En el primer artículo (Infolibre, 13/3/2022) me pregunté si el cardenal Ratzinger/papa Benedicto XVI fue complaciente, e incluso cómplice con los sacerdotes pederastas. La respuesta fue afirmativa al menos en cuatro casos demostrados cuando era arzobispo de Múnich (1977-1982). En un primer momento negó toda responsabilidad, pero posteriormente la reconoció. El presidente de la Conferencia Episcopal le exigió pedir perdón por un comportamiento tan escandaloso y poco ejemplar.
Tal actitud contrasta con su intransigencia inquisitorial y condenatoria contra no pocos de sus colegas teólogos y teólogas, incluidos quienes fueron compañeros docentes y asesores del Concilio Vaticano II con él, y muy especialmente contra la teología latinoamericana de la liberación siendo presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) y como papa.
Durante los pontificados de Juan Pablo II (1978-2005) y de Benedicto XVI (2005-2013), el Vaticano tuvo en el punto de mira a la teología latinoamericana de la liberación, sin apenas darle respiro. Los teólogos y las teólogas más relevantes que iniciaron dicha corriente y quienes hicieron importantes aportaciones a la misma fueron objeto de sospecha, no pocos de ellos condenados, expulsados de sus cátedras y sus libros censurados. Uno de los más madrugadores entre los inquisidores de esta teología fue Alfonso López Trujillo, arzobispo de Medellín y posteriormente cardenal de la Curia romana al frente de la Comisión de la Familia, quien, en sus tiempos de presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), prohibió la difusión de mi libro Para comprender la teología de la liberación (Verbo Divino, Estella, 1989; 7ª ed. 2020). A través de numerosos detectives repartidos por toda América Latina controló la vida, las obras y las actividades de los teólogos las teólogas de la liberación con sumo celo y gran eficacia. Fue uno de los principales colaboradores del cardenal Ratzinger en el acoso y derribo de la teología de la liberación y en la represión de sus principales cultivadores.
En marzo de 1984 la revista 30 Giorni publicaba el texto de una conferencia del cardenal, quien presentaba la teología de la liberación como “un peligro fundamental para la fe de la Iglesia”. Peligro que radicaba, a su juicio, en el uso de determinados instrumentos errados para llevar a cabo una nueva interpretación global del cristianismo: el marxismo y la hermenéutica bultmanniana. El guión de la conferencia era un primer avance de la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, firmada por el cardenal Ratzinger y ratificada por el papa Juan Pablo II el 6 de agosto de 1984.
Según la Instrucción, la teología de la libración reduce la fe a humanismo terrestre, emplea acríticamente el método marxista de análisis de la realidad, que no puede disociarse de la filosofía marxista atea, ofrece una interpretación racionalista de la Biblia, identifica la categoría bíblica de ‘pobre’ con la categoría marxista de ‘proletariado’ y entiende la Iglesia popular como Iglesia de clase en su acepción marxista. Afirma: “Préstamos no criticados de la ideología marxista y el recurso a la tesis de una hermenéutica bíblica dominada por el racionalismo son la raíz de la nueva interpretación, que viene a corromper lo que tenía de auténtico el generoso compromiso inicial a favor de los pobres”.
La condena no podía ser más severa en el tono, el lenguaje y el contenido. Más que de corrección fraterna, como pide el Evangelio, se trataba de una objeción a la totalidad. Era una instrucción que, por la radicalidad de la condena, estaba en continuidad con el Syllabus (1864), de Pío IX, que condenaba los errores modernos, con el Decreto del Santo Oficio Lamentabili (1907), en tiempos de Pío X, que anatematizaba el modernismo, y con la Humani generis, de Pío XII, que persiguía la Nouvelle théologie, cultivada por autores como Congar, Chenu, de Lubac, llamados diez años después por Juan XXIII como asesores del Concilio Vaticano II.
