Observo con alborozo cómo en otros medios están surgiendo por fin iniciativas colectivas para discutir sobre un problema que había venido siendo tabú en nuestro país: el nacionalismo español. Hasta hoy la opinión dominante, difundida y ampliada por los medios de masas ha sido calificar a los nacionalismos periféricos como autoritarios, antidemocráticos y excluyentes, concediendo a la parte nacionalista española el título de sosegada, inclusiva y democrática. Una dicotomía que, en mi opinión, tiene más de falso que de cierto.
Hablo, por supuesto, de la ola de ultranacionalismo o franquismo que se ha extendido por el país, encarnada en el vídeo del gañán a caballo loando al generalísimo o en los grupos fascistas que sin pudor han salido a la calle últimamente. Pero fuera de estas muestras bochornosas que, me temo, pueden esconder un movimiento subterráneo más real de lo que imaginábamos, hablo también del crecimiento de un partido en teoría aún más intransigente con el nacionalismo catalán, como es Ciudadanos, el cual (aunque no creo que en la práctica pudiera serlo), ha visto elevada su intención de voto con sólo criticar la lentitud del Gobierno en aplicar el famoso 155. A más dureza contra las reivindicaciones catalanas mayor premio de apoyo ciudadano. Y también hablo de la extensión de una estrategia puramente punitiva por parte de los jueces y fiscales, auspiciada por el Estado o al menos abonada por el ambiente de justicia revanchista, que ha apretado el acelerador bajo la mirada benevolente de grandes mayorías.
Pero hablo sobre todo del antinacionalismo catalán de corte españolista que nos ha llevado hasta aquí. Creo que es necesario destacar que el comienzo de todo esto hay que achacarlo a un nacionalismo español que es y ha sido excluyente de una realidad político-social que no le convenía reconocer y absolutamente refractario a una reivindicación de más autogobierno catalán que chocaba con su imagen de unicidad identitaria española. El nacimiento del procés fue el resultado de una intransigencia española cargada de prejuicios en aquellos tiempos no tan lejanos en que las reivindicaciones del nacionalismo catalán eran perfectamente legítimas y asumibles. Es esta cerrazón españolista la que ha propulsado, dialécticamente, el crecimiento de las posiciones contrarias por parte del catalanismo, algunas igual o más sectarias y excluyentes que las que estamos hablando.
Y quisiera remarcar el adjetivo "excluyente" y relacionarlo no sólo con el posicionamiento dominante en la derecha política española (y parte de la izquierda), sino también con la forma de proceder de los ejecutivos de Rajoy, según los cuales el logro de la mayoría parlamentaria supone un cheque en blanco para gobernar a golpe de decreto sin tener en cuenta los deseos de los agentes sociales, ni mucho menos entablar el más mínimo diálogo con ellos. Una exclusión, por tanto, con dos raíces, una anti-nacionalista y otra autoritaria.
La exclusión comenzó en la historia cercana negando la realidad de un deseo de mayor autogobierno cuya expresión, consensuada con el gobierno Zapatero, fue el Estatut. La exclusión continuó más tarde al negarse el Gobierno Rajoy a entablar negociaciones sobre financiación en un momento en que los ejecutivos autonómicos se sentían estrangulados. Como se ha demostrado en este estudio, de necesaria lectura, tras el estallido de la crisis, el crecimiento de la desafección al Estado de las Autonomías fue común en toda España, y no sólo en Cataluña. En vez de invocar el “tenemos un problema, Houston”, abrir el melón de la financiación autonómica (que, en la mayoría de los círculos, desde lo político hasta lo académico, se ve como imperfecta), el Gobierno central prefirió lanzar una campaña anticatalana tildando a estos de egoístas y antisolidarios. Sinceramente, va a ser difícil convencerme de que el egoísmo catalán es más acentuado que el de otras autonomías, en especial de aquellas que, en dirección contraria, defienden airadamente sus balanzas fiscales positivas.
Pero sobre todo será difícil afirmarse en lo exagerado del egoísmo catalán cuando gobernar consiste precisamente en gestionar los egoísmos particulares de la sociedad. Si todos los agentes sociales se comportaran con exquisita y perfecta responsabilidad social e impecable solidaridad no sería necesario el gobierno, cosa que naturalmente no es posible. Gobernar es, además, entender que los egoísmos individuales o de grupo condicionan visiones sesgadas y parciales de la realidad. Y la democracia es también la articulación pacífica de todas estas medias verdades que vienen casi impuestas por nuestra diferente posición y cometido social. Entender, negociar, coordinar, pacificar, es la función del gobierno. Despreciar, excluir, marginar, en mi opinión, no debería serlo.
El PP, y gran parte de (por lo menos) la derecha española, ha sentido las reivindicaciones del nacionalismo catalán como si de un atentado se tratara y ha reaccionado a sus reivindicaciones con el insulto. Resulta en todo punto insuficiente entender este rechazo como una opción racional política y no añadirle un componente ideológico de desprecio visceral al sentimiento nacionalista no español. Desde el principio el partido Popular ha tratado a los nacionalistas catalanes como sujetos peligrosos ante los que no cabía legitimidad moral para entablar diálogo.
Las palabras, las actitudes y las políticas no suelen salir de la nada ni ser novedosas. El Partido Popular marginó las reivindicaciones del gobierno catalán mediante estrategias y lenguajes idénticos a los que utilizó con la izquierda abertzale, sin tener en consideración que el nacionalismo catalán era un proceso pacífico y el movimiento abertzale apoyaba por activa o por pasiva actitudes violentas. Se marginaron y se excluyeron por tanto las ideas, no las expresiones violentas, algo que jamás debería hacerse en democracia, y más hacia un gobierno autonómico apoyado detrás por una opinión pública mayoritaria.
