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La quiebra de la política conservadora

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La violenta derrota del militarismo y de los fascismos en 1945 allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo. Estados Unidos había avanzado antes de 1939, con el New Deal, por ese camino, aunque con fuertes desigualdades sociales y la ausencia completa de derechos civiles para las minorías negras.

Una nueva época comenzó para esa Europa Occidental tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Surgió un nuevo sistema económico y político internacional. La democracia se consolidó tras la profunda crisis de las tres décadas anteriores. El camino por el que resucitó Europa a partir de 1945 fue de modernización conservadora —que recuperaba y restauraba modelos de vida familiar prebélicos, valores religiosos y estabilidad social—, pero al mismo tiempo los partidos de izquierda promovieron profundas reformas sociales y aceptaron un sistema político y parlamentario más estable que el que había permitido el ascenso del autoritarismo desde los años veinte.

Desde finales de los años cincuenta, Europa Occidental experimentó un largo período único de crecimiento, de oportunidades para los trabajadores, incluidas por primera vez las mujeres, en las fábricas, en la sociedad y en la educación. Los sindicatos alcanzaron su apogeo de influencia, a la vez que los conflictos de clases se difuminaban ante el avance del consumismo, los cambios de valores y la secularización. Millones de inmigrantes acudieron desde los países periféricos de Europa a los más industrializados. La descolonización ocasionó también un importante movimiento de población pobre a las antiguas metrópolis.

Las democracias que salieron de la victoria sobre el nazismo edificaron un sistema de inclusión social, de Estado de bienestar, de mayor protección e igualdad, que, tras años de sufrimiento y sacrificio, se convirtió en el modelo inequívocamente europeo. Tras la catastrófica primera mitad del siglo XX, muchos intelectuales y políticos soñaron con recuperar una benigna versión de la modernidad que otorgara abundantes beneficios en vez de causar muertes y destrucción. Se trataba también de reducir los peligros de las versiones más extremas del nacionalismo, el militarismo y el autoritarismo.

Un sector importante de la derecha, transformada en ultraderecha, está defendiendo formas de autoritarismo que, frente a lo que ocurrió con los fascismos del pasado siglo, pueden legitimarse a través de elecciones democráticas en vez de con la violencia

Las tendencias autoritarias y militaristas no desaparecieron del todo y permanecieron durante décadas en Portugal, España y Grecia, pero la transición desde la violencia brutal, el militarismo y los criminales de guerra a una era estable de constitucionalismo político hicieron comprender a muchos ciudadanos europeos que si los fascismos hubieran ganado, el curso posterior de la historia hubiera sido diferente. Las estructuras sociopolíticas que permitieron y estimularon la acción violenta como fenómeno central de Europa entre 1912 y 1945 desaparecieron. La distribución más justa de recursos, el acceso universal a la educación y la criminalización de la política de odio y exclusión funcionaron como antídotos de las utopías salvadoras y bloquearon la posibilidad de que los hombres de la violencia, los responsables de millones de muertes, ganaran posiciones dominantes de nuevo.

Esa política conservadora de estabilidad democrática está ahora en quiebra en algunos países de Europa y en Estados Unidos. Un sector importante de la derecha, transformada en ultraderecha, está defendiendo formas de autoritarismo que, frente a lo que ocurrió con los fascismos del pasado siglo, pueden legitimarse a través de elecciones democráticas en vez de con la violencia y el cierre de los parlamentos. Acusan a sus enemigos, la izquierda —“socialista y comunista”—, los inmigrantes y el feminismo, de ser la fuente de la que emanan todos los problemas nacionales y han convertido la mentira en el vehículo básico de su propaganda política. 

Como no eliminan la democracia parlamentaria, porque se sirven de ella, una buena parte de los medios de comunicación conservadores los consideran demócratas, “normalizando” los discursos y acciones de sus líderes y de decenas de miles de seguidores. Apenas hace diez años la gente se preguntaba, aquí y fuera, por qué no había ultraderecha en España, un país que desde 1945 hasta finales del siglo XX había vivido más años de dictadura que de democracia. Entonces el paraguas conservador del Partido Popular cubría a toda la gente de orden, desde viejos franquistas a jóvenes demócratas. Hoy, tras haber alimentado el extremismo político, las mentiras y el nacionalismo patriótico, han dado crédito a la ultraderecha y al nuevo fascismo. El pasado rima, aunque muchos no quieran verlo.

La violenta derrota del militarismo y de los fascismos en 1945 allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo. Estados Unidos había avanzado antes de 1939, con el New Deal, por ese camino, aunque con fuertes desigualdades sociales y la ausencia completa de derechos civiles para las minorías negras.

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