Se diría que se han roto de nuevo los sellos del pergamino que, según afirma la Biblia, lleva Dios en su mano derecha y los cuatro caballeros que encabezan el capítulo sexto del Apocalipsis han vuelto a la tierra. La conquista, la guerra, el hambre y la muerte cabalgan en sus caballos de furia y desolación. Fieles a los nuevos tiempos, se visten además de desigualdad, de desprecio a las mujeres, de fobias hacia diferentes y forasteros y de la desafección más absoluta hacia los demás seres humanos.
Esto es lo que vivimos hoy en una Navidad y un anuncio de año en los que me resulta muy difícil felicitar a los que me rodean. ¿Qué sentido tienen los villancicos, las impresionantes imágenes electrónicas del nacimiento del Niño Dios en Time Square, la misa del gallo, la comunión, los abrazos y la opípara cena de Nochebuena, cuando el asesinato, el genocidio, la eliminación de la idea del ser humano como creación de aquel a quien se celebra en estas fechas están aconteciendo en Belén, en toda Cisjordania, en Israel y en Gaza? ¿De verdad, alguien en su sano juicio sigue creyendo en estas palabras? ¿Qué piensan los sacerdotes, presbíteros, ministros de culto, patriarcas, imanes, chamanes o rabinos, cuando, en sus respectivas religiones, hablan de Dios y del amor fraterno?
Desde que somos parte de este mundo, lo hemos destrozado y seguimos haciéndolo. Construimos civilizaciones a sangre y fuego y después las destruimos; proclamamos el amor, y sin embargo preconizamos el odio, la traición y hacemos gala de la cobardía más grosera. No es momento de enorgullecerse de formar parte de la raza humana.
Esto ha sido así desde el principio de los tiempos. No en vano, como afirma con acierto Guillermo Hurtado desde el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, La Ilíada viene a ser la primera gran obra literaria de la civilización occidental: “La Ilíada es la historia de una guerra cruel y sanguinaria. El poema alaba a sus héroes y ensalza sus proezas. He aquí un ejemplo, entre otros, de cómo la guerra ha sido enaltecida como una empresa admirable. Los héroes son, casi siempre, héroes de guerra. Y, sin embargo, la guerra también nos parece algo repudiable”. Compleja contradicción para los pensadores.
Yo me siento más próximo a filósofos como Jean Paul Sartre, en esta frase intachable: “Cuando los ricos se hacen la guerra, son los pobres los que mueren”. O al escritor francés Paul Valery, quien nos regaló el siguiente concepto: “La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran”. Qué gran verdad y, sobre todo, de qué manera nos acostumbramos desde nuestro mullido sillón a ver pasar las imágenes brutales de niños muriendo bajo las bombas, o de niños ahogados en el Mediterráneo, o de niños aquí, en el barrio de al lado, invisibles desde nuestra comodidad, sumidos en la pobreza, partiendo en condiciones adversas hacia una meta que se prevé precaria sin que, como sociedad, pongamos las bases para enderezar el camino.
Sin justificación
Es cierto que nos justificamos con las cosas buenas que el ser humano ha hecho, y sus nobles causas, pero ¿acaso esto compensa la maldad que las precede? No hay justificación. Ni un solo argumento a favor. La pregunta es: ¿por qué la maldad se impone a la bondad? ¿Por qué el odio y la venganza se enseñorean con descaro ante cualquier posibilidad de armonía y de paz? Los pensadores y filósofos, a lo largo de toda la estirpe humana, y en todos los tiempos, reflexionan sobre ello y no encuentran explicación satisfactoria.
De adolescente, me fascinaba Jean Jacques Rousseau, cuya obra era anatema por los curas. Su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres ha sido considerado como una de las críticas de la civilización de mayor alcance realizadas en su época. Leo en un artículo de El Viejo Topo que ante la pregunta de sus rivales sobre si la solución era destruir las sociedades y volver a la vida primitiva, su respuesta era: “Si sois capaces de volver al bosque, hacedlo”. Pero para los hombres como él, dice, que han sido iluminados y que, por consiguiente, ya han sido corrompidos, esta no es una opción. ¿Qué deben, pues, hacer? Su idea es que, como mínimo, no debemos perseguir insensatamente un veneno que otros tomarán por una medicina. Podemos incluso buscar remedios para una enfermedad cuyos síntomas hemos aprendido a reconocer. Ya ven cómo estos dilemas son constantes para la conciencia humana y cómo la petición de esa “cura” que plantea Rousseau no llega a hacerse efectiva.
No, no puede ser feliz la Navidad, ni creo que el Dios a quien se celebra sienta más que pesar por lo que acontece. Miseria sobre miseria. Apenas puede crecer ningún olivo como símbolo de paz
La humanidad, relegada
Vemos a los grandes líderes y gobernantes (también a los más mezquinos) debatir en la casa de los pueblos que es la ONU, y ¿qué hacen? En gran medida, nada que favorezca realmente a la Humanidad. El secretario general es amenazado por un gobernante corrupto y miserable y el gran imperio lo protege, mientras que todo occidente calla, a la vez que entona el Merry Christmas. ¿Anteponen, acaso, salvar al género humano de sus propios demonios y diablos, a los meros intereses espurios que apenas disimulan? No. Todo lo contrario: los potencian.
