Migraciones: La política

Migraciones, por Javier de Lucas

Migraciones: La política es un libro divulgativo que forma parte de la colección Ágora, que publica la editorial Tirant. El escrito analiza las distintas políticas de asilo en España y la Unión Europea. Su autor, el catedrático valenciano Javier de Lucas, ha dedicado media vida a estudiar las migraciones desde la perspectiva de los derechos humanos de los migrantes. De Lucas –colaborador también de infoLibre– ha participado en la formación específica de jueces, abogados, magistrados y policías y ha formado a un buen número de investigadores y docentes en este campo, en el que ha dirigido numerosos proyectos de investigación y tesis doctorales. 

A continuación, infoLibre publica un fragmento de la introducción del libro:

Introducción

… El lector no encontrará en estas páginas una exposición descriptiva de las migraciones. En este libro no se recurre al acopio de datos y su sistematización, propio de una perspectiva sociológica, ni demográfica, como el que pueden aportar también los estudios que las abordan desde la perspectiva de la geografía humana. Tampoco, de los que optan por la de la antropología cultural. Este es un ensayo que toma partido por la perspectiva normativa que, a su vez, comporta una opción ideológica. Conste que no hablo de opción ideológica en el sentido peyorativo, sino en el más noble: la elección de una concepción que se entiende razonablemente más justificada y por ello, pasa por la crítica intelectual, por los argumentos. A mi juicio, como se verá, esa opción, esos argumentos, conducen a entender las migraciones como una cuestión radicalmente política

La razón del enfoque que propongo es que, en mi opinión, comprender las migraciones exige abandonar la pretensión de ofrecer una mirada meramente descriptiva, y en consecuencia crear una suerte de mapa de conceptos que se corresponda con una realidad objetiva. No es así. Nuestra mirada, nuestra representación de las migraciones, parte de lo que se llama una comprensión previa, un juicio previo que, claro, es un prejuicio. Por eso, lo que propongo ofrecer al lector no es un retrato supuestamente fidedigno de este fenómeno, sino otra visión, otro análisis que nos permita entender los porqués de esa representación habitual - sería más adecuado hablar de la representación dominante —, las más de las veces simplificadora, acerca de algo tan complejo como las diferentes manifestaciones de. la movilidad humana. 

Ese punto de partida puede explicarse también con un tópico aportado por Habermas a la metodología filosófica y también a las ciencias sociales, con el que vino a sacudir la proverbial neutralidad valorativa propuesta por Weber. Se trata del argumento desarrollado en su influyente monografía de 1968, Conocimiento e interés que, frente al precepto weberiano de la wertfreiheit, nos exige la labor de esclarecer el interés que guía esa representación, esa epistemología de las migraciones que hemos construido unilateralmente. Y coincide con lo que también advirtieron Berger y Luckman en su muy relevante ensayo del mismo año 1968, sobre los procesos de construcción social de la realidad: es imprescindible desvelar la existencia de medios hegemónicos que garantizan imponer esa construcción, esto es, una versión determinada de la realidad social. Hoy, esto se vulgariza bajo el término narrativas o relato que, como señalaré, son la base de la percepción social dominante acerca de la inmigración.

Por esa razón, en estas páginas huiré conscientemente de la pretensión de un discurso objetivo que sugiera al lector la ilusión de creer que, tras la lectura, ha conseguido dominar la cuestión. Hablo de ilusión, porque ese pretendido retrato fiel del fenómeno oculta que este es un asunto que, en gran medida, va de procesos de dominación. Y por eso, como vengo sosteniendo desde hace tiempo, para entender las migraciones lo más importante es comprender que son ante todo res politica. Incluso, diré, la cuestión migratoria junto a la crisis ecológica son los dos asuntos que afectan de modo más radical a la comprensión tradicional de qué es la política, esto es, de cómo debemos organizar nuestro quehacer social. 

