Los desastres colectivos consiguen que aflore lo mejor de nosotros, al menos durante el tiempo en que la desgracia nos impacta. Cuando asistimos en directo a la tragedia somos capaces de dar nuestro apoyo a los demás, por encima de nuestra comodidad o de nuestros intereses personales. También los políticos establecen una tregua en su tono crispado habitual para colaborar en paliar los efectos adversos, o al menos, así lo aparentan. No significa esto que sea preferible instalarnos en la catástrofe permanente para ser mejores personas, pero sí que sería bueno reflexionar sobre esos sentimientos de empatía y afecto hacia el otro, que queda demostrado existen, aunque sólo asomen cuando la situación es crítica, permaneciendo ignotos si la normalidad deviene la pauta, y atenuándose hasta desaparecer cuando el conflicto, y por tanto el padecimiento, se hacen permanentes o se dilatan en el tiempo. Hasta cierto punto, tenemos cuotas de dolor que distribuimos según la inmediatez de la catástrofe, pero que, antes o después, se agotan.
Esto que antecede se ha podido ver en el reciente y terrible incendio de un edificio en València, con actitudes heroicas de los servidores públicos, especialmente de los bomberos, pero también de personas individuales como el portero del edificio, cuyo nombre será pronto olvidado salvo por quienes hayan salvado su vida gracias a su llamada y aviso para que abandonaran el edificio. Al igual que se ha mostrado la colaboración entre ciudadanos y la armonía en acción de las distintas administraciones, sin considerar la adscripción ideológica. En su momento, estas conductas positivas también fueron evidentes con la llegada de refugiados ucranios, a los que muchos españoles abrieron sus hogares; o con la ayuda a quienes huían de los talibanes en Afganistán.
Buenas acciones
Nos emocionaron acciones como la de los vecinos de Casar de Cáceres, que recibieron en 2019 a un colectivo de menores migrantes provenientes de Marruecos, arropándolos de manera que han podido salir adelante aquí o retornar si lo han deseado así a su país, con una educación que les permite otro futuro. O cada año, con la recepción de niños procedentes de campamentos saharauis por las que se consideran sus otras familias españolas, a pesar de las dificultades burocráticas que últimamente se les imponen. Recuerdo siempre al padre Olaran, quien, en Etiopía, a pesar de los conflictos, ha conseguido arrastrarnos a un buen número de individuos que tenemos el privilegio de participar en el objetivo de mejorar la existencia de otras personas y, gracias a ellas, regenerar nuestra propia vida, aunque sea mínimamente.
Claro que ahí las autoridades también tienen mucho que ver, cuando presentan a los migrantes o a los menores como seres humanos que han sufrido un percance grave y necesitan apoyo, igual que nos podría pasar por circunstancias sobrevenidas a cualquiera de los que tenemos la suerte de residir en un lugar más seguro.
Es crucial el talante de los partidos, cuando no se dedican a señalar con el dedo de manera arbitraria e intolerante a los más vulnerables. Estas formaciones nos han sumergido de tal manera en la crispación que nos parece considerar como admirable aquello que debería ser la norma: como el hecho de que la delegada del Gobierno en València esté de acuerdo con el presidente de la Comunidad y con la alcaldesa de la ciudad, frente a la enorme desgracia sufrida por los vecinos afectados por el pavoroso incendio. Pero lo que no es lógico ni admisible es el ambiente de tensión donde a veces asoma de manera preocupante el odio, y donde, permanentemente, pretenden alojarnos.
La prueba la tenemos en el llamado caso Koldo, en el que la presunta corrupción se imputa a un asesor del exministro Ábalos durante la pandemia, por el posible cobro de comisiones en la adquisición de mascarillas. El clamor desatado exigiendo la dimisión del político como diputado era normal y justificado. Pero de ahí al cúmulo de barbaridades que se han estado diciendo, atacando con palabras gruesas, tanto en la forma como en el contenido, a todo un Gobierno, su presidente y el partido que lo sustenta, no deja de ser un griterío inconsistente. Tal alboroto hace olvidar aquel momento de consenso y nos transporta a la cruda realidad de la banalidad grosera. No por gritar más se tiene más razón.
Bien común
No, la política se dirige al bien común. Ya Aristóteles afirmaba 300 años antes de Cristo en su Política que toda comunidad humana tiende siempre a conseguir algún bien, y se preguntaba en qué consiste la felicidad de la vida política y cuál es el camino para hacerla efectiva. Es la excelencia moral de las polis, preconizada también por Platón. En ella conviven los sabios y los justos, que componen la élite, y los ciudadanos que logran la virtud si su vida se acopla a las leyes de la ciudad. En esta idea, la polis es donde alcanzará el hombre su plena existencia, siempre que aspire a la excelencia, entendiendo por esta el bien común y la protección y defensa de los derechos de los ciudadanos.
Las catástrofes nos unen, la política nos separa. Nuestros políticos se deberían dar cuenta de que lo que demandamos son más acuerdos, menos agresividad, más empatía, lo cual es compatible con más transparencia y una mayor exigencia de responsabilidades.
Tiene sentido, ¿verdad? Los filósofos marcan un camino del que nos desviamos de continuo. Solo en las ocasiones en que vivimos una situación límite brilla esa excelencia moral que preconizan los clásicos, y ahí nos inunda la virtud de la solidaridad, al ponernos en el lugar del otro, para reconfortarlo. Pero cuando pasa el fragor de la batalla contra el infortunio y volvemos a lo cotidiano, se olvidan las buenas intenciones y resurgen los demonios habituales. Como decía, esto ocurre cuando un conflicto dura demasiado tiempo (y ahí apunto, por ejemplo, a las mujeres que viven un infierno en Afganistán, a la población de Ucrania o a los horrores de Gaza) y acaba perdiendo la atención de los medios informativos o se acomoda en la costumbre. Las personas que lo sufren se convierten en sombras que sabemos están ahí, sí, pero ¡qué le vamos a hacer! E incluso apartamos la vista de la televisión, le quitamos el sonido a la radio, o saltamos las páginas del periódico que recogen lo que acontece, porque nos molesta y perturba nuestra rutina diaria.
