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El último tren

La discusión parlamentaria de las enmiendas al proyecto de Ley de Memoria Histórica de 2021 ha vuelto a suscitar la polémica relativa a la Ley de Amnistía de 1977. Algunos partidos proponen su derogación, otros su conservación a ultranza. Los socios de gobierno, PSOE y Podemos, han presentado una enmienda por la que pretenden imponer a nuestros tribunales una interpretación de la amnistía acorde con el derecho internacional, mientras los artífices de la transición nos recuerdan una vez más que la aprobación de la Ley de Amnistía fue una apuesta por la reconciliación, la primera ley aprobada por gran mayoría en el Parlamento recién constituido después de las primeras elecciones democráticas.

El momento histórico de España en 1977 es un clásico de los procesos transicionales, en los que se plantea el dilema entre los valores de paz y justicia. Se optó entonces por sacrificar la justicia como condición necesaria para consolidar la paz. Nada que objetar, porque la exigencia de responsabilidades penales a los dirigentes civiles y militares de la dictadura hubiera producido en aquel momento tal polarización en la sociedad que, posiblemente, hubiera dado al traste con el cambio democrático, siendo como es la polarización la antesala de todos los conflictos.

Los mecanismos de justicia transicional, apenas incipientes en aquellos años, buscan precisamente encontrar un camino que permita, huyendo de los maximalismos, reducir la polarización y al mismo tiempo salvar los valores, sacrificando lo accesorio para preservar lo esencial, construyendo un puente que permita transitar del conflicto a la coexistencia dejando atrás la confrontación, y construir una sociedad nueva en la que las controversias puedan resolverse pacíficamente con los instrumentos legales del Estado de derecho.

Toda transición implica una transacción, pero en lo referente a la justicia para las víctimas, debemos convenir que lo que se acordó en 1977 fue una posposición de los derechos inalienables de las víctimas. Aceptar que esa renuncia era definitiva sería tanto como reconocer que construimos nuestra democracia sobre los cimientos de una claudicación moral inaceptable.

El proyecto de ley en tramitación es notoriamente insuficiente. En materia de verdad, se limita a establecer algunas vías de reparación moral mediante procedimientos de jurisdicción voluntaria, pero no reconoce la verdad como parte integral de los derechos fundamentales de las víctimas a la dignidad y a la integridad moral. En lo referente a la justicia, les concede genéricamente un derecho a la investigación, de finalidad incierta, muy distante del derecho a la tutela judicial efectiva que ya les tiene reconocido la Constitución, y que la ley debería articular.

Estamos a tiempo de enmendar ese proyecto para afrontar de una vez la principal asignatura pendiente de la democracia española.

Se trata de saber qué nos pasó, por qué nos pasó, y qué tenemos que hacer para que no vuelva a pasarnos. Una narrativa común, compartida, que no es solo una tarea académica, sino esencialmente política

En materia de verdad, es tan sencillo como arbitrar un mecanismo de rendición de cuentas. Sin abordar y dar respuesta a las causas y las consecuencias del conflicto precedente, sin que los responsables tengan que explicar lo que hicieron y por qué, sin que las víctimas sean por fin escuchadas públicamente ante una instancia oficial, nunca lo dejaremos atrás, nunca disfrutaremos de una efectiva reconciliación. Como señaló la Comisión de la Verdad de Colombia, se trata de saber qué nos pasó, por qué nos pasó, y qué tenemos que hacer para que no vuelva a pasarnos. Una narrativa común, compartida, que no es solo una tarea académica, sino esencialmente política, y que no tiene que ver con los historiadores y el pasado, sino más bien con el presente y el futuro.

En lo que se refiere a la justicia, se debe encontrar el camino para que la tutela judicial sea efectiva. Produce desazón que nuestro Tribunal Constitucional siga diciendo, como ha asegurado en el Auto de 15 de Septiembre de 2021 por el que deniega el amparo a Gerardo Iglesias, quien pasó varios años en prisión y fue torturado por el mismo policía en 1962, 1964 y otra vez en 1974, que los crímenes del franquismo no pueden ser tipificados como crímenes contra la humanidad porque lo impide el artículo 25 de nuestra Constitución, y que los delitos están prescritos porque las víctimas no reclamaron a su debido tiempo.

Los crímenes no pueden estar prescritos porque –dejando aparte la discusión acerca de su imprescriptibilidad– los españoles nunca tuvieron oportunidad de reclamar. La única vez que se intentó procesar a un policía torturador durante la dictadura, el policía permaneció en activo sin ser inquietado y los fiscales –Jiménez Villarejo y Mena– fueron desterrados. El cauce para reclamar justicia solo se habilitó en España con la entrada en vigor para nuestro país del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU, lo que tuvo lugar el 27 de Julio de 1977; y se cerró definitivamente, hasta hoy, con la aprobación de la Ley de Amnistía, que entró en vigor el 17 de Octubre de 1977. En 80 días no prescriben ni las multas de tráfico.

Esa interpretación de nuestros tribunales no se corregirá, me temo, con la enmienda propuesta por los partidos de la coalición de Gobierno, puesto que seguimos viviendo de espaldas al derecho consuetudinario y a los principios generales del derecho internacional, consagrados como fuente de nuestro derecho por el art. 15 del PIDCP y el art, 7 del CEDH, ambos ratificados por España.

Quienes defienden contra viento y marea la transición y la amnistía aprobada en 1977 parecen hacer caso omiso de otro factor esencial: el tiempo. Medio siglo más tarde, lo que produce polarización en la sociedad española no son ya los crímenes ni la amnistía, o la demanda de justicia de las víctimas, sino la falta de respuesta institucional a la violencia estructural de la dictadura, transformada hoy en impunidad estructural. No resulta aventurado inferir que existe una relación de causa a efecto entre la impunidad dispensada al responsable de las torturas a Gerardo Iglesias, y las once condenas del TEDH que ha cosechado España, ya en democracia, por no investigar las denuncias de torturas.

Con el tiempo, el resentimiento de las víctimas se ha desplazado de los perpetradores a las instituciones. Hoy no hay peligro de una confrontación como la que padecimos, porque estamos en la Unión Europea y en el Consejo de Europa, y porque no hay una situación revolucionaria ni padecemos dos totalitarismos enfrentados, como entonces. Pero sí hay un cuestionamiento del sistema de representación política de los partidos, que se muestra incapaz de arbitrar respuestas de justicia, y genera desafección en muchos ciudadanos que no se sienten representados por él.

Algo se mueve, sin embargo. Es llamativo que el Auto del Tribunal Constitucional, negando como niega al Sr. Iglesias y a las demás víctimas su derecho a la tutela judicial mediante la persecución penal de las violaciones, alude sin embargo a la conveniencia de articular otros procedimientos de reparación, judiciales o no. Y yendo más allá, el voto particular de la magistrada Balaguer subraya la necesidad de reflexionar y escuchar a las víctimas, de construir nuestra memoria colectiva, la de todos. Parece, pues, que se abre camino un consenso creciente: el de que necesitamos hacer más para alcanzar un acuerdo que restaure las heridas y el contrato social entre los españoles. El proyecto de ley en tramitación es posiblemente el último tren para intentarlo.

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Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.

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