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Es cosa sabida que el nervio de la política viene constituido, sustancialmente, por el establecimiento de prioridades. Es, en efecto, el orden de prioridades el que permite dibujar la especificidad de una posición política y, en consecuencia, su diferencia respecto a otras. A menudo parece no tenerse esto en cuenta en el debate parlamentario, cuando unos reprochan a otros “haberse olvidado de…” (y aquí lo que corresponda según la circunstancia del momento). Pero en realidad la cosa no va así: no es el caso, por utilizar el trazo grueso, que nadie olvide nada. Lo que hace cada cual es ordenar a su manera un conjunto de prioridades que pueden ser, por qué no decirlo, perfectamente compartidas por todos.
Bien podría afirmarse, desde la perspectiva de lo que estamos exponiendo, que uno de los ejes de la batalla política consiste precisamente en el intento, por parte de las diferentes fuerzas enfrentadas, de patrimonializar aquellas reivindicaciones susceptibles en principio de ser asumidas por grandes sectores de la ciudadanía (por ejemplo, la ampliación de determinados derechos). El empeño tiene perfecto sentido en la medida en que, por compartidas que puedan llegar a ser, las diversas reivindicaciones planteables en el debate público tienden, por razones sociales, económicas, históricas o culturales, a venir más asociadas a alguna opción política en particular. Ello explica la pretensión, por parte de esta, de utilizar esta inicial asociación para ensanchar sus apoyos a base de intentar monopolizar por completo la causa de la que se trate y de este modo apropiarse de todos los que simpaticen con ella, aunque inicialmente pudieran estar algo alejados por otros motivos. De ahí también que, para minimizar los daños, lo que suelen hacer las formaciones peor colocadas en ese sentido es, antes que desechar una determinada reivindicación con la que no simpatizan en exceso, pero que saben que cuenta con un considerable respaldo social, ubicarla en el último lugar de sus prioridades. Evitan de este modo exponerse al escándalo, a menudo farisaico, de sus adversarios, de haberse olvidado de ciertos sectores sociales o de problemas que inquietan a la gran mayoría de ciudadanos.
Así, cuando se debate acerca de las medidas a tomar frente al paro, la izquierda suele alardear de su preocupación por los desempleados, por la necesidad de garantizar una cobertura pública que permita a estos sobrellevar su difícil situación, de poner freno a los recortes promovidos por la derecha en materia de subsidios, etc. Por su parte, la derecha no afirma, claro está, ser totalmente indiferente a la mencionada situación. Lo que hace es afirmar que la mejor manera de ayudar a los parados es a base crear empleo, y eso se consigue ayudando a las empresas con determinadas medidas de respaldo (en cuyo detalle no viene ahora al caso entrar). Argumentando en estos términos, la derecha, sin necesidad alguna de negar su preocupación por los desempleados, la hace descender en el ranking de sus prioridades, haciendo pasar por delante su sintonía con el mundo empresarial.
Lo propio funciona, claro está, a la inversa. Cuando la derecha pone el grito en el cielo por el aumento de la delincuencia y señala el orden público como uno de los talones de Aquiles de la izquierda, culturalmente siempre más proclive a la laxitud y el garantismo en estos asuntos, la respuesta que obtiene de esta última sigue la misma lógica recién señalada. No se trata de que a la izquierda le resulte indiferente el aumento de la delincuencia, los actos vandálicos que a menudo siguen a las manifestaciones de un cierto signo, la venta ilegal en las calles, el crecimiento en el consumo de sustancias prohibidas, etc. Por supuesto que también declara estar preocupada por todos estos fenómenos. Pero a continuación expone que la mejor forma de combatirlos no es yendo contra el efecto sino contra la causa, lo que en los casos señalados suele significar prestar atención a la situación de las familias desestructuradas que constituyen el caldo de cultivo de una cierta delincuencia juvenil, favorecer el desarrollo económico en los países de origen de los migrantes que se encuentran en situación irregular entre nosotros y se ven abocados al comercio ilegal, etc. Como se ve, nos encontramos ante un planteamiento que hace uso de la misma plantilla argumentativa que la derecha (o a la inversa, no me vayan a resultar ustedes muy picajosos por una frase). Se supone que de esta manera la izquierda se sacude el reproche de desdeñar los problemas relacionados con el orden público, pero consigue que no se coloque en cabeza de la lista de sus prioridades, y que ahí siga, bien colocada, su preocupación por los desfavorecidos, supuestamente su base electoral natural.
Lo de menos ahora es debatir quién tiene más razón en los casos señalados porque, a fin de cuentas, se han aportado aquí con el exclusivo propósito de ilustrar la naturaleza última de la política. A la vista de lo expuesto, la cosa tal vez podría quedar resumida así: es cierto que, en la gestión específica de cada una de las preocupaciones que nos ocupen a la hora de administrar los asuntos públicos, las herramientas de conocimiento más afinadas de las que disponemos –con la terminología al uso en los últimos tiempos: lo que nos recomienden los expertos– habrán de resultar de una enorme utilidad. Eso parece quedar fuera de toda duda: la dimensión puramente técnica de la gestión política constituye un elemento ineludible.
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Sin embargo, para determinar la prioridad de una u otra preocupación, para hacer pasar por delante una cuestión antes que otra, los criterios meramente técnicos nos habrán de resultar de escasa ayuda. Es en este preciso lugar en el que le corresponde a la política intervenir, asumiendo su inexcusable dimensión valorativa. La política es el lugar desde el que se domina el todo, si se me permite formularlo así, por lo que es a ella a la que corresponde determinar la escala de prioridades. Y que a nadie se le vaya a ocurrir que todo lo anterior constituye una reflexión puramente teórica o, peor aún, meramente especulativa: a diferencia de las ecuaciones básicas de las matemáticas, en política, el orden (la prioridad) sí altera el producto.
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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política (Taurus).
Es cosa sabida que el nervio de la política viene constituido, sustancialmente, por el establecimiento de prioridades. Es, en efecto, el orden de prioridades el que permite dibujar la especificidad de una posición política y, en consecuencia, su diferencia respecto a otras. A menudo parece no tenerse esto en cuenta en el debate parlamentario, cuando unos reprochan a otros “haberse olvidado de…” (y aquí lo que corresponda según la circunstancia del momento). Pero en realidad la cosa no va así: no es el caso, por utilizar el trazo grueso, que nadie olvide nada. Lo que hace cada cual es ordenar a su manera un conjunto de prioridades que pueden ser, por qué no decirlo, perfectamente compartidas por todos.
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