Entre mis reconocidas manías tengo la de corregir el lugar común que atribuye al gran Lichtenberg, el maestro de los aforismos, la conocida máxima "Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto". En efecto, se encuentra en las Memorias de un rival de Mazarino, el cardenal de Retz, Jean-François-Paul de Gondi, publicadas más de un siglo antes, en 1675. Y lo más interesante es lo que se suele omitir, pues Retz la concluye así: "y es en ese momento en el que salen de su letargo, pero con convulsiones".
Pues bien, en cierto modo encuentro un rastro de la advertencia de Retz en la última novela que he leído de Petros Márkaris, Universidad para asesinos, en la que el comisario Kostas Jaritos, superviviente a su colega siciliano Montalbano, ha de habérselas con un caso muy particular. Sin incurrir en spoilers, sólo diré que esta vez Jaritos se enfrenta a unos asesinatos que tienen en común que sus víctimas son antiguos profesores universitarios que han dejado las aulas para ejercer en la política con altos cargos institucionales. En mi propio descargo añadiré que he recomendado la novela a buen número de amigos, pese a que el primero de los crímenes afecta a un antiguo profesor de Filosofía del Derecho que ha dejado las aulas para asumir un alto cargo (espero que esto tampoco se tome como una incitación).
El rubrum de todo el relato es el hartazgo de los asesinos (porque los crímenes parecen obedecer a una conspiración que involucra a varios autores; posiblemente a un grupo justiciero o incluso, quién sabe, a una célula terrorista, antisistema), ante lo que consideran una irresponsabilidad, el abandono de las aulas de las Universidades públicas, agravado por el contexto de la crisis económica que ha depauperado a la clase media griega más que en ningún otro país europeo. Márkaris ha sabido describir en sus últimas novelas ese demoledor impacto cultural, económico, social y político. Y aunque en esta última la reacción de rechazo, la cólera que posee a los sufridos ciudadanos griegos desemboque en hybris, en el exceso criminal, la metáfora es muy clara. Muchos griegos, cuenta Márkaris en la huella del cardenal de Retz, han perdido el respeto, se enfadan y algunos de ellos reaccionan con violencia ante las élites que, a su vez, han perdido el sentido de la decencia y actúan de forma desvergonzada.
La falta de respeto ante la clase política se activa ante su inacción (que llega a parecer indiferencia) ante el deterioro palpable, cotidiano, de los servicios que son, que deben ser el objetivo prioritario de la acción política, tal y como ha contribuido a configurarla la hoy denostada socialdemocracia europea. Por cierto, ese modelo que fustigan modernos opinadores, tan agudos en sus ironías sobre la obsolescencia de los dinosaurios socialdemócratas como muy frecuentemente incapaces de ofrecer alternativas que convenzan a la mayoría de los ciudadanos, y no al círculo de privilegiados opinadores. La rabia y el hartazgo, no nos equivoquemos, comienza cuando se percibe cómo la sanidad pública y universal, la enseñanza pública y gratuita desde la primera edad al nivel universitario y la formación profesional, las pensiones dignas, las condiciones iguales de trabajo para mujeres y hombres, el acceso a la vivienda y tantos otros objetivos políticos en que se concreta el ideal de igual libertad, se degradan, porque se ha preferido invertir el dinero de todos en otros objetivos, en aras de la competitividad, la emprendiduría y otros mantras y mandatos (eso sí, supuestamente racionales, los únicos racionales) del mercado todopoderoso.
Por eso, no hay ningún antisistema tan eficaz como los supuestos servidores públicos (qué apropiado es el término inglés que describe a los denostados funcionarios, civil service) que usan el sistema en su propio beneficio, y sobre todo a la élite política, a los que parecen olvidar la lección de Weber: la representación de lo público propia de la legalidad formal racional del Estado moderno y de su burocracia exige asumir como propios los intereses de todos, lo que se concreta ante todo en un primer mandato que deben ejecutar: asegurar esos objetivos para todos. Al olvidarlo y aparecer enredados en disputas que poco tienen que ver con lo que preocupa a los ciudadanos de carne y hueso, que los eligen –nos eligen– para trabajar en cumplir el programa que votaron, hacen dejación de esa tarea, quizá la más noble, que es la política, que no merece ni la crispación ni la porquería que contribuyen a arrojar sobre ella.
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Por eso quizá, junto a la novela de Márkaris sugeriría a nuestros representantes políticos como lecturas de agosto y en todo caso para antes del 23 de septiembre, el Dar(se) cuenta del filósofo Manuel Cruz, que apela a dos esfuerzos que son exigibles a todos los que no quieran abdicar del alma de ciudadanos para ser simplemente clientes, como advirtiera premonitoriamente Ferguson al explorar la evolución de mercado y asamblea como espacios de lo público. Pero, desde luego, lo son de modo muy específico a todos quienes tienen, tenemos, la condición de representantes de los ciudadanos. Se refiere Cruz a la exigencia de consciencia, de tratar de comprender –“date cuenta de lo que estás haciendo”–, pero también a la de responsabilidad –“tendrás que dar cuenta de las consecuencias de tus actos”–. Creo que no es difícil convenir en que, como ya disponen algunas Constituciones más recientes, la ampliación y el refuerzo de los instrumentos y mecanismos institucionales para que la segunda no se reduzca a la cita electoral (no hablo, claro, de responsabilidades jurídicas), es clave para la salud democrática.
Es decir, que algunos deben, debemos, trabajar en este agosto.
Entre mis reconocidas manías tengo la de corregir el lugar común que atribuye al gran Lichtenberg, el maestro de los aforismos, la conocida máxima "Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto". En efecto, se encuentra en las Memorias de un rival de Mazarino, el cardenal de Retz, Jean-François-Paul de Gondi, publicadas más de un siglo antes, en 1675. Y lo más interesante es lo que se suele omitir, pues Retz la concluye así: "y es en ese momento en el que salen de su letargo, pero con convulsiones".