Lo que quiero señalar al lector es que las políticas migratorias y de asilo no parten de unos conceptos científicos de lo que son las migraciones, de lo que son los migrantes o los refugiados. Los conceptos de inmigrante y refugiado que aceptamos como bien definidos, los que acepta mayoritariamente la opinión pública, son una construcción normativa, que se explica por la función que se les quiere atribuir, por el objetivo que deben desempeñar aquí y ahora en las sociedades que los reciben. Son esas funciones que se persiguen, las que construyen tales conceptos. Es decir, son los intereses que mueven esas políticas los que construyen unas categorías como las de inmigrante o refugiado que, en realidad, resultan funcionales al objetivo de las mismas. 

Dicho más concretamente, no se puede desconocer la existencia de instrumentos jurídicos que están en la base de las políticas migratorias y de asilo, en el plano nacional (las leyes de inmigración y extranjería), en el regional propio de la UE (como el complejo conjunto de reglamentos que componen el reciente pacto europeo de migración y asilo aprobado en 2024), o en el ámbito global. Es importante recordar que, en este plano internacional global, existen normas jurídicas vinculantes para los Estados parte, tanto en el caso de los inmigrantes (como la Convención de la ONU de derechos de los trabajadores inmigrantes y de sus familias de 1990, o el Convenio 97 de la OIT sobre trabajadores migrantes), como muy claramente en el caso de los refugiados, en el que existe un sistema de Derecho internacional de los refugiados compuesto por el Convenio de Ginebra de estatuto de los Refugiados, de 1951 y el protocolo de Nueva York de 1966 que completa ese estatuto y lo extiende. Un cuerpo normativo que supone el reconocimiento del derecho de asilo o de la protección subsidiaria. 

Pues bien, esas normas jurídicas son un poderoso medio a través del cual —y a despecho del desprecio que sostienen ciertos politólogos y sociólogos sobre la capacidad de conformación social de la dimensión normativa— se envía a la comunidad que vive bajo ese orden jurídico y político (es decir, a los ciudadanos, que son los verdaderos destinatarios de esas normas, más que los propios inmigrantes o quienes buscan refugio) el mensaje de quién y por qué, en qué condiciones, debe ser reconocido como un verdadero y buen inmigrante. Quién y por qué debe ser reconocido como un refugiado. 

Lo que trato de explicar es, en buena medida, la lección que ofrece Humpty Dumpty a la ingenua realista Alicia, cuando ésta pone de manifiesto que es preciso esclarecer el significado de las palabras para poder afrontar el desconcierto que causan las decisiones arbitrarias de la reina y aquél le responde terminante: lo importante no es lo que significan las palabras; lo importante es saber quién manda. Alicia ha de entender, sostiene Lewis Carroll, que la facultad soberana del poder consiste en eso, en imponer el sentido del lenguaje. 

Las normas, las decisiones jurídicas, contribuyen tan poderosamente como los medios de comunicación a la creación de nuestra representación sobre los protagonistas de la movilidad humana, a nuestra mirada sobre el fenómeno de la movilidad. Hoy, junto a los tradicionales medios de comunicación, es preciso añadir el poder de representación de la realidad que tienen las redes sociales, siempre que entendamos que éstas no son la comunidad de comunicación libre, sino instrumentos en manos de las grandes empresas tecnológicas y también de potencias políticas. En definitiva, esa mirada responde al objetivo político de gestionar las migraciones para obtener unos réditos determinados, y es lo que construye nuestra noción de migraciones: qué debemos entender por inmigrantes y, en particular, por inmigrantes aceptables.

Por lo demás, hablar de la dimensión radicalmente política de las migraciones me lleva a señalar que la gestión de las migraciones —la política migratoria y de asilo— es un test muy relevante para valorar la calidad del Estado de Derecho y de la democracia en cada país y en las propias relaciones internacionales. En realidad, creo que ese juicio se queda corto: la manera en que construimos nuestra mirada sobre las migraciones y las gestionamos es un test civilizatorio, global. 

