La UE, mejor sin la madrastra norteamericana

Ha sido muy comentado el discurso del vicepresidente de los EEUU, J.D. Vance, en la cumbre de seguridad en Munich, el pasado 14 de febrero (el texto completo fue publicado por la revista Grand Continent). Fue una intervención en la que lanzó un inequívoco mensaje crítico al papel de la UE y a la OTAN e impugnó el modelo de democracia que prima hoy en la UE, porque –a su entender– los europeos (salvo los buenos, como los populistas amigos de Trump en Europa) habríamos abandonado los valores comunes que teníamos con la democracia americana.

Vance dejó claro en qué consiste y quién dirige el nuevo orden internacional que persigue la administración Trump, un orden en el que ni la OTAN ni la UE tienen un papel relevante, comenzando por la solución que proponen para finiquitar la guerra en Ucrania. Para muestra, esta perla: “hay un nuevo sheriff en la ciudad”. La conclusión obvia es que los europeos estamos solos para nuestra defensa y no somos actores relevantes en ese nuevo orden internacional, si es que podemos hablar de orden con un mínimo sentido jurídico y no de meras relaciones de fuerza. Cabe añadir que el manifiesto abandono de la OTAN enunciado por Vance, encontró inmediata y vehemente repuesta por parte de la Alta Representante de la UE, la estonia y rusófoba Kallas, y también del ministro de defensa alemán.

Además, Vance se pronunció sobre lo que considera el gran peligro de las democracias europeas (salvo las de orientación conservadora o incluso reaccionaria) que, a su juicio, no son Rusia ni China, sino el enemigo interno, esto es, el declive de la libertad de expresión y de la democracia, a la vista de que en la UE se niega el pan y la sal a las posiciones ultraconservadoras que obedecen a la voluntad de millones de ciudadanos europeos, negando así la legitimidad de la voluntad del pueblo o de una parte importante de él. De esta forma, Vance se opuso claramente al cordón sanitario (Firewall, Brandmauer) frente a los partidos de extrema derecha en lo que ha sido denunciado por el canciller Scholz como una clara injerencia electoral. Y lo cierto es que el discurso fue jaleado en las redes, casi simultáneamente a su emisión, por Alice Weidel, la líder del AfD, lo que hace pensar que disponía del texto previamente. Junto a ello, Vance sostuvo que el gran riesgo que afronta Europa es la invasión migratoria, dando alas así a la inmigración como caballo de batalla electoral, más incluso que político.

Claro, que hable de calidad democrática alguien que secunda a quien animó a sus seguidores al golpe de Estado en el Capitolio el 6 de enero de 2021 parece poco coherente, por más que Vance insista en que la legitimidad democrática ampara las críticas a los resultados electorales, también las más feroces, que no se detienen cuando las más altas autoridades electorales y judiciales las validan y han dictado el ostracismo contra el exvicepresidente Mike Pence, que se enfrentó al propio Trump y cumplió con la dignidad institucional de su cargo.

El proyecto ideológico de Vance: la teología política conservadora

Pues bien, contra el ninguneo y las críticas de que ha sido objeto por los medios europeos, creo que la caricatura que se hace de Vance es un error y por ello conviene tomar en serio y analizar bien sus intervenciones. Sostengo que Vance es una de las personas que pueden tener más peso en la dimensión ideológica del proyecto de presidencia imperial de Trump, sin perjuicio de que la guía de ese proyecto sea básicamente tecnoempresarial. Por eso, me parece una equivocación menospreciar el peligro que comporta este vicepresidente y confieso la irritación que me produce la displicente superioridad con la que, por desgracia, suelen pronunciarse voceros y tertulianos e incluso pretendidos analistas, todos fieles creyentes de la ortodoxia soi-dissant progresista, que reducen a Vance a la caricatura de un paleto supremacista e integrista blanco (otro red-neck), con una pretensión desmesurada de intelectual.

Recordaré al lector que Vance adquirió cierta notoriedad debido a su conocido Hillbilly Elegy: a Memoir of a Family and Culture in Crisis (2016), un ensayo que entró a formar parte de los libros de referencia de la revolución conservadora norteamericana y le valió la etiqueta de portavoz del “cinturón de óxido” (Rus Belt, la región manufacturera muy afectada por la crisis de desindustrialización). El libro fue llevado a la pantalla en 2020 por Ron Howard, con Glen Close, Amy Adams y Gabriel Basso como protagonistas. Eso fue bastante antes de que su autor se convirtiera en el candidato de Trump a la vicepresidencia en las elecciones de 2024 y ello pese a que Vance no había ahorrado críticas al empresario durante las elecciones que le condujeron a su primer mandato. Vance (que tomó el apellido de sus abuelos y vivió una difícil infancia y adolescencia) reúne una biografía corta pero intensa, que incluye una experiencia breve como marine en Irak, su formación en ciencia política y filosofía en la Universidad de Ohio y luego en la escuela de Derecho de Yale, a la que siguió un período como empresario y escritor para ejercer finalmente dos años como senador por Ohio, antes de formar ticket ganador con Trump. Destacaré también la influencia que ejerce en él la obra del gran ensayista conservador Leo Strauss. Para un paleto yanqui, como gustamos caricaturizar los europeos, pas mal