El resultado ha sido una profecía autocumplida. En un bucle profético de libro, los nacionalistas acabaron convirtiéndose en lo que les trataron, es decir, en delincuentes del Estado. No es ninguna sorpresa para los historiadores, y me imagino que tampoco para sociólogos o politólogos, que los excluidos de los procesos acaban autoexcluyéndose y buscando vías alternativas de comportamiento fuera de un sistema que no ha intentado o al menos no ha encontrado los mecanismos adecuados para acogerles.
Hablemos claro: no, no habríamos llegado hasta aquí sin un nacionalismo español que ninguneó y despreció las demandas de un importantísimo agente social por el hecho de ser catalán. Y lo hizo desde la derecha política porque toda reivindicación de diferencia es recibida por esta con rechazo en función de una pretendida y a menudo artificial unanimidad de pensamiento e identidad, y desde la izquierda por una apelación a la igualdad que, en mi opinión, se queda coja si no le añadimos el otro componente constitutivo de su modo de pensamiento: la aceptación de la diversidad.
Por esta razón, no habrá principio de solución si no es mediante el respeto que infunde la aceptación de una nación catalana, un reconocimiento que no tiene por qué implicar independencia, sino un tipo de relación bilateral más equilibrada.
El reconocimiento de este hecho se ha vedado persistentemente desde la Transición. Aquellos años tuvieron sus razones de índole histórica y práctica para imponer una conceptualización de las naciones periféricas a medio camino entre el todo y la nada, y no seré yo quien lo critique. Sin embargo, aquel consenso tuvo que asimilar, por el hecho de llegar a un término medio, ciertos valores de la derecha histórica, como es el de la nación española por encima de una plurinacionalidad, que, en mi opinión, se ajusta mucho peor a la realidad sentimental del país que el segundo. A la postre, no es extraño que este consenso no haya sido suficiente ni definitivo.
Por eso, tal vez hoy más que nunca, habría que volver a la conferencia que en 1882 impartió Ernst Renan en la Sorbona de París preguntándose qué es la nación, probablemente una de las aportaciones más lúcidas sobre este tema:
Afirmó primero el filósofo e historiador francés que toda nación es una mentira histórica, fruto de olvidos y medias verdades, de brutalidades e injusticias. Todas. "La esencia de la nación", afirmó, "consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también en que todos hayan olvidado muchas cosas". "El progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad", abundaba. Asombroso que se adelantara casi un siglo a la escuela de Eric Hobsbawm, que probó que toda nación es un artefacto hecho de representaciones teatrales y de pura creación literaria.
Renan continuaba descartando otras razones normalmente esgrimidas (antes y ahora): que las naciones fueran el resultado (solo) de la labor de una dinastía, que lo fueran de la raza (no existe raza pura, como tampoco nación pura racialmente), tampoco de la lengua (¿es Hispanoamérica una nación?) o de la religión. Ni siquiera lo era la comunidad de intereses (las uniones aduaneras no crean naciones, aunque pueden contribuir a ello). En definitiva, la nación no tiene justificación definitiva si la fundamos en la historia, en la lengua, en la raza o la religión. Discutir sobre estos fundamentos frecuentemente nos adentra en callejones sin salida y en cuestiones irresolubles y bizantinas.
Entonces, ¿qué une a una comunidad en una nación? Ni más ni menos que la conformidad con un pasado común y el deseo de seguir compartiendo estos recuerdos (seguramente engañosos, recordemos) en compañía. Supone "el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar una vida en común". Y atención a su definición principal: "La nación es un plebiscito cotidiano".
Esta es su definición más democrática. Enlaza con los argumentos de las revoluciones liberales decimonónicas, pero las supera, porque aquellas sacralizaban a la nación y la eternizaban, mientras que esta definición la convierte en coyuntural, mundana y plenamente democrática. Para el caso que nos ocupa, nos depara varias implicaciones. La primera, que la nación española ha entrado en una crisis de unanimidad que hay que resolver mediante un nuevo plebiscito. La segunda, que Cataluña claramente es una nación: porque una gran mayoría de su población lo considera así, porque por goleada casi todos los que viven en Cataluña desean gobernarse juntos.
Y es que este reconocimiento de nación por parte del Gobierno central es fundamental, vital, para tratar con Cataluña o Euskadi. Primero, porque nace de la aceptación de la realidad y no de su negación. Segundo porque, sin el respeto que este reconocimiento requiere por nuestra parte, nunca lograremos que catalanes o vascos se sientan tratados como esperan. Los temores que esto pudiera suponer en lo político son infundados. Ni el País Vasco ni Cataluña podrán nunca independizarse, por la sencilla razón de que nuestro contexto europeo así lo impide y porque además ambas regiones contienen dentro de sí mayorías inmensas que también se sienten españolas.
Negar la realidad nunca puede ser la base para encontrar soluciones políticas. ____________
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Ramiro Feijoo es profesor de Historia Cultural y director de la Washington University in St. Louis en España.
Observo con alborozo cómo en otros medios están surgiendo por fin iniciativas colectivas para discutir sobre un problema que había venido siendo tabú en nuestro país: el nacionalismo español. Hasta hoy la opinión dominante, difundida y ampliada por los medios de masas ha sido calificar a los nacionalismos periféricos como autoritarios, antidemocráticos y excluyentes, concediendo a la parte nacionalista española el título de sosegada, inclusiva y democrática. Una dicotomía que, en mi opinión, tiene más de falso que de cierto.