Lo que quiero hacer ver es que precisamente la dimensión global de las migraciones obliga a una reflexión que desborda la dimensión estatal de las democracias, para alcanzar el rango de una exigencia que afecta a los cimientos mismos de un orden internacional, si no justo, al menos decente. Como tendré ocasión de argumentar más adelante, uso esa expresión —sociedad decente— siguiendo una tesis cuyas raíces se remontan a los clásicos grecolatinos (de los estoicos griegos, a Horacio y Séneca), que son reformulados por el humanismo y la Ilustración, hasta alcanzar la mejor y más sintética formulación, la que acuña Péguy y reiterarán Margalit o Honneth. 

En definitiva, creo que la gestión o respuesta ante los movimientos migratorios es muy relevante en términos de la legitimidad de nuestras democracias y, en particular, la manera en que respondemos ante esa manifestación específica de la movilidad humana forzada que son los refugiados constituye un test de esa calidad democrática. Los refugiados son el arquetipo de personas que se ven obligadas a abandonar su hogar en busca de una vida digna, huyendo de la persecución y la muerte. Para entender en qué consiste ser un refugiado —en realidad, es más adecuado hablar de asylum seeker, alguien que busca refugio— no hay fórmula más real y sintética que la que ofreciera quien fue Alto Comisionado de Refugiados de la ONU, el jordano Zaid Ra’ad Al Hussein: “refugiados son personas con la muerte a su espalda y un muro ante su rostro”. Pues bien, el inicio de nuestra civilización está ligado al deber de acoger a esos que huyen de la persecución y la muerte: ofrecerle un lugar seguro. Esa es la tradición del principio de hospitalidad, que constituye la piedra maestra del sistema jurídico internacional del asilo y la protección internacional subsidiaria, esto es, el principio de non refoulement, que impone la prohibición de retornarlos al país del que huyen o de enviarlos a un país no seguro. Desgraciadamente, esa noble tradición del refugio es algo que se encuentra en entredicho hoy entre los gobiernos europeos, hasta el punto de que no pocas voces críticas hablan de un proceso de vaciamiento del derecho de asilo y protección internacional para quienes aspiran a ser reconocidos como refugiados.

Desde esos presupuestos y con los propósitos que he avanzado, dedicaré buena parte de estas páginas al análisis de los argumentos que ayuden a entender por qué nuestra representación de la movilidad migratoria tropieza una y otra vez en los mismos errores y por qué, por tanto, las migraciones suponen un problema aparentemente irresoluble, un laberinto de disyuntivas en el que nos perdemos una y otra vez, porque no hemos seguido la pista de quienes así lo construyen y ocultan el hilo de Ariadna que nos permitiría salir de él, a salvo. Todos: nosotros y quienes emprenden el viaje migratorio. Una disyuntiva que es una construcción social, porque cualquier nosotros con el que nos representamos y autoafirmamos es siempre heredero de ese viaje, más o menos lejano, aunque nos lo ocultemos a nosotros mismos o tratemos de olvidarlo.

Resumo para el lector la secuencia expositiva de lo que sigue: comenzaré por un capítulo en el que propondré una aproximación a lo que significan las migraciones como hecho social, una afirmación llena de matices, que empieza por situar la comprensión de esa movilidad humana como mascarón de proa del actual proceso de globalización tecnoeconómica, en el que han alcanzado una posición dominante las grandes empresas de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, sobre las que el presidente Biden, en su último discurso a la nación, llamó la atención como graves riesgos para la democracia, en una analogía evidente con el famoso discurso del presidente Eisenhower sobre el complejo militar industrial. Con la diferencia de que hoy esas amenazas alcanzan una dimensión mundial. 

Las migraciones, en su sentido amplio, constituyen un hecho social institucional (no un mero dato empírico), de carácter global, holista y plural. Y, sobre todo, son una constante histórica desde los orígenes de la humanidad. Un hecho que se manifiesta como un proceso social, que experimenta muy distintas manifestaciones, diversas etapas, diferentes protagonistas. 