Completo este esbozo haciendo referencia a la polémica que enfrentó a Vance –quien ahora se declara católico– con el papa Francisco, a propósito de un tópico de la teología política, en el que encuentro la huella de Strauss. Me refiero a la interpretación del conocido argumento agustiniano del ordo amoris, que, a juicio de Vance, justificaría el lema trumpista del America First, ahora parafraseado de modo entusiasta por nuestro Abascal y los susodichos “patriotas europeos" que difunden un engañoso Make Europa first again que no puede ocultar su servilismo al emperador norteamericano y su dimensión hipernacionalista y antieuropea. En una entrevista ampliamente difundida, Vance sostuvo que la política migratoria de la administración Trump es coherente con esa tesis agustiniana y, por tanto, tiene un fundamento cristiano, lo que sin duda es un mensaje dirigido a buena parte de su base electoral: “Amas a tu familia, luego amas a tu prójimo, luego amas a tu comunidad, luego amas a tus conciudadanos en tu propio país, y luego de eso puedes concentrarte y priorizar el resto del mundo”.

Afirmar que San Agustín es el referente de una interpretación teológico-política conservadora no será una sorpresa para nadie, imagino. Su ordo amoris sitúa en primer lugar los deberes con el ámbito más próximo y, paradójicamente para la dimensión universal del mensaje cristiano (católico, sí), la familia y los nuestros son lo primero, frente a los más lejanos y, no digamos, los diferentes. Una tesis, por cierto, considerablemente argumentada por alguien tan lejano a esas fuentes ideológicas como R.Rorty, con su tesis sobre los círculos de solidaridad.

En contra de ello, el papa Francisco, en una carta dirigida el 10 de febrero a los obispos católicos norteamericanos, sostuvo que el amor cristiano “no es una expansión concéntrica de intereses que poco a poco se amplían a otras personas y grupos… El verdadero ordo amoris que es preciso promover es el que descubrimos meditando constantemente en la parábola del “buen samaritano” (cf. Lc 10,25-37), es decir, meditando en el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción” y por eso se opuso a ese “cierre del corazón” que identificó con la política migratoria de la administración Trump, que considera, además, contraria a las exigencias elementales del Estado de Derecho.

Es hora de que los europeos alcancemos la mayoría de edad y dejemos de ampararnos bajo las faldas de la nanny norteamericana, que hoy tiene todas las trazas de madrastra

Huelga decir que esta interpretación del tópico agustiniano choca no sólo con el universalismo del mensaje cristiano sino también con el universalismo ejemplificado por los humanistas como Montesquieu, que escribió en sus Cahiers: “Si supiera algo que me fuese útil, pero que fuese perjudicial a mi familia, lo desterraría de mi espíritu; si supiera algo útil para mi familia pero que no lo fuese para mi patria, intentaría olvidarlo; si supiese algo útil para mi patria pero que fuese perjudicial para Europa, o bien fuese útil para Europa y perjudicial para el género humano, lo consideraría un crimen y jamás lo revelaría… soy humano por naturaleza, y francés sólo por casualidad”.

Una oportunidad para Europa

En lugar de lamentarnos por nuestra situación, creo que los europeos deberíamos pensar que, precisamente porque nos encontramos ante lo que se ha calificado como la gran crisis existencial europea (así se pronunciaba Dudan Sijdanski en un artículo en 2018), esta crisis, en la mejor tradición de Monet, constituye sobre todo una gran oportunidad. Una oportunidad para avanzar en el genuino proyecto europeo, para dar el salto a una UE centrada en una Europa social y en un proyecto de integración realmente político, un proyecto colectivo que vaya más allá de las cuatro libertades fundacionales y de la prioridad casi exclusiva de un modelo económico que cada vez más aparece bajo el primado del dogma del libre mercado y cada vez menos atento a las necesidades concretas de los ciudadanos: del paro a la vivienda, por ejemplo.

