tras el triunfo en la guerra civil, lo que los españoles llamamos posguerra, casi todo el continente europeo quedó bajo el orden nazi, gobernado por dirigentes nombrados por Hitler o dictadores “títeres”, que solían ser líderes de los movimientos fascistas que no habían podido tomar el poder antes de 1939, pero que aprovechaban el nuevo escenario creado por la invasión militar alemana.

El destino de todos esos regímenes quedó vinculado al de la Alemania nazi. Y entre los últimos meses de 1944 y los primeros de 1945, todos esos países fueron invadidos por los ejércitos de la Unión Soviética o de los aliados occidentales. Las dictaduras derechistas, que habían sido dominantes desde los años veinte, desaparecieron de Europa, salvo en Portugal y España. Francisco Franco y Antonio Oliveira de Salazar fueron, por lo tanto, los únicos dictadores que, como no intervinieron oficialmente en la Segunda Guerra Mundial, pudieron seguir en el poder durante tres décadas más.

La situación internacional, en verdad, fue muy propicia para el franquismo, desde sus orígenes hasta el final. En 1939, derrotada la República, el clima internacional tan favorable a los fascismos contribuyó a consolidar la violenta contrarrevolución iniciada ya con la ayuda inestimable de esos mismos fascismos desde el golpe de julio de 1936. Muertos Hitler y Mussolini, a las potencias democráticas vencedoras en la Segunda Guerra Mundial les importó muy poco que allá por el sur de Europa, en un país de segunda fila que nada contaba en la política exterior de aquellos años, se perpetuara un dictador sembrando el terror e incumpliendo las normas más elementales del llamado “derecho internacional”.

Sin intervención exterior, con un ejército unido y con un apoyo unánime, salvo en los últimos años, de la Iglesia católica, en su labor educativa y de control social, la dictadura de Franco estaba destinada a durar, aunque las dictaduras no se sostienen sólo en las fuerzas armadas, en la represión o en la legitimación que de ellas hacen los poderes eclesiásticos. Para sobrevivir y durar, necesitan bases sociales y la dictadura de Franco, salida de una guerra civil, no fue en ese aspecto una excepción.

Los apoyos del franquismo fueron amplios, más allá de toda la gente de orden que se sumó a la sublevación y estuvo siempre agradecida a Franco por la victoria. Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, el resto de esa España que había estado en el bando de los vencidos se adaptó, gradualmente y con el paso de los años, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, la hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico.

Los cambios producidos por las políticas desarrollistas, a partir del Plan de Estabilización de 1959, aconsejado por el Fondo Monetario Internacional, y la llegada de los tecnócratas del Opus Dei al Gobierno, ampliaron y transformaron sus bases sociales. El crecimiento económico fue presentado como la consecuencia directa de la paz de Franco, en una campaña orquestada por Manuel Fraga desde el Ministerio de Información y Turismo y plasmada en la celebración en 1964 de los XXV Años de Paz, que llegó hasta el pueblo más pequeño de España.

Esos “buenos” años del desarrollismo, opuestos a la posguerra, la autarquía y el hambre, alimentaron la idea, sostenida todavía en la actualidad por la derecha política, de que Franco fue un modernizador que habría dado a España una prosperidad sin precedentes. Resulta difícil creer y demostrar, sin embargo, que un general que, junto con sus compañeros de armas, provocó una guerra civil, con efectos desastrosos, y se mantuvo en el poder absoluto y de forma violenta durante casi cuatro décadas, fuera un modernizador o un salvador de la patria frente al comunismo y la revolución.

Más de una generación de españoles creció y vivió bajo el dominio de Franco, sin ninguna experiencia directa de derechos o procesos democráticos. Ese gobierno autoritario tan prolongado tuvo efectos profundos en las estructuras políticas, en la sociedad civil, en los valores individuales y en los comportamientos de los diferentes grupos sociales. En 1945, Europa occidental dejó atrás treinta años de guerras, revoluciones, fascismos y violencia. Pero España perdió durante otras tres décadas ese tren de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales y del Estado de bienestar. 

El principal responsable de que eso fuera así, Francisco Franco, ayudado por sus compañeros de armas y apoyado casi hasta el final por amplios sectores de la población española, se empeñó en llevar un camino diferente al de las democracias occidentales. Y durante años y años, muchos españoles defendieron y aceptaron estar organizados, y obligar a quienes no lo quisieran estar, conforme a estrictas reglas autoritarias.

En los últimos años, el juego de “equiparación” de víctimas y responsabilidades ha dominado la mayoría de las representaciones divulgadas en los medios de comunicación y ha sacado a la luz una clara confrontación entre las narraciones y los análisis de los historiadores y los usos políticos y recuerdos.

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Los relatos y las memorias de la guerra civil y de la dictadura se han manifestado en un campo de batalla cultural y político, de apropiación de símbolos, con disputas sobre calles, memoriales y monumentos, con el Valle de los Caídos y la exhumación de Franco, hecha realidad el 24 de octubre de 2019, en el centro de la disputa. Franco estuvo allí 44 años, como símbolo poderoso e intacto de la interpretación de los vencedores de la guerra civil y de la dictadura. Con memorias divididas, propaganda y muchas mentiras, Franco y su dictadura han proyectado su larga sombra sobre el presente. 

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y profesor visitante en la Central European University de Viena.

En julio de 1936 el general Francisco Franco comenzó el asalto al poder con una sublevación militar y lo consolidó tras la victoria en una guerra civil. Franco y sus compañeros de armas habían salido al rescate de la patria, lo cual legitimaba el golpe de Estado y las políticas de exterminio. Se trataba de la regeneración total de una nación nueva forjada en la lucha contra el mal, el sistema parlamentario, la República laica y el ateísmo revolucionario.

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