Machismo y violencia invisible

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Julián Casanova

Hubo un tiempo en España, no muy lejano, en que las mujeres estaban relegadas a las labores de su sexo, privadas de cualquier autonomía jurídica, económica y cultural y condenadas a la obediencia y al sacrificio. Cuando todo eso parecía historia, porque se suponía que la democracia había logrado una mayor igualdad entre hombres y mujeres en la educación, en el trabajo y en la participación política, resulta que en los últimos años han aflorado a la superficie las manifestaciones más extremas de la violencia machista: el maltrato y el asesinato.

Esa violencia deriva de las desiguales relaciones de poder que existen entre hombres y mujeres y sus razones son históricas y culturales. Si no se identifican y no se va a la raíz, es muy probable que las leyes y las posibles, y escasas, soluciones que proponen los partidos políticos, resulten insuficientes.

Las normas culturales que regían y rigen en la sociedad española, muy influidas todavía por la educación católica, han tratado siempre a la violencia familiar como un tema privado y en muchas ocasiones como una cosa normal de la vida. Todos hemos escuchado y leído relatos sobre violaciones matrimoniales justificadas por el derecho conyugal o por el poder legítimo de quienes tienen derecho a hacerlo. Esa violencia aparentemente invisible, que sólo se convierte en noticia cuando hay mujeres muertas, amenaza a la estructura familiar más que el divorcio, el aborto o los matrimonios homosexuales y, sin embargo, ha preocupado bastante menos a muchos políticos y casi nada a la jerarquía de la Iglesia católica.

La violencia machista amenaza a la familia porque las víctimas de esa violencia transmiten sus experiencias negativas a los hijos y a quienes están alrededor. Eso quiere decir que la violencia llamada de género no consiste sólo en el maltrato físico o en el