El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
La necesidad de las putas
Los gritos entusiastas de los universitarios del colegio mayor “Elías Ahuja”, llamando putas a sus compañeras del colegio “Santa Mónica”, lo han vuelto a poner de manifiesto. Llamar putas a las mujeres no es una forma de diferenciar a un grupo de ellas a partir de una serie de elementos y características de las que el resto carece, es la forma de destacar en la condición de mujer su destino hacia los deseos de los hombres. Y en esa vis generatriz de masculinidad y virilidad el sexo, sin duda, ocupa un lugar especial, porque el sexo significa para muchos hombres la posesión absoluta de una mujer.
Por eso muchos hombres que tienen relaciones sexuales consentidas no ven satisfecha su necesidad de dominio y poder y necesitan el sexo como posesión, para lo cual la cultura androcéntrica ofrece dos posibilidades básicas dependiendo del nivel de adrenalina que quieran experimentar: por un lado la prostitución y por otro la violación.
La violencia sexual es la violación de una mujer, y la prostitución se comporta como la violación de la condición común de todas las mujeres.
Para llevar a cabo la primera necesitan la fuerza de las circunstancias, para la segunda el poder de la cultura, pero ambas van destinadas a un doble objetivo:
- Satisfacer los deseos y fantasías individuales de los hombres que actúan por medio de esas conductas.
- Mandar un mensaje a la sociedad para que todas las mujeres sientan esa forma de entender su identidad, y para que todos los hombres se vean más hombres en cualquiera de esas conductas.
Presentar la prostitución como una cuestión al margen de la construcción androcéntrica es desconocer el significado de estas conductas y su contribución al sustento del machismo, como lo sería aceptar la violencia de género, la brecha salarial, la precariedad laboral, la discriminación social… y el resto de las manifestaciones del machismo bajo el consentimiento de las mujeres que las sufren.
Dentro de esas referencias culturales, el papel de la prostitución ha sido y es mucho más trascendente que la simple mercantilización del sexo. En la construcción androcéntrica la violación es incapaz de crear esa idea de mujer objeto disponible para cualquier hombre, tanto por el acto de violencia que conlleva, algo que sería difícil de integrar en la normalidad social, como por su ocasionalidad. En cambio, la prostitución sitúa la responsabilidad de la cosificación en la propia decisión de las mujeres que “consienten” y, por tanto, permite que sean presentadas como las “putas necesarias” para que cualquier hombre pueda actuar sobre esas referencias cuando él decida que algunas de las dos opciones (prostitución o violación) es factible a tenor de las circunstancias y extrapolable a otras muchas situaciones. Para los hombres que actúan de ese modo sólo es una cuestión de poder expresada a través del dinero o de la fuerza, porque ambas están justificadas en la construcción cultural androcéntrica a través de mitos y estereotipos, desde el que la mujer provoca o dice no cuando quiere decir sí, hasta el de la “libertad” para “trabajar el sexo”.
La violencia sexual es la violación de una mujer, y la prostitución se comporta como la violación de la condición común de todas las mujeres
Que los hombres instituyeran la prostitución cuando podrían haber usado sólo la violación para satisfacer sus necesidades de poder no fue casualidad ni por consideración hacia las mujeres, sino para su propio beneficio y ventajas. Porque gracias a ella han podido hacer de la prostitución parte de la cultura con la que cosificar a las mujeres y a su cuerpo. Por esa razón todavía hoy, a pesar de la prostitución, hay hombres que siguen recurriendo a la violación y a la violación dentro de la propia prostitución, tal y como demuestran estudios en los que el 62-80% de las mujeres prostituidas ha sufrido una violación, el 27% de ellas grupal (Hunter, 1991), del mismo modo que lo hacen dentro de las relaciones de pareja, concretamente el 7% de las mujeres de la UE ha sufrido agresiones sexuales por sus parejas o exparejas (FRA, 2014), a pesar de la situación de poder y dominio que les daba la violencia ejercida dentro de esas relaciones.
La construcción cultural se demuestra y cierra su círculo cuando comprobamos cómo las mujeres del “Santa Mónica” que reciben los gritos de los estudiantes del “Elías Ahuja” llamándolas “putas” los ven como una broma, y cuando muchas mujeres defienden en nombre de su libertad que continúe la conducta que ha reflejado de forma más directa la falta de libertad de las mujeres a lo largo de la historia y, en consecuencia, el poder de los hombres sobre ellas.
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Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue delegado del Gobierno para la Violencia de Género.
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