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Vieja y nueva política: una derrota simultánea

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Si la década pasada fue entre nosotros la de la irrupción de la nueva política, lo que llevamos de esta viene representando la de su desaparición. Algo unía desde el punto de vista del discurso —también había puntos de contacto en lo relativo al talante y los comportamientos de sus líderes, pero eso no hace ahora al caso— a las dos fuerzas políticas que entonces emergían, y era su crítica al viejo bipartidismo. Es cierto que la crítica era más al hecho de que fuera viejo que al bipartidismo como tal, y que la pretensión última de ambas era ocupar la plaza de su correspondiente rival electoral (en la derecha o en la izquierda: la fantasía del sorpasso era compartida por Ciudadanos y por Podemos).

Pues bien, por paradójico que pueda parecer, tal vez una lección que cabría extraer de las elecciones de Castilla y León sea la de la derrota tanto de los críticos como de los criticados. Que los representantes de las dos formaciones que hace tan poco anunciaban la completa renovación de la política de este país hayan quedado reducidos a dos procuradores, uno por cada partido, visualiza con cruel rotundidad el fin de un ciclo.

Pero constituiría un severo error extraer de aquí la conclusión de que, como contrapartida, el bipartidismo, tan cuestionado por los ahora derrotados, haya salido fortalecido. Está más que claro que el cálculo partidista del PP se ha demostrado erróneo: al día siguiente de las elecciones, la práctica totalidad de analistas subrayaba que el cambio de aliado (Ciudadanos por Vox), lejos de allanar el camino hacia la Moncloa de su líder nacional, Pablo Casado, le iba a significar nuevos problemas. En todo caso, es más que probable que, aun aceptando la pertinencia de esta observación crítica, los aludidos piensen que su error resulta asumible (un mal menor, a fin de cuentas) en la medida en que les permite, de momento, mantenerse en el gobierno autonómico.

Autocrítica, en cambio, es lo que parece haber faltado en el seno de la izquierda, que se diría que ha terminado por considerar todo un éxito los problemas que se le abren a su adversario electoral, especialmente en lo tocante al auge de Vox (que sin duda consideran que les va a resultar una utilísima munición a efectos de tapar fugas hacia la abstención en próximas convocatorias a urnas). Poco o nada se está diciendo respecto al retroceso propio, cuya importancia tiende a rebajarse a base de enredarse en los detalles de número de votos, tantos por ciento y reflejo en escaños, complejidad ciertamente real pero a la que nunca se hace referencia cuando el resultado es favorable.

No parece que haya, en cambio, mucha discrepancia entre analistas a la hora de señalar quiénes fueron los auténticos vencedores de las elecciones en Castilla y León. A Vox, con su espectacular crecimiento, y a las candidaturas provinciales, con su irrupción, les corresponde sin el menor género de dudas ese trofeo. Pero no deja de ser curiosa la lectura que desde la izquierda algunos han hecho de tales victorias. Porque repárese que en el primer caso se ha dado en todo momento por descontado que el crecimiento de la extrema derecha constituía un indicio inequívoco del fracaso de la estrategia del PP, en la medida en que los votos de aquella solo podían haber salido o de los votantes en fuga de Ciudadanos o de antiguos votantes populares, ahora desengañados de su tibieza (ya saben, “derechita cobarde”).

Sin embargo, del éxito de los nuevos partidos provinciales, lejos de hacerse una lectura crítica simétrica, ha tendido a hacerse una interpretación no ya benévola, sino incluso consoladora, por no decir balsámica. Así, no han sido pocos los analistas, supuestamente situados a la izquierda, que han insistido, casi con complacencia, en que el número de procuradores alcanzados por las nuevas candidaturas provinciales —siete en total— coincide exactamente con los perdidos por el partido mayoritario de la izquierda. La insistencia deslizaba el mensaje (¿de pretensiones tranquilizadoras?) de que en realidad no había habido trasvase alguno al bloque adversario, sino que, en cierto modo, los votantes de las nuevas opciones seguían siendo de los nuestros.

 A esto se han agarrado los que han dado por descontado que Mañueco no podría intentar elaborar ningún tipo de estrategia de gobierno alternativa al apoyo de Vox contando con el respaldo de los nuevos partidos, precisamente porque los votantes de estos últimos se supone que nunca se lo perdonarían (como si existiera una especie de voto cautivo a distancia en el tiempo). Dejando aparte que tal vez esto último esté por ver, y que no habría que descartar que, como ya hemos visto en partidos regionalistas, su difuso perfil ideológico les permita una enorme flexibilidad a derecha e izquierda, lo que ahora se impone pensar es otra cosa. Se impone preguntarse por las razones por las que, de ser cierto el origen progresista de los votantes de estos nuevos partidos, han decidido abandonar su antigua preferencia. Porque semejante mudanza —absolutamente masiva en algún caso— obliga a una profunda reflexión crítica por parte de los abandonados.

Ya sé que hay muchos que le temen a la crítica más que a un nublao pero, francamente, no alcanzo a ver qué beneficios cabe extraer de perseverar en semejante actitud. Porque es esto, por decirlo ahora apenas con otras palabras, lo que nos toca pensar. El pasado domingo fueron derrotadas, simultáneamente, la vieja política y la antaño llamada nueva política. Lo que no termina de estar claro es a manos de quién.

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Manuel Cruz es catedrático de filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro Democracia: la última utopía (Espasa).

Si la década pasada fue entre nosotros la de la irrupción de la nueva política, lo que llevamos de esta viene representando la de su desaparición. Algo unía desde el punto de vista del discurso —también había puntos de contacto en lo relativo al talante y los comportamientos de sus líderes, pero eso no hace ahora al caso— a las dos fuerzas políticas que entonces emergían, y era su crítica al viejo bipartidismo. Es cierto que la crítica era más al hecho de que fuera viejo que al bipartidismo como tal, y que la pretensión última de ambas era ocupar la plaza de su correspondiente rival electoral (en la derecha o en la izquierda: la fantasía del sorpasso era compartida por Ciudadanos y por Podemos).

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