La Instrucción se movía en el terreno de las aseveraciones contundentes, sin aportar un solo texto que demostrara la acusación de “grave desviación de la fe cristiana”, y menos aún que supusiera una “negación práctica de la misma”. Los propios teólogos latinoamericanos de la liberación no se sintieron reflejados en los planteamientos de Ratzinger, sino que vieron en ellos una verdadera caricatura de la teología de la liberación. Con todo se tomaron muy en serio las críticas vertidas porque suponían un cuestionamiento global del nuevo modo de hacer teología en y desde América Latina.
En lo referente al marxismo, la Instrucción se extralimitaba al afirmar que: a) constituye un sistema rígido y una unidad indivisible, cuyas partes no son aislables; b) aceptar el análisis marxista lleva derechamente a asumir la ideología marxista –incluido el ateísmo–, ya que esta es presupuesto de aquel; c) lo predominante en muchos teólogos de la liberación que recurren al marxismo son los aspectos ideológicos de éste.
Con estas aseveraciones la Instrucción iba más allá que otros documentos del magisterio eclesiástico reciente. Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris distingue entre las teorías filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen y la finalidad del mundo y del ser humano, y los movimientos históricos inspirados en dichas teorías. Si estos son conformes a los principios de la razón y responden a las justas aspiraciones de la persona, afirmaba, deben reconocerse en los elementos positivos.
No tardaron en llover las críticas contra la Instrucción, incluso en sectores de la jerarquía latinoamericana y de la teología oficial. Lo que obligó a Ratzinger a publicar dos años después un segundo documento, la Instrucción sobre libertad cristiana y liberación con una actitud más receptiva, un planteamiento más constructivo y unos posicionamientos más matizados, aunque desde posiciones eurocéntricas. En continuidad con Medellín, Puebla y la teología de la liberación, esta segunda Instrucción asumía la opción preferencial por los pobres, que, lejos de ser un signo de particularismo o de sectarismo, expresa la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia, y valora positivamente las comunidades eclesiales de base, cuya experiencia, enraizada en el compromiso por la liberación integral del ser humano, constituye una riqueza para toda la Iglesia.
El propio Juan Pablo II tuvo que mediar para rebajar la tensión creada por el cardenal Ratzinger con la primera Instrucción. Y lo hizo a través de una carta dirigida a los obispos de Brasil, en la que salía en defensa de la teología de la liberación con afirmaciones como las siguientes: a) “la teología de la liberación es no sólo oportuna, sino útil y necesaria”; b) constituye una nueva etapa de la reflexión teológica iniciada con la tradición apostólica; c) es apta para inspirar una praxis eficaz a favor de la justicia social y de la igualdad, de la salvaguarda de los derechos humanos, de la construcción de una sociedad basada e la fraternidad y la concordia, en la verdad y en la caridad.
No se puede ni se debe olvidar el pasado, y menos borrarlo, pero sí revisarse e incluso reconocer los errores
Sin embargo, las dos Instrucciones y la carta del papa a los obispos brasileños tienden un tupido velo sobre la múltiple discriminación de las mujeres en América Latina, y nada dicen de la teología de la liberación desde la perspectiva de la mujer que viene desarrollándose desde hace más de medio siglo.
No se puede ni se debe olvidar el pasado, y menos borrarlo, pero sí revisarse e incluso reconocer los errores. De ello dio buen ejemplo Juan Pablo II, que pidió perdón más de cien veces. Una de las revisiones en la agenda del nuevo pontificado bien podría ser su actitud ante la teología de la liberación. Creo que en las dos Instrucciones comentadas, en la carta de Juan Pablo II a los obispos brasileños y en las obras de los teólogos y teólogas latinoamericanos hay algunos principios comunes que pueden ser un buen punto de partida para iniciar relaciones de diálogo cordial y colaboración sin por ello renunciar al sentido crítico y autocrítico, pero sí a los tonos condenatorios.
Sugiero los siguientes: a) el evangelio de Jesús de Nazaret es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación; b) libertad y liberación pertenecen a la esencia del cristianismo; c) la salvación cristiana pasa por el compromiso de los cristianos y cristianas en los procesos históricos de liberación; d) la opción por los pobres debe concretarse en opción por las mujeres pobres, por las culturas discriminadas, por las religiones negadas, por los pueblos indígenas, por las comunidades afroamericanas, por los sin tierra, por los niños de la calle y por las víctimas de la globalización neoliberal. Son unos mínimos éticos y doctrinales que teólogos y teólogas de distintas sensibilidades ideológicas y culturales podemos compartir sin dificultad. Y el papa también.
Durante el cuarto de siglo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger, desde una posición de poder doctrinal, extendió las sospechas sobre sus propios colegas teólogos como Karl Rahner, de quien dijo que se encontraban en galaxias diferentes, Edward Schillebeckx, objeto de varios procesos inquisitoriales, y Hans Küng, colega suyo en Tubinga. donde ejercieron ambos la docencia teológica y de cuya condena en 1979 fue cómplice Ratzinger. Los juicios de este sobre Küng en el libro Benedicto XVI. Una biografía (Mensajero, 2020), del periodista Peter Seewald, no pueden ser más demoledores.
Cabe destacar la condena en 1984 del teólogo brasileño Leonardo Boff, que fuera discípulo de Ratzinger en Munich, por su libro Iglesia; carisma y poder, y en 1992 la prohibición de publicar y de predicar. Boff interpretó tal condena como una humillación y abandonó la Orden de los Franciscanos Menores y renunció al ministerio sacerdotal, pero no al espíritu de San Francisco. Numerosos fueron los casos de teólogos, teólogas, biblistas, moralistas, etc. a quienes condenó, prohibió la docencia e impuso censura a sus publicaciones. La lista sería interminable.
Siendo Papa, cuando creíamos –ingenuamente, a decir verdad– que se había establecido una moratoria en relación con la teología de la liberación, Benedicto XVI volvió a la carga condenatoria y descalificatoria. La Congregación para la Doctrina de la Fe sometió a una severa censura a los libros Jesucristo liberador (Trotta, 1991) y La fe en Jesucristo: ensayo desde las víctimas (Trotta, 1997), del teólogo hispano-salvadoreño Jon Sobrino, tras una investigación de sus libros sobre Jesús de Nazaret durante treinta años.
A la condena de Sobrino cabe sumar la negativa a la canonización del mártir monseñor Oscar A. Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado mientras celebraba la eucaristía el 24 de marzo de 1980. Sobrino y Ellacuría, rector de la UCA, asesinado en 1989, fueron colaboradores de Romero. En estos días estamos recordando en San Salvador –desde donde escribo este artículo– el 42 aniversario de su asesinato. Fue el Papa Francisco quien, venciendo no pocas resistencias curiales y episcopales, canonizó a Romero en 2018.
En 2009 Benedicto XVI volvió a condenar la teología de la liberación durante la recepción en el Vaticano a los obispos brasileños del Sur y del Sur 4 con un lenguaje duro que no dejaba ninguna puerta abierta para el diálogo. En la recepción se refirió a las secuelas perniciosas de la teología de la liberación que “más o menos visibles de rebelión, división, disenso, ofensa, anarquía, aún se dejan sentir, creando en vuestras comunidades diocesanas gran sufrimiento y grave pérdida de fuerzas vivas”. Toda una declaración de guerra teológica contra ella 25 años después de haberla condenado en la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación.
Tras los análisis de ambos artículos, dejo que sean las lectoras y los lectores quienes respondan a la pregunta del título: “Benedicto XVI: ¿complaciente con los clérigos pederastas e intransigente con las teólogas y los teólogos?”.
En el primer artículo (Infolibre, 13/3/2022) me pregunté si el cardenal Ratzinger/papa Benedicto XVI fue complaciente, e incluso cómplice con los sacerdotes pederastas. La respuesta fue afirmativa al menos en cuatro casos demostrados cuando era arzobispo de Múnich (1977-1982). En un primer momento negó toda responsabilidad, pero posteriormente la reconoció. El presidente de la Conferencia Episcopal le exigió pedir perdón por un comportamiento tan escandaloso y poco ejemplar.