Lilith, Clara Campoamor y Pedro Guerra

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Durante mis largos años de estudios de Filosofía, Teología y Sagrada Escritura nunca oí hablar de Lilith. Mi descubrimiento fue muy tardío. La ignorancia sobre este personaje de la mitología hebrea –antes, babilónica– es casi enciclopédica. Cuando explicaba la asignatura de “Las mujeres en el judaísmo” en un curso de Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid –lo hice durante diez años con una numerosa asistencia, mayoritariamente de alumnas–, acostumbraba a preguntar el primer día de clase: “¿Quién fue la primera mujer de Adán?”. La respuesta era casi unánime: “Eva”. Pero siempre había una alumna que disentía y respondía: “Lilith”. Ella llevaba razón en contra de la mayoría, influida sin duda por la imagen de Eva muy presente en el imaginario social.

Quien sí conocía, y muy bien, el mito de Lilith era Clara Campoamor (Madrid, 1888-Suiza, 1972), abogada y política madrileña y una de las tres diputadas de las Cortes Constituyentes de la II República Española, quien lo citó en su memorable discurso del 1 de septiembre de 1931 en el Congreso de los Diputados en defensa del voto de las mujeres.

En aquel discurso calificó de acto de profunda piedad y de profunda ternura “estatuir el divorcio en España, porque no hay matrimonios deliciosos, y es insensato querer condenar a la indisolubilidad del vínculo cuando no haya manera de que se soporten dos en la vida, arrastrando uno de los cónyuges, o tal vez los dos, el peso de esa cadena, a la manera que arrastraban antiguamente los presidiarios aquellas bolas de hierro que marcaban la perpetuidad de su pena”.

Había diputados que se oponían al divorcio alegando que supondría un ataque a las ideas y los sentimientos religiosos. Su respuesta no pudo ser más respetuosa, al tiempo que más coherente. Les reconoció de buen grado el derecho a que la sociedad respete sus creencias y a proteger el sacramento del matrimonio, pero les dijo que a lo que no tienen derecho es a imponer a todos su criterio y su voluntad.

A su vez, a los diputados que se oponían al divorcio apelando a razones de fe cristiana les recordó que, en vez de cumplir la doctrina de Cristo, lo que hicieron fue “un pacto con el trono, y los pactos del altar con el trono… se han hecho siempre en beneficio del trono y con desdoro del altar”, y que la bandera de las causas humanitarias, “no de caridad”, que ellos no recogieron, es la que se quiere llevar al proyecto de Constitución. Les echó en cara que incumplieran su mandato de conciencia, se alistaran con los poderosos y sirvieran al trono. Y les dirigió esta pregunta: “¿Cómo podéis quejaros ahora de que nosotros recojamos esa bandera olvidada y caída y tratemos de levantarla para instaurar de una vez… lo que es deber de ternura hacia los hermanos de todos los órdenes y en todas las esferas?”.

Es en este momento del discurso en el que se refiere a Lilith como prueba de lo vieja que es “la lucha de los sexos” y la presenta como paradigma de mujer que se niega a acatar la voluntad del varón. En dicho mito descansa una parte fundamental de la argumentación de Clara Campoamor en favor del divorcio. Este es su razonamiento:

“Solo voy a haceros un pequeño recuerdo. Esta historia de la guerra de los dos sexos es tan vieja como el mundo. La vieja leyenda hebraica del Talmud nos dice que no fue Eva la primera mujer de Adán, sino Lilith, que se resistió a acatar la voluntad exclusiva del varón y prefirió volver a la nada, a los alvéolos de la tierra; y entonces, en la esplendidez del paraíso, surgió Eva, astuta y dócil para sumisión de la carne y del espíritu. De las diecisiete constituciones dadas después de la guerra, tanto tres niegan o aplazan el voto de la mujer. Los hombres de esos países han reconocido que Adán no ganó nada con ligarse, en vez de a la mujer independiente, de voluntad propia y de espíritu amplio, a la Eva claudicante y sumisa” (cf. Isaías Lafuente, La mujer olvidada. Clara Campoamor y su lucha por el voto femenino, Temas de Hoy, 2011).

