Juego de Tronos(Movistar+) ha vuelto en su sexta temporada. Su horda de enloquecidos seguidores acérrimos se ha movilizado en medio planeta para intentar saber si John Snow revivía o no. Han sido largos meses de espera que a los muy fanáticos del mundo creado por Benioff y Weiss, sobre los libros de George RR Martin, les ha resultado eterno. Yo soy uno de ellos.
Se ha escrito tanto sobre la serie que resulta complicado aportar algo original. Personalmente, adoro el lenguaje hiperbólico cuando hablamos del mundo de las series televisivas. Me encanta cuando la gente vive con pasión cada episodio de una ficción, cada detalle, cada anécdota. Pero tengo que reconocer que con Juego de Tronos me parece que a algunos seguidores la fascinación les ha hecho perder la sensatez. Posiblemente, yo sea también uno de ellos. Quizá, lo más ridículo de todo es quienes pretenden ver en la serie un manual de ciencia política. Hasta ahí no llego. La historia es un apasionante relato, ficcionado a discreción, basado en la explotación de uno de los sentimientos humanos más motivadores que existen y que más juego ha dado en la historia de la narrativa: la venganza. Basado en la venganza, los espectadores somos capaces de justificar todo tipo de tropelías a nuestros héroes. Si se trata de darle a alguien su merecido, qué más dan las leyes, qué más da la misericordia. Los villanos se merecían eso y mucho más.
De eso vive la serie y he de reconocer, no sin cierto bochorno, que disfruto cada acto de venganza atroz, como sufro con los castigos previos con que los guionistas torturan continuadamente a los buenos de la serie. La estructura es siempre la misma. Los malos malísimos, que son realmente depravados, se ceban hasta la extenuación durante semanas con algún personaje al que previamente nos habían hecho cogerle cariño. Esta panda de viles y desalmados sádicos se exceden hasta límites extremos con aquellos a quienes sólo deseamos dos horizontes: su liberación y, sobre todo, la consumación de una venganza lo más explícita posible. No basta su muerte. Necesitamos que sea nítidamente cruenta, teniendo en cuenta el calentón que llevábamos encima. Visto desde esa perspectiva, sí que es cierto que Juego de Tronos puede tener alguna lectura política. Cada vez que los medios de comunicación nos cuentan en España las fechorías de nuestros degenerados corruptos, no puedo negar que sólo nos ilusiona la posibilidad de que acaben recibiendo un castigo ejemplar que nos haga recuperar cierta esperanza por la existencia de la justicia divina, mucho más allá del estricto cumplimiento de la legalidad.
La serie tiene un evidente poder hipnótico. Si te has pasado ya más de 50 horas intentando memorizar los nombres, las luchas de poder, los orígenes genealógicos y los agravios acaecidos, es imposible descolgarse. Quedan siempre numerosas causas pendientes y no estás dispuesto a renunciar a poder disfrutar con el consuelo de la represalia correspondiente. A cambio, supongo que es imposible incorporarse como nuevo espectador a mitad del recorrido o volverse a enganchar si te has descolgado en algún momento. Los creadores nos mantienen siempre en vilo, sabedores de que admitimos que todo parece estar permitido. La magia irrumpe cuando hemos terminado en un callejón sin salida y nos han enseñado a aceptarlo con naturalidad. Llegado el caso, he llegado a asumir la brujería, los poderes ocultos o la aparición de los dragones. Me da igual. Lo único importante es que les den a los depravados lo que se han ganado a conciencia. Y, sobre todo, nos mantienen acogotados bajo la amenaza, ampliamente asentada, de que no podemos confiarnos en el viejo canon de que los héroes al final triunfan. Como acérrimo seguidor, me han educado para no encariñarme demasiado con ningún personaje, no vaya a ser que se lo carguen de repente. El único consuelo, inmerso en esa tragedia, es que luego habrá que vengar su muerte y volveremos a empezar de nuevo.
Juego de Tronos ha conseguido pasar ya a la historia de la televisión mundial y no sólo por sus valores creativos. En esta sexta temporada, la serie se ha convertido de largo en la más cara de cuantas jamás se hayan producido con anterioridad. El costo por episodio para HBO es de 10 millones de dólares, es decir un total de 100 millones por los 10 episodios firmados. Esto también es magia. Nunca se había podido llegar a una cifra similar. La industria norteamericana no era capaz de rentabilizar semejante inversión. Es el paradigma de los tiempos de revolución que vive el mundo de las series de televisión. Hasta ahora, la publicidad que era capaz de comercializar una cadena en abierto estaba muy lejos de alcanzar niveles semejantes. Y, curiosamente, con el declive que empieza a vivir la televisión tradicional, surge simultáneamente la eclosión de nuevos modelos de monetización que permiten rentabilizar presupuestos tan exuberantes.