Mi pregunta es que si un pobre observador de la realidad en la que vivimos, sabe que la guerra de Israel contra Hamás oculta la expansión territorial de aquel en un territorio que no es suyo, ¿eran necesarias las masacres y los miles de muertos que las integran para dar forma y contenido al monstruo de una guerra justificativa?
Quizás es el tiempo de enfrentarnos a la verdadera naturaleza perversa del ser humano, al menos el que se identifica con los mandatarios que toman decisiones guiados por los intereses geoestratégicos y económicos o armamentísticos, prescindiendo de cualquier valor humano y humanitario.
Escribo estas líneas desde un hospital sevillano, sentado junto a la cama de mi madre a la que la edad ha deteriorado la salud, y debe ser atendida por los profesionales de la sanidad con alguna frecuencia. Frente estas reflexiones, es cierto que lo que me rodea me reconcilia un poco con el género humano. Observo cómo trabajan quienes atienden a los pacientes. A veces los veo cansados, pero sus caras no denotan más que entrega y atención para los que sufren. Quisiera poder ayudarles y aportar el apoyo que necesitan.
Esta realidad cotidiana me impulsa a pensar que, con personas así, puede haber una solución; pero, cuando traspaso el umbral del complejo sanitario y me sumerjo en las noticias, de nuevo comienza el ciclo de desesperación y frustración que, día a día, me abruma.
Miedo a la vida
Siento en ocasiones la necesidad de gritar: ¡Paren este mundo que yo me bajo de este tren suicida y sin retorno! ¿Dónde está la quinta glaciación o el meteorito más enorme que nos haga saltar en mil pedazos para que, quienes queden, aprendan en una nueva humanidad, si es que debe existir esta especie?
No me preocupa la muerte, estoy preparado, pero sí me aterra la vida. Esta vida que no hemos sabido definir si no es agravando las diferencias entre unos y otros, ampliando nuestras miserias humanas y profundizando en el odio y la violencia.
No, no puede ser feliz la Navidad, ni creo que el Dios a quien se celebra sienta más que pesar por lo que acontece. Miseria sobre miseria. Apenas puede crecer ningún olivo como símbolo de paz.
No os deseo feliz Navidad, sino que la suframos como quienes pierden la vida, aterrados bajo los obuses y la metralla que sueltan las manos asesinas que las construyeron y las de quienes ejecutan la sentencia. Nosotros, a causa de nuestro silencio, contribuimos a que el dolor se amplíe y no se detenga. Si no trocamos la insensibilidad que nos atenaza, por la coherencia y la entrega frente a los verdaderos responsables, no habrá paz ni armonía y la felicidad será sinónimo de sarcasmo. Los cuatro jinetes asolarán nuestro planeta con sus espadas de castigo ante el pecado de nuestra indiferencia.
No pueden ser felices estas fiestas, y todo lo más, hay que rogar para que el nuevo año cambie nuestras mentes y seamos capaces, por una vez, de avanzar juntos en forma decidida. He leído estos días un poema hasta ahora inédito, que escribió en 2014 el brillante periodista y poeta Ignacio Fontes. Él cuenta que se inspiró en la frase inicial del conde de Gloucester al duque de Kent en Ricardo III: "Now is the winter of ourdiscontent./ Made glorious summer by this sun of York" ("Ahora es el invierno de nuestro descontento./ Un verano glorioso hecho por este sol de York"). Me parece que refleja bien el sentimiento de pesar que me acompaña en este advenimiento de dolor. Se lo ofrezco a todos ustedes, con permiso del autor, como regalo de una Navidad que no pudo ser tiempo de alegría.
El invierno de nuestro descontento
Se deslizó con pasos de gato,
llegó
tras una sorprendente primavera,
atravesó
el verano esplendente
y se arrastró
por un otoño en ente
también coloreado,
como la vida
sonriente...
Como si nieve, lluvia, hielo
fueran a estrellarse
contra el abrigo,
amparado en vez de a la intemperie.
Mas hielo, lluvia y nieve
revelaron
que éste es el invierno
de todos los inviernos:
que éste es el invierno
cruel
de nuestro descontento.
Ignacio Fontes de Garnica
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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, del ensayo 'Los disfraces del fascismo' (Planeta).
Se diría que se han roto de nuevo los sellos del pergamino que, según afirma la Biblia, lleva Dios en su mano derecha y los cuatro caballeros que encabezan el capítulo sexto del Apocalipsis han vuelto a la tierra. La conquista, la guerra, el hambre y la muerte cabalgan en sus caballos de furia y desolación. Fieles a los nuevos tiempos, se visten además de desigualdad, de desprecio a las mujeres, de fobias hacia diferentes y forasteros y de la desafección más absoluta hacia los demás seres humanos.