Luces Rojas
¿Se atreve Europa a soñar?
Anda el establishment europeo oficialmente preocupado por la desafección ciudadanaestablishment. Con el propósito de evitar que el Europarlamento se llene de voces críticas, oímos un discurso de relegitimación de la UE que apela a las muchas cosas buenas que nos ha aportado, es decir a los frutos del pasado y no a nuestros deseos de futuro.
Desde la autocomplacencia de quien no tiene entre los suyos a los sufridores de la crisis, las élites nos dicen que ésta hubiese sido peor sin el euro (un contrafactual indemostrable que sirve de poco a los que van perdiendo la esperanza) y que la salvación está en una unión bancaria por concretar (lo que malamente puede movilizar a millones de ciudadanos desconfiados de los bancos y de su poder).
Y para el futuro, las visiones institucionales proponen construir lentamente una unión política capaz de competir con mayor eficacia en el tablero global, del que damos por hecho que va a ser cada vez más agresivo y para el que empezamos a envidiar el poder militar del que disponen otros. Es decir, el futuro de la UE en el siglo XXI sería construir un Estado del siglo XX, por no decir del XIX.
Con esto ya renunciamos a construir nuestros sueños, asumimos como dato que la única globalización posible es la que impera ahora y dejamos a los ciudadanos atrapados entre la competencia de países con mucho menos Estado del bienestar que nosotros y la presión de gobernantes que nos proponen un menú hecho de austeridad presupuestaria y rebaja generalizada de salarios.
¿Cuesta entender porqué esto no genera ilusiones? ¿Cómo entusiasmarse cuando la única receta que oímos es la misma ortodoxia que nos llevó a la crisis? ¿Acaso sorprende que una Europa presente y futura con millones de mini-sueldos alimente los miedos, los resentimientos y las utopías regresivas?
Mi personal diagnóstico es que en rebelión respecto a la sociedad a la que sirven, las élites europeas ya no se atreven a soñar. Y como siempre, si renunciamos a construir sueños la realidad se pone a fabricar pesadillas. Cuando dejamos de imaginar algo más complejo y hermoso que lo que tenemos, abrimos la puerta a nuestros miedos y al cerebro de reptil que todos llevamos dentro.
En Europa esta renuncia viene de antiguo, del suicidio colectivo que los políticos de múltiples tendencias cometieron en los años 80 cuando empezaron a explicarnos que en realidad la política no es lo importante, que lo que importa para el futuro son los mercados, la iniciativa privada, la innovación tecnológica y el consumismo financiado.
Y cuando los propios políticos nos repiten que la política ya no importa, ¿cómo pretenden que les hagamos caso en algo? El error es trágico porque tecnificación y globalización no reducen la importancia de la política. La realidad es y seguirá siendo política, y no menos sino más que antes. Política porque nuestro camino se va haciendo por el juego de interacciones entre actores con autonomía de decisión. Más política precisamente porque crecen a la vez el número de actores y la densidad de conexiones entre ellos, en todas las escalas. El resultado de ese error de cálculo ha sido reducir el ámbito de la democracia, aumentando mucho el poder de actores no representativos.
En aquel suicidio de la política democrática colaboramos todos, porque el populismo realmente existente de entonces y ahora nos convenció de una idea poderosa pero falsa, que la persecución egoísta de los intereses individuales es el mecanismo que genera el bien común. Poderosa porque moviliza a mayorías que optan por el egoísmo como paliativo de sus miedos, pero falsa porque ahonda las desigualdades de todas clases y la concentración de riqueza y poder en pocas manos, y por tanto reduce las potencialidades de la gran mayoría.
Así que, en lugar de inventar nuevas formas de hacer política y de concebir el Estado, nos lanzamos con entusiasmo a la "globalización competitiva", un juego ajeno promovido por ciertas élites de EE.UU. y Reino Unido con su propia agenda e intereses, convencidas de que a ese juego tenían mucho que ganar por disponer de mejores herramientas que nadie, incluido el poder militar.
La Historia les ha dado la razón, en primera instancia. Pero en ese juego de ganadores y perdedores, el ganador inicial puede no serlo indefinidamente. Y más allá de que hoy o mañana sea China la gran ganadora, la globalización competitiva es una apuesta de crecer o morir, en la que todos terminaremos siendo perdedores porque fabrica a marchas forzadas una fractura cada vez mayor entre nuestro modo de vida y los recursos que nos proporciona el matrimonio de la Tierra y el Sol. Frente al imperativo ecológico que será la gran fuerza determinante del siglo XXI, la actual globalización es una aceleración constante hacia el abismo.
Ya es hora de (re)construir otro sueño. Y Europa es quien mejor podría hacerlo. Por incompleto que haya sido el desarrollo de su concepto original y salvo el notable precedente de Suiza a pequeña escala, la Unión Europea fue más capaz que nadie de combinar prosperidad y cohesión social, identidades fuertes y ausencia de violencia hacia dentro y hacia fuera, democracia y eficacia y, en una medida todavía incipiente, desarrollo humano y preservación del ecosistema.
Éste es el producto que debemos exportar al mundo, con la ventaja de que sus beneficios se incrementan para todos cuantas más veces sea copiado. Para ello no debemos encerrarnos en nosotros mismos, sino todo lo contrario, reinventar la globalización actual y transformarla en algo diferente, en el "internacionalismo incluyente" que fue el verdadero motor de la mejor construcción europea.
Esto supone soñarnos como un futuro para el mundo, pero desde la absoluta humildad de quien sabe que ha producido lo mejor y lo peor, Mozart y el nazismo. Y también supone una transformación más fundamental, de calado antropológico, sin la cual la Humanidad no tiene futuro: ya es hora de que la Historia deje de ser un campo de batalla para machos alfa (de ambos sexos) y se reinvente en el cuidado del jardín que todos compartimos, con una mano más femenina que masculina. Al fin y al cabo Gaia, nuestra Madre Tierra de la que llevamos abusando mucho tiempo, nos está diciendo, como cualquier madre sensata, que nos dediquemos a desarrollar nuestros talentos y a ser felices, no a acumular cosas inútiles y a matarnos entre hermanos.
Tal vez con un nuevo relato de este tipo, de una Europa capaz de entregarse para construir un mundo en paz consigo mismo y con el planeta, un mundo incluyente, sostenible y en femenino, se pueda volver a ilusionar a una ciudadanía europea que en ciertos momentos fue capaz de avanzar más que nadie por ese camino.
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Lo sé, todo esto suena utópico, porque se basa en creer que el mecanismo que genera el bien común, el que reconcilia belleza y verdad, es la reproducción social de nuestra generosidad innata, aquella misma con la que desde siempre nuestras madres nos dan la vida. Pero dice Edgar Morin que hoy la única posibilidad realista es ser utópicos. ¿Nos atrevemos a soñar?
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Carlos Álvarez Pereira es presidente de la Fundación Innaxis