El filósofo coreano Byung Chul Han trata en su libro La sociedad paliativa de cómo en esta sociedad nuestra hemos desarrollado una intolerancia al dolor, impuesta –dice– por el neoliberalismo que nos empuja a la necesidad de aspirar a la felicidad. “Querer es poder” supone evitar el dolor, combatirlo, ocultarlo. Y claro, quien niega el dolor no entiende el dolor de su semejante. Pienso que, según esta teoría, los momentos de devastación que nos sacuden de vez en cuando provocan destellos de lucidez en los que sí somos capaces de pensar en los sufrimientos ajenos.
El espíritu de convivencia
Sabemos qué esperar de la derecha en este sentido, pero debemos exigir que los partidos progresistas se dediquen mucho más a despertar el espíritu de convivencia y mutuo apoyo. Nuestros políticos de izquierda se ven obligados a mantener el poder o conseguirlo para hacer realidad esas aspiraciones de instaurar las políticas de igualdad y se enfrentan de continuo al bombardeo de acusaciones e insultos de los opuestos que buscan sustituirlos como sea y para ello utilizan cualquier método por repulsivo que sea. Aunque, también con alguna frecuencia, aquellos contribuyen con sus maneras de actuar y omisiones a que esto se vuelva casi una norma transversal a todos.
Azahara Palomeque escribía el viernes pasado en El País: “Quizá lo más relevante sea enfatizar que la izquierda, por definición, opera en un marco impropio, el neoliberalismo, desde el cual sus propuestas contradicen la mera lógica del sistema. Así, la justicia fiscal, las subidas salariales a las masas, la ecología o la protección del Estado de bienestar (sanidad, educación) se articulan como una lucha contra gigantes desalmados que son quienes realmente dirigen la desigualdad imperante y persiguen perpetuarla”. Me parece una buena descripción de ese contexto en que se opone un David a un Goliat que representa descomunales intereses. El estilo de acoso de la derecha –tienen mucho tiempo disponible al no tener que ocuparse de la gestión de Gobierno– y la necesidad de actuar y a la vez defenderse, aprisiona en buena parte a un Ejecutivo progresista o le dificulta más aún el camino.
Por otra parte, es cierto que, en demasiadas ocasiones, los políticos miran sin ver la realidad más directa. El antiguo futbolista Juan Carlos Unzué, aquejado de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), señaló esta incongruencia en un acto celebrado en el Congreso en el que los enfermos de este mal reclamaban que se retomase una ley hoy aparcada, que debería mejorar sus condiciones sociales y económicas. Unzué resaltó que en el acto solo estaban presentes cinco diputados (los portavoces de la comisión de Sanidad), preguntándose dónde estaría el resto. Y creo que sí, que habría estado bien que los distintos grupos hubiesen saludado a estos visitantes que sufren un mal inhabilitante, muy duro y sin solución. O, dicho de otro modo, que sus señorías corrieran a conocer en directo los problemas de sus representados.
Estas cosas hacen que se acreciente la sensación de que vivimos en dos mundos paralelos. El de la política, que tiene sus propias claves, practicando una batalla de esgrima permanente para conseguir tocar al contrario y pasando del florete a la artillería pesada cuando se pretende un combate que deje marcas. El otro, el de la sociedad que observa con más o menos asombro estos escarceos y llega a la conclusión de que, al final, se tiene que agenciar por sí misma las soluciones a sus problemas.
Las catástrofes nos unen, la política nos separa. Nuestros políticos se deberían dar cuenta de que lo que demandamos son más acuerdos, menos agresividad, más empatía, lo cual es compatible con más transparencia y una mayor exigencia de responsabilidades. Que el bien común, la excelencia moral, la virtud son fines deseables; que tienen que contar con los ciudadanos porque a ellos se deben, y que el servicio público es parte crucial del trabajo para el que los contratamos con nuestros votos. Deberían tener en cuenta que están de paso: lo mejor que pueden dejar es una sociedad más igual y con menos brechas. A ver si algunos consiguen entender que no están ahí para su lucro, sino para el bienestar de todos los españoles. Eso es lo que de verdad importa.
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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).
Los desastres colectivos consiguen que aflore lo mejor de nosotros, al menos durante el tiempo en que la desgracia nos impacta. Cuando asistimos en directo a la tragedia somos capaces de dar nuestro apoyo a los demás, por encima de nuestra comodidad o de nuestros intereses personales. También los políticos establecen una tregua en su tono crispado habitual para colaborar en paliar los efectos adversos, o al menos, así lo aparentan. No significa esto que sea preferible instalarnos en la catástrofe permanente para ser mejores personas, pero sí que sería bueno reflexionar sobre esos sentimientos de empatía y afecto hacia el otro, que queda demostrado existen, aunque sólo asomen cuando la situación es crítica, permaneciendo ignotos si la normalidad deviene la pauta, y atenuándose hasta desaparecer cuando el conflicto, y por tanto el padecimiento, se hacen permanentes o se dilatan en el tiempo. Hasta cierto punto, tenemos cuotas de dolor que distribuimos según la inmediatez de la catástrofe, pero que, antes o después, se agotan.