Las democracias modernas están asentadas en una relación compleja y habitualmente asimétrica entre dos formas de poder, uno constituyente, que podemos describir como la posibilidad siempre presente de que el cuerpo social se active como sujeto político y afirme unos objetivos y valores compartidos, o redefina, transforme y actualice los que hasta ese momento le definen; y otro constituido, que resulta de cristalizar y estabilizar esos valores u objetivos compartidos en un marco normativo.
Se trata, por supuesto, de una relación necesariamente circular y, precisamente por ello, necesariamente viva: ni el poder ya constituido puede pretender que todo lo que afecta sustantivamente a un cuerpo social está ya decidido y es inalterable, pues amordazaría la posibilidad de que las mutaciones sociales, culturales y generacionales de todo cuerpo social puedan encontrar acomodo en las formas y contenidos del poder constituido; ni el poder constituyente puede pretender existir como puro ejercicio de una voluntad que todo lo decide pero no acierta nunca a darse una forma estabilizada, a reflejar y traducir su voluntad de poder en normas confiables y previsibles, es decir, sin dar lugar a un poder constituido.
Una circularidad, pues, entre dos formas y dos tiempos del poder que requiere de un cierto virtuosismo para que puedan ser atendidos e incorporados el avance del tiempo histórico y la diferencia (cambios sociales, culturales, territoriales o generacionales) que irremisiblemente separan el pasado de todo momento constituyente del presente cambiante de todo cuerpo social (de todo poder constituyente latente). Una circularidad virtuosa que, en síntesis, obliga a que la ley constituida no pueda anular nunca la potencia democrática de la sociedad, ni esta desbordar todo marco normativo en el que quedar estabilizada hasta nuevo aviso.
Es a todas luces evidente que en el sistema o régimen político español esta necesaria relación circular entre las dos formas del poder es patológica antes que virtuosa: no solo no ha operado nunca del todo (pues no se ha reformado la Constitución en sus 44 años de existencia, salvo en las dos ocasiones que lo requirió un poder superior, el europeo), sino que ha estado definida por una lógica de permanente bloqueo por la que el poder constituido ha actuado más como dique de contención de las transformaciones que han ido conformando al cuerpo social que como su necesario acompañamiento y reflejo institucional. Como si el marco normativo y jurídico salido de la Transición hubiese servido más para contener a la democracia que para profundizarla y hacerla avanzar. Digo “contener” en su doble sentido: darle un lugar a la democracia y al pluralismo, sí, pero al mismo tiempo que se impide su desborde, es decir, que avance, se profundice o redefina. Como si el poder constituido operara contra la posibilidad siempre renovada de la potencia democratizadora del poder constituyente. Un poder contra otro, no con el otro.
Creo que esta ya larga lógica de bloqueo entre la ley instituida y la profundización democrática permite entender las razones e implicaciones de la crisis jurídica e institucional que estamos viviendo estos días con la no renovación del CGPJ y el TC, la insólita usurpación de la capacidad legislativa y deliberativa por parte de un órgano caducado y deslegitimado, y el ya sempiterno uso netamente patrimonialista de los poderes del Estado que hace la derecha política, cultural y jurídica en nuestro país.
Esta ya larga lógica de bloqueo entre la ley instituida y la profundización democrática permite entender las razones e implicaciones de la crisis jurídica e institucional que estamos viviendo
El asunto es complejo y requeriría de más espacio del que aquí dispongo, pero permítanme sintetizarlo mediante la identificación de un esquema demasiadas veces repetido (aunque cuyas consecuencias nunca hayan llegado tan lejos como ahora), y que trenza tres elementos fundamentales: en primer lugar, un momento político en el que se agudiza notablemente el choque entre la norma constituyente y la manifestación de demandas (sociales, políticas o territoriales) que empujan hacia una ampliación o redefinición democrática de lo instituido; en segundo lugar, el uso patrimonialista de los poderes del Estado (con órganos sin renovar, interpretaciones abusivas y harto discutibles de la ley, también el uso paralegal o directamente ilegal de los propios poderes del Estado y de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado) para neutralizar ese empuje democratizador; y, en tercer lugar, todo un trabajo político y discursivo consistente en sustituir en el debate público ese choque entre el poder constituido y la posibilidad de un empuje constituyente por otra forma de confrontación, la sempiterna pugna entre un ente llamado España (como materialización definitiva de lo legítimo, legal, racional e inmutable) y su simple y llana negación (una anti-España que no puede ni debe caber en los marcos normativos ni en la legitimidad de sus propuestas, demandas o alianzas políticas y parlamentarias).
No otra cosa que la activación de esta triple lógica explica lo sucedido, por ejemplo, con la reforma del estatut de Cataluña: en primer lugar, esta reforma empujaba hacia una redefinición federalizante de la estructura territorial española que podría, además, dar respuesta a demandas provenientes de otros espacios territoriales y nacionales más allá de Cataluña, es decir, podía adecuar la forma del Estado a una nueva realidad social y cultural irreductible al centralismo; en segundo lugar, el bloqueo de esta reforma mediante una sentencia del Tribunal Constitucional, dictada varios años después de su aprobación y con miembros elegidos por la derecha que deberían haber sido renovados meses antes de dictar sentencia; y, en tercer lugar, una sentencia dictada en el momento mismo en que España se adentraba en una profunda crisis económica y social que la derecha acertó a gestionar gracias a reubicar el eje del debate social mediante la mera confrontación entre España y anti-España, es decir, entre demócratas y no demócratas, constitucionalistas e independentistas.
Sabemos lo que vino después: mientras las consecuencias de la crisis económica y política alumbraban un momento cuasi instituyente en las plazas de todo el Estado, y tras la traducción de este empuje democratizador en la aparición de nuevas formaciones políticas, nuevas demandas sociales y nuevas aspiraciones culturales, la derecha (siempre con la aquiescencia subalterna del PSOE) acertó, una vez más, a desplazar el eje del debate público: ya no era cosa de una disputa en torno a la renovación, modernización o transformación de los marcos normativos instituidos para adecuarlos a esas nuevas demandas y aspiraciones sociales en algunos aspectos mayoritarias, sino de agudizar, procés mediante (es decir, con la inestimable ayuda de un movimiento independentista sin suficiente fuerza social y electoral, y sin una hoja de ruta legal o democrática definida) la confrontación entre España y anti-España. De nuevo, pues, la separación crítica entre el poder constituido y las posibilidades constituyentes de buena parte del cuerpo social quedaba contenida y gestionada mediante ese doble trabajo de desplazamiento, por una parte, a la confrontación nacional y, por la otra, al trabajo de los poderes del Estado patrimonializados por la derecha: judicialización del procés, aplicación de figuras delictivas pertenecientes al siglo XIX, uso relativo de la fuerza y, claro, exacerbación inédita del conflicto territorial y nacional. También, no lo olvidemos, mediante el uso de una policía patriótica en connivencia con grupos mediáticos subvencionados por la derecha. De nuevo, en fin, la posibilidad de que+ las transformaciones del cuerpo social alteraran las formas del poder constituido (ese siempre tímido y latente poder constituyente, esta vez expresado en el 15M tanto como en la precedente reforma cuasi federal del estatut de Cataluña) quedó bloqueada. Y todo ello a costa, qué duda cabe, de enfrentar unos territorios con otros, unas aspiraciones con otras, como si España fuera un juego de suma cero en el que las diferencias necesariamente restan en lugar de sumar.
La situación estos días se aclara, creo, desde este rápido y sin duda parcial marco de lectura que vengo de esbozar. Pero con una profunda diferencia: el PSOE ya no ha quedado atrapado o subalternizado por la derecha en el lado legítimo y central de esa frontera con la que divide secularmente el campo político: en el lado de un poder constituido inmutable y concebido para neutralizar todo avance o transformación democrática, el de la España perenne y los demócratas frente al resto. Y que esto sea así lo cambia, potencialmente, todo. De ahí que la pugna jurídica e institucional haya escalado estos días hasta cotas inimaginables: si el bloque social, político e incluso cultural que, quizá a pesar suyo, está representando y pilotando hoy Sánchez sigue avanzando en la gestión y acompañamiento de demandas políticas, sociales y territoriales secularmente neutralizadas por el binomio derecha/Estado, podrá acaso desbloquear esa relación siempre truncada entre un poder constituyente necesariamente vivo y un poder constituido al que cada vez le cuesta más funcionar como dique de contención de la transformación de nuestra sociedad. Es evidente que la derecha, atrincherada en los poderes intermedios del Estado, no puede permitir que esto sea así, acaso porque la democracia que aceptó en el 78 es, me temo, toda la democracia que estaba y está en condiciones de acepar (incluso en contra de las indudables posibilidades de profundización democrática que la propia Constitución permite). Atrapada quizá en la paradoja de haber convertido en un mito constitutivo de su identidad un momento histórico que nunca le perteneció, aunque solo sea porque no aceptó ni votó en bloque la Constitución que hoy fetichiza, ha acabado confundiendo el conservadurismo consustancial a sus valores con el más trágico inmovilismo político, moral y cultural.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.
Las democracias modernas están asentadas en una relación compleja y habitualmente asimétrica entre dos formas de poder, uno constituyente, que podemos describir como la posibilidad siempre presente de que el cuerpo social se active como sujeto político y afirme unos objetivos y valores compartidos, o redefina, transforme y actualice los que hasta ese momento le definen; y otro constituido, que resulta de cristalizar y estabilizar esos valores u objetivos compartidos en un marco normativo.