El 1 de octubre de 1931 se aprobaba en la Constitución de la República el artículo 36 que reconocía a las mujeres el derecho al voto con 161 votos a favor y 121 en contra. Era la primera vez que en la historia de España se lograba tamaña conquista: “Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”.

Volviendo a Lilith, desde mi interpretación feminista, ella es hoy uno de los símbolos más luminosos de la lucha contra el patriarcado. Es una mujer insubordinada y rebelde. Osa afirmar su propia identidad, cuestiona el rol dominante del varón y reclama paridad con él. Abandona a su compañero desobedeciendo a Dios, que le manda someterse a él. Se atreve a invocar el nombre de Dios, algo que estaba prohibido en el judaísmo, porque invocar su nombre era conocer su esencia y se consideraba un acto de soberbia.

Quebranta lo establecido y niega el orden social de las cosas. Aparece como mujer peligrosa por insumisa, en oposición a la mujer buena y sumisa asociada con la maternidad (Eva) y con la pureza (María). Abre la puerta a la transgresión e instiga el deseo prohibido. Es apátrida, extraña, autoexiliada. Creo que le es aplicable lo que dice Virginia Woolf de sí misma: “En mi condición de mujer, no tengo patria. Como mujer no quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo entero”.

A esta afirmación la teóloga feminista Jane Schaberg añade: “Como mujer, no tengo religión. No soy judía o cristiana o musulmana o pagana. Como mujer soy judía y cristiana, musulmana y pagana”. Igualmente puede aplicarse a Lilith la descripción que hace Virgnia Woolf de su amiga Ethel Smyth, compositora inglesa y dirigente del movimiento sufragista: “Pertenece a la raza de las pioneras, de las que van abriendo camino. Ha ido por delante, y talado árboles, y barrenado rocas, y construido puentes, y así ha ido abriendo camino para las que van llegando tras ella”.

En 2003, poco más de setenta años después del discurso de Clara Campoamor, y quizá inspirándose en él, el cantautor canario Pedro Guerra dedicó una canción a Lilith en su disco “Hijas de Eva”, en la que la reconocía como la primera mujer que se negó a someterse al varón, a dejarse gobernar por él, y se decidió a volar.

“¿Quién fue la primera mujer,

la que se hartó de vivir para Adán

y se marchó del Edén?

¿Quién fue la mujer que pasó

del paraíso del bien y del mal

y sin pensarlo se fue?

Ni heroína, ni princesa,

ni voluble, ni perversa,

crece libre y no se deja

someter.

¿Quién fue la mujer que también

surgió del polvo y la arcilla y no fue

hueso del hueso de Adán?

¿Quién fue la mujer que creció

en la subversión y no quiso entender

el sexo sin libertad?

Ni heroína, ni princesa,

ni voluble, ni perversa,

crece libre y no se deja

someter.

Lilith fue la primera mujer,

Lilith fue la primera mujer,

la primera mujer.

¿Quién fue la mujer que cansada

de vivir infeliz y atrapada

se decide a volar?

¿Quién fue la primera mujer

que independiente en su forma de ser

no se dejó gobernar?

Ni heroína, ni princesa,

ni voluble, ni perversa,

crece libre y no se deja

someter.

Lilith fue la primera mujer,

Lilith fue la primera mujer,

la primera mujer”.

El feminismo toma la antorcha de l@s indignad@s

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Ahora se entenderá el porqué del título de este artículo en efemérides tan significativa.

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Juan José Tamayo es teólogo feminista de la liberación y autor de 'Religión, género y violencia' (Dykinson, 21019, 2ª ed.)

Durante mis largos años de estudios de Filosofía, Teología y Sagrada Escritura nunca oí hablar de Lilith. Mi descubrimiento fue muy tardío. La ignorancia sobre este personaje de la mitología hebrea –antes, babilónica– es casi enciclopédica. Cuando explicaba la asignatura de “Las mujeres en el judaísmo” en un curso de Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid –lo hice durante diez años con una numerosa asistencia, mayoritariamente de alumnas–, acostumbraba a preguntar el primer día de clase: “¿Quién fue la primera mujer de Adán?”. La respuesta era casi unánime: “Eva”. Pero siempre había una alumna que disentía y respondía: “Lilith”. Ella llevaba razón en contra de la mayoría, influida sin duda por la imagen de Eva muy presente en el imaginario social.

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