Se puede hablar, pues, de oportunidad, en el sentido del argumento de Hölderlin: donde se encuentra el mayor peligro, ahí está la salvación. Como se ha dicho, en las difíciles circunstancias que vivimos, Europa no es una opción, es una necesidad. 

Para entender qué tareas debemos acometer para hacer posible lo necesario, sugiero leer con detenimiento las propuestas formuladas a ese respecto por Sami Naïr en las páginas de la octava parte de su ensayo Europa encadenada: desde la reforma de los Tratados, la convergencia en el desarrollo de los países del sur y del norte de la UE, el establecimiento del gobierno político de la zona euro y la creación de un sector público europeo eficaz.

Es hora de que los europeos alcancemos la mayoría de edad y dejemos de ampararnos bajo las faldas de la nanny norteamericana, que hoy tiene todas las trazas de madrastra. Sin duda, lo deseable sería tener a los EEUU como socio y aliado leal, algo que no parece garantizado con la segunda administración Trump. Sin duda, hay que reconocer nuestra deuda con los EEUU: nuestro particular "primo de zumosol" pagó un alto precio para defender la libertad y la democracia, junto a los europeos, en las dos guerras mundiales. Y es verdad que el escudo de la OTAN nos ha amparado a los europeos durante el largo período de la guerra fría. Pero no es menos cierto que esa protección ha tenido un alto precio y no sólo económico.

El precio excesivo que hemos pagado, es, sí, económico: la supeditación a la industria norteamericana del armamento y a sus tests en diferentes guerras, en las que han conseguido cierto seguidismo europeo. Pero el coste mayor es el de la autonomía –la soberanía– europea. Lo es, evidentemente, en política de defensa y en las relaciones internacionales. Así lo hemos comprobado con ocasión de la inexistente respuesta de la UE ante la desaforada reacción de Netanyahu frente a los execrables ataques terroristas de Hamas el 7 de octubre de 2023. Es evidente que la legítima defensa inicial por parte de Israel se reveló enseguida como una excusa para una estrategia de destrucción a sangre y fuego de un pueblo, el de los palestinos gazatíes, con la complicidad muy activa de los EEUU y por omisión de la UE. Eso sí, en honor a la verdad con muy dignas excepciones, como la corajuda posición del Alto Representante Borrell y de los gobiernos de España e Irlanda.

Ese alto precio que hemos pagado los europeos incluye la supeditación de la OTAN a los intereses geoestratégicos norteamericanos y a una lógica de enfrentamiento con Rusia que, en el fondo, ha acabado siendo una coartada para el proyecto imperialista de Putin. Ahora, Trump y Putin coinciden en la brutalidad de su negación del derecho internacional y de las instituciones del sistema de la ONU. Como ha escrito Robert Reich, Trump es el arquetipo de los presidentes norteamericanos que podríamos considerar lawless. Lo es con toda propiedad: no es que quiera burlar la ley (de una u otra manera, salvo quizá Carter, todos los presidentes norteamericanos contemporáneos lo han hecho para afirmar sus intereses), es que quiere destruir el imperio del Derecho.

Ahí es por donde hay que comenzar por poner pie en pared. Se trata de reafirmar con decisiones y hechos la voluntad política de mantener que el núcleo de la UE, incluso por encima de los intereses económicos comunes, es el respeto al Estado de Derecho y a sus instituciones, en el orden interno y en el internacional, esto es, la legalidad internacional. Lo que incluye el pacta sunt servanda, el respeto a la obligatoriedad de los convenios internacionales, comenzando por los de derechos humanos –y ahí la UE está fallando gravemente, por ejemplo, en materia de inmigración y asilo–, la solución pacífica de los conflictos, la multilateralidad y la lucha contra la impunidad a través de tribunales internacionales de justicia, cuyo funcionamiento y decisiones deben ser respetados activamente.

En segundo lugar, hay que librar la batalla de la UE como proyecto político, lo que al menos significa un proyecto federal y eso tiene consecuencias muy prácticas, como la reformulación de instituciones capitales que adolecen de un déficit democrático elemental. Lo es, por ejemplo, la relación de poder entre el Paramento y la Comisión Europea y el Consejo Europeo, aunque se hayan dado tímidos avances para que el Parlamento, que ciertamente es elegido por los ciudadanos europeos, con un complejo mecanismo de representación, juegue el papel que le correspondería en un sistema democrático tout court. Lo es el Banco Central europeo, un organismo con inmenso poder, cuyos miembros son designados sin ningún control democrático, en algo demasiado parecido a un proceso de cooptación en el que son determinantes multinacionales como Goldman Sachs.