Es aquí donde —sin renunciar a la perspectiva que he expuesto, esto es, denunciar el error de reducir las migraciones a cifras y cuadros estadísticos— recordaré algunos datos proporcionados por la Organización Internacional de las Migraciones de la Organización de las Naciones Unidas (OIM) y también por el Alto Comisionado para los Refugiados, de la misma ONU (ACNUR). Baste ahora mencionar que, en sus informes de 2024 (Informe sobre las Migraciones en el Mundo y Mind-year Trends 2024, respectivamente), ambas organizaciones especializadas señalan que hay casi 300 millones de inmigrantes en todo el mundo (en todo caso, una cifra superior a los 281 millones censados en 2020), es decir, personas que han abandonado su país para tratar de vivir en otro (sin hacer distinción de los diferentes procesos, voluntarios o forzados), esto es, algo menos del 4% de la población mundial.

Al mismo tiempo, tanto la OIM como el ACNUR constatan que crece imparablemente el número de personas que se ven obligadas a desplazarse, bien dentro de su propio país (desplazados internos), bien a otros países (generalmente, contra la creencia dominante en Europa, a países vecinos, esto es, en el eje Sur-Sur, que concentra muchos más desplazamientos que el eje Sur-Norte), debido a situaciones de conflicto, violencia, inestabilidad política o económica y, cada vez más, como consecuencia del impacto de hambrunas o desastres naturales vinculados al cambio climático. Para el año 2024, la cifra de quienes entrarían en esa categoría de desplazados forzosos que vinculamos a la noción de refugiados (si sumamos a los 36 millones de refugiados en sentido estricto, los millones que solicitan protección internacional subsidiaria y los desplazados internos, que no salen de las fronteras de su país) estaría por encima de los 120 millones de personas, lo que supone un incremento del 5% respecto a 2023. 

Eso exige un análisis del contraste entre hechos y narrativas migratorias, relatos que, por cierto, se remontan a los primeros testimonios culturales, a los cimientos de la cultura occidental (y no sólo de ella): de la Biblia (con la referencia a esa migración forzada original, la de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, a la historia paradigmática de la diáspora causada por el castigo a la ambición de la Torre de Babel, la primera gran diáspora masiva, o el libro de Ruth), a Homero y Virgilio, que nos ofrecen los viajes de dos migrantes forzados a causa del destino, Ulises y Eneas. Y con ello, también aparecerán las manifestaciones de una constante que acompaña a la representación de las migraciones, lo que he llamado en otras ocasiones su narrativa tóxica, que hoy es el mensaje dominante. 

Todo ello nos llevará a un estudio de la construcción de los modelos de gestión de las migraciones, es decir, de políticas migratorias, que son tributarios, insisto, de las miradas que arrojamos sobre las migraciones y de su evolución. Ese análisis, que ocupa los capítulos segundo y tercero, nos mostrará un contraste evidente y doloroso con lo que se supone que son las exigencias básicas del Estado de Derecho y de la democracia, y que concretaré en lo que denomino la lógica jurídica y política migratoria y de asilo propia de los países del norte (buena parte de los de la UE, EEUU, Canadá, pero también México) que son receptores de esos movimientos. Lo cierto es que, sin ignorar la posibilidad de que en algunos casos esos flujos migratorios masivos sean inducidos como un recurso de guerra híbrida para la desestabilización de esas sociedades, (así lo han denunciado Polonia y Hungría frente a llegadas masivas que serían organizadas desde Bielorrusia y Rusia), en la inmensa mayoría de los casos se trata de procesos migratorios forzados, de los que, sin duda, se sirven para hacer negocio las mafias de tráfico de personas, pero también, digámoslo ya, las empresas que trafican con el negocio del control de fronteras y, desde luego, quienes se lucran explotando a quienes llegan en condiciones precarias para emplearlos en términos de esclavitud laboral.