En el verano de 1990, HBO encargó producir por vez primera una serie original para un canal de pago. Se titulaba Dream On y era una original propuesta que trataba sobre la vida de un agente literario que había tenido en la televisión su referente de aprendizaje vital. Ante cada situación a la que se enfrentaba en la vida real, su mente le recordaba la experiencia adquirida durante su existencia como teleadicto impenitente. La crearon los entonces poco conocidos Martha Kauffman y David Crane sólo cuatro años antes de que hicieran Friends. Con Dream On empezó todo.
La razón por la que HBO empezó a hacer series originales era lógica. Sólo con cine no tenían capacidad para llenar una rejilla competitiva capaz de atraer a nuevos abonados y, a la vez, evitar el abandono de los ya conseguidos. Pensaron que una buena manera de llegar a más subscriptores era la de conseguir productos exclusivos que se convirtieran en un soporte central del canal. Con los años seguirían multitud de producciones como Larry Sanders, Sexo en Nueva York, Six Feet Under, Los Soprano, The Wire, Entourage, Curb Your Enthusiasm, Boardwalk Empire, True Detectives, Girls, Silicon Valley, Vynil o Juego de Tronos.
Hoy en día, la TV de pago, impulsada tanto por HBO y por otros canales de pago como AMC o FX, como por plataformas digitales como Netflix, Amazon Prime o Hulu, marca el futuro de la producción de series. Todo parece indicar que la televisión convencional cada vez tendrá menos capacidad económica para abordar grandes proyectos en todos los géneros. Los nuevos soportes audiovisuales surgidos desde la irrupción de Internet copan espacios comerciales que antes disfrutaba la industria televisiva casi en exclusiva.
Estos meses atrás, en EEUU se ha abierto un interesante debate sobre en qué etapa de la historia del medio nos encontramos. Todo el mundo es consciente de que no estamos en una etapa de evolución del sector, sino en pleno proceso de revolución total. La tecnología ha hecho estallar los métodos de difusión y distribución de los contenidos audiovisuales. Los modelos de negocio están cambiando y aún no sabemos bien ni dónde estamos ni a dónde nos dirigimos exactamente. En el centro de todo este maremágnum se encuentra la producción de series, que se ha convertido en el motor fundamental de la actividad económica televisiva.
El máximo responsable del canal FX, John Landgraf, a quien ya hemos citado en alguna Sala de Visionado anterior, ha puesto sobre la mesa un punto de vista que ha dejado a muchos descolocados. Desde su perspectiva, el estallido cuantitativo y cualitativo de la producción de series ha creado una falsa impresión. Según suele explicar, no es cierto que vivamos una edad de oro de la ficción. Se trata de un espejismo. En realidad estamos en el punto culminante de una burbuja. Estamos en un clímax que ha bautizado como el Peak TV. Es decir, la competencia entre televisiones en abierto, canales de pago y nuevas plataformas on-line ha tocado techo. El mercado no puede mantenerse con los actuales niveles de actividad. En el futuro, defiende que se va a producir un descenso paulatino del actual período de efervescencia.
La teoría del Peak TV abre una curiosa perspectiva. Somos privilegiados espectadores de un tiempo que no se va a volver a repetir. Alcanzada la cima, el paisaje empezará a ser diferente en el descenso. En realidad, Juego de Tronos es una alegoría de los tiempos que vive la televisión en la actualidad. Luchas feroces entre reinos que lo fueron todo y ahora ven perdida su hegemonía frente a otros reinos emergentes que avanzan inexorablemente intentando ocupar los territorios colindantes. Las televisiones tradicionales luchan por permanecer en pie, los canales de cable empiezan a sufrir una pérdida de poder evidente y al otro lado del muro, las plataformas online y las nuevas tecnologías amenazan con la llegada del invierno y establecimiento de un nuevo orden mundial. Hay batallas permanentes, persecuciones, torturas y, por supuesto, cuentas pendientes que provocarán venganzas cruentas. Por suerte, al igual que en la serie, los espectadores no participamos en el juego y sólo nos queda disfrutar del espectáculo.
Juego de Tronos(Movistar+) ha vuelto en su sexta temporada. Su horda de enloquecidos seguidores acérrimos se ha movilizado en medio planeta para intentar saber si John Snow revivía o no. Han sido largos meses de espera que a los muy fanáticos del mundo creado por Benioff y Weiss, sobre los libros de George RR Martin, les ha resultado eterno. Yo soy uno de ellos.