Un requisito muy importante para que la UE pueda ser un proyecto político es la necesidad de reforzar el presupuesto europeo y, obviamente, su control. Como recuerda Sami Naïr y ha insistido Draghi, un proyecto político como el que debe ser la UE no puede sostenerse con unos Presupuestos tan exiguos como los que tiene hoy la propia UE. Una Unión de 450 millones de ciudadanos, con un PIB que supera anualmente los 17 billones de euros, cuenta con unos presupuestos plurianuales que apenas alcanzan cada año el 1% del PIB europeo total, apenas tres veces el presupuesto de un Estado como Túnez.

No son las menores de las dificultades de ese reto para un proyecto político europeo, las que debemos enfrentar a propósito de la autonomía europea como sujeto en las relaciones internacionales y también en un ámbito clave para la soberanía como es la política de defensa. Dejo de lado en este momento la primera cuestión, que nos obliga a redefinir nuestras relaciones con el Sur global, con los países emergentes en el seno de los BRIC y también, inevitablemente, con China.

La política europea de defensa

En lo que toca a la autonomía europea en defensa, el primer dilema es inmediato. Necesitamos propuestas claras sobre qué debe sostener la UE como solución a la guerra en Ucrania. Y la respuesta me parece que debe contener algunos elementos irrenunciables: ninguna paz ni armisticio se debe decretar sin el acuerdo de Ucrania. Además, la UE debe estar presente en esas negociaciones de paz. Y, en tercer lugar, las concesiones mutuas (que se harán, porque toda negociación es concesión) deben guardar un equilibrio que no premie lo que comenzó como un acto de agresión. A ello hay que añadir que, por el propio interés de la UE y no sólo de los Estados fronterizos con Rusia y Bielorrusia, la UE debe ser garante de esos acuerdos y contemplar una agilización del proceso de integración de Ucrania en la UE.

La cuestión de fondo es el modelo de política de defensa europea. En el contexto geopolítico global, una política de defensa europea que disponga de los medios para proteger nuestros valores e intereses es simplemente imprescindible. Creo que, a ese respecto, hay que descartar las posiciones que no son ya pacifistas sino, a mi juicio, irreal e irresponsablemente irenistas. Tenemos que descartar también una perspectiva belicista que todo lo cifra en incrementar la propia industria de armamento y aumentar los presupuestos de defensa en términos inalcanzables (el famoso 5% del PIB, que no cumplen ni de lejos los propios EEUU) e incompatibles con prioridades del bienestar inmediato de los ciudadanos que no podemos dejar de lado. Me remito a los análisis de un experto como Jesús Núñez Villaverde, quien sostiene que no necesitamos gastar más en defensa, sino hacer que sea comunitario, realmente europeo, los que ahora son gastos nacionales: baste pensar, como señala, que la suma del gasto en defensa de los 27 supera los 320.000 millones de euros, lo que multiplica por cuatro el gasto de Rusia y nos situaría como la segunda potencia mundial al respecto. Los trabajos de Núñez Villaverde muestran muy razonablemente que el dogma del 2% del PIB para política de defensa debe ser relativizado, y sobre todo, que no se trata de gastar más sino de gastar mejor, de superar las orejeras nacionalistas para “incrementar las capacidades comunes… acudiendo a una estrategia de división del trabajo, tanto en el ámbito industrial, como en el de los medios y recursos”.

Por lo demás, como se ha insistido, las peores amenazas, los riesgos más graves para la seguridad y bienestar de nuestros ciudadanos, no tienen tratamiento en clave militar. Baste pensar en las consecuencias de la crisis climática, en las pandemias, en los riesgos derivados del oligopolio en las TIC, o incluso en el terrorismo internacional. Por eso me parece acertado su diagnóstico: “No se trata de renunciar a dotarnos de capacidades de defensa creíbles en todo el espectro de posibles amenazas de naturaleza militar, sino de convencernos de que las armas no sirven para todo y de entender que las posiciones nacionalistas han quedado definitivamente trasnochadas”.

Coda: la cumbre de Macron en París

Termino con un pronóstico bastante fácil: la cumbre convocada por Macron en París no servirá para relanzar el proyecto europeo. Con un Scholz que está a una semana de terminar su mandato; Rutte que es secretario general de una OTAN que se arriesga a perder a su mayor contribuyente; Meloni, que no va a abandonar su papel de interlocutora con Trump y la presencia de Starmer como decorado, a la que hay que sumar las dificultades del gobierno de coalición español para incrementar su gasto en defensa cuando su socio se opone y no hay presupuestos, ¿qué puede ir bien? Pues eso, la operación de imagen de Macron para aparentar que está a las riendas, sin caballo.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

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