Esta lógica ha permitido a algunos ensayistas hablar de las políticas migratorias como industria del desecho humano (Bauman), necropolítica (Mbembé) o institucionalización de la lógica de excepción (Agamben, Lochak). Me parece difícil negar, en efecto, que nuestras políticas migratorias se construyen en buena medida desde la naturalización de una lógica del estado de excepción, que las hace difícilmente compatible con las exigencias básicas de la legitimidad democrática. Y, desde luego, esto es particularmente visible en la evolución —en el retroceso aparentemente imparable—que se vive en torno a una de las manifestaciones de esa movilidad humana, la que constituyen los refugiados, a la que prestaré una atención especial. 

Cuando alguien me pregunta por qué la izquierda no ha construido una verdadera alternativa a ese modelo de política migratoria y de asilo que se difunde desde la extrema derecha y que en este año de la vuelta al poder del presidente Trump parece destinado a imponerse también en Europa, con el avance del relato migratorio que propone la extrema derecha y que la derecha liberal parece haberse resignado a abrazar, para no perder el poder, mi respuesta es clara. De un lado, la izquierda ha abandonado la pretensión de construir una política migratoria y, en aras de la realpolitik, acaba aceptando jugar a hacer política partidista con la inmigración. Con ello, en segundo lugar, renuncia a una gestión de los movimientos migratorios que ponga como condición necesaria el reconocimiento y garantía de la igual libertad —de los mismos derechos— para todos los que residen y construyen el mismo espacio público, incluidos, por tanto, los inmigrantes. La realpolitik impone así el sofisma, santo y seña de los gabinetes electorales de todos los partidos, según el cual hablar de derechos de los inmigrantes tiene el coste de perder el poder.

Quiero dejar claro que, a mi juicio, hay dos condiciones de legitimidad y eficacia -sí, eficacia- de las políticas migratorias. 

Como he dicho, condicionar el reconocimiento y garantía de los derechos de los inmigrantes y sus familias al beneficio que produzcan, es una lógica perversa. Incurren en ella -malgré soi- quienes defienden una cierta mirada “positiva” sobre las migraciones, insistiendo en el argumento de que necesitamos inmigrantes: eso convierte todo el razonamiento en instrumental, porque si dejamos de necesitarlos, o si la necesidad de mano de obra tiene un coste que no queremos admitir, se impone la lógica de contención a toda costa y expulsión de los que no producen beneficios o pueden ser sustituidos por otros con menos coste. Además, al aceptar ese condicionamiento de los derechos al beneficio, emprendemos una pendiente resbaladiza que, antes o después, afectará a nuestros propios derechos, como se demuestra con la deriva discriminatoria del edadismo.

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Muy al contrario, es muy importante dejar claro que el reconocimiento y garantía de los derechos de los inmigrantes no es la guinda del pastel que ofrecemos al buen inmigrante, sino la condición de legitimidad de toda política migratoria y de una convivencia sin exclusiones inaceptables conforme a la lógica del Estado de Derecho y de la democracia. 

La segunda condición, en la que ha insistido siempre Sami Naïr, una autoridad de referencia en la materia, es que hay que conseguir que los actores del fenómeno migratorio, esto es, los propios inmigrantes, las sociedades de origen y las de destino, sepan transformar sus respectivas necesidades en mutuo beneficio, lo que a mi entender tiene dos claves: reconocimiento de derechos e incentivación de la democracia, el desarrollo humano y los derechos en los países de origen y tránsito y la igualdad de derechos y de deberes en los países de acogida.

Por todo ello, estoy convencido de que no debemos aceptar con resignación la mirada, la construcción dominante sobre las migraciones. En el cuarto y último capítulo, propondré algunos de los elementos sobre los que puede asentarse otra visión de las migraciones y, por tanto, otra política migratoria y de asilo. Queda para el lector la tarea de tomar posición a partir de esos mimbres que le presento.

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