Teatros, sainetes y teatrillos

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Hay que hacer un acto de fe de dimensiones estratosféricas para creer en el valor de las comisiones de investigación parlamentarias en este país. Es muy desalentador porque se trata de un instrumento constitucional asentado en las democracias más sólidas, muy útil como forma de control y de transparencia. Resulta incluso lamentable si tenemos en cuenta que quienes las promueven y las instrumentalizan son precisamente los encargados de defender la Constitución, hacerla efectiva, y además se llenan la boca con su nombre.

No es que yo sea especialmente escéptica, que lo soy, es que sumo a esa dudosa cualidad el descreimiento derivado de la experiencia: no me consta ni una sola que haya sido tomada en serio por los convocantes, los comparecientes, y como consecuencia por el conjunto de la ciudadanía. De esta manera nunca han cumplido sus objetivos de fiscalización de asuntos de interés público. No tienen trascendencia penal, pero sí deberían proyectar una enorme relevancia política en la medida en que por un lado se obliga a comparecer a quienes puedan aportar información, y por el otro a investigar en el ejercicio de una responsabilidad parlamentaria que a veces se olvida, y que tiene que ver no solamente con el ámbito legislativo propiamente dicho sino con el control del ejercicio de gobierno en sentido amplio.

La información es fundamental para la democracia, y contribuir a esa transparencia una obligación. No sirve de nada una buena gestión pública de espaldas a la ciudadanía, y menos de espaldas a los representantes de la misma que conforman las cámaras. De hecho, ese fluir de información es la base del buen funcionamiento de las instituciones: la necesidad de rendir cuentas más allá de los procesos electorales. Por eso me llama la atención que se utilicen casi exclusivamente para dilucidar asuntos de corrupción, que siendo graves afectan básicamente a la reputación política, mientras que se ignoran los problemas que verdaderamente preocupan a la ciudadanía, como la vivienda, el desempleo juvenil, la sequía o la financiación de las distintas administraciones.

El trasiego de propuestas de comparecientes, que luego veta el gobierno de turno o la mayoría adecuada, afecta no solo a la estética sino a la auténtica naturaleza de la cámara baja

Pero claro, la evidente vinculación entre las mayorías parlamentarias y las conformaciones del gobierno de turno hacen imposible el papel de un parlamento autónomo, o la actuación incisiva de grupos minoritarios. Incluso estas mayorías permiten los acuerdos entre los grandes grupos, que aun siendo rivales decidan mantener alejadas del ojo público algunas cuestiones que habrá quien denomine de Estado, pero que deberían explicar de qué clase de Estado opaco a sus ciudadanos hablan. La crítica, el debate parlamentario, la reflexión conjunta, el propio control al Gobierno son funciones intrínsecas al parlamentarismo y no deberían decaer con la naturalidad con que lo vemos. El trasiego de propuestas de comparecientes, que luego veta el gobierno de turno o la mayoría adecuada, afecta no solo a la estética sino a la auténtica naturaleza de la cámara baja.

No cabe ninguna duda de que las comisiones no pueden en modo alguno vulnerar los derechos de los ciudadanos comparecientes, desde la presunción de inocencia a los distintos secretos profesionales que puedan afectarles, pero tampoco pueden obviar la obligación de comparecer vaciándolas de contenido las meras negativas sin justificación suficiente o el interés partidista de las personas llamadas. Muy excepcionalmente deben ser secretas, y más excepcionalmente aún sujetas al interés periodístico, que no siempre para nuestra desgracia es el público. Y en esa garantía de derechos, el objetivo de la investigación debe ser claro sobre un asunto concreto y predeterminado, no inquisitorial ni prospectivo.

Así que en este punto asisto aburrida al penúltimo debate sobre quiénes deben o no comparecer a una comisión de este tipo a propuesta de los partidos que conforman las cámaras. La respuesta en función de las previsiones constitucionales no permite dudas: deben comparecer todos y todas los que sean llamados y puedan aportar información para el esclarecimiento de los hechos. Claro, esto siempre que no se trate una vez más de hacer el teatrillo oportuno derivado de intereses alejados de lo general. Si se cumplen las premisas de la Constitución, debería dar igual la condición de fiscal, de peluquero o de ministra o ministro de los llamados a informar cuanto puedan, sin perturbar las obligaciones de su cargo. No puede alegarse en este sentido una presunta vulneración de la separación de poderes, porque el legislativo llamando a comparecer cumple sus funciones, y los miembros del poder judicial que sean llamados no serán juzgados ni puestos en entredicho ni violados en su integridad, simplemente serán oídos sobre aquello que sea de interés y pueda ser revelado. En fin, conviene recordar que todos somos independientes de todo, salvo de los mandatos de la propia Constitución.

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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.

Hay que hacer un acto de fe de dimensiones estratosféricas para creer en el valor de las comisiones de investigación parlamentarias en este país. Es muy desalentador porque se trata de un instrumento constitucional asentado en las democracias más sólidas, muy útil como forma de control y de transparencia. Resulta incluso lamentable si tenemos en cuenta que quienes las promueven y las instrumentalizan son precisamente los encargados de defender la Constitución, hacerla efectiva, y además se llenan la boca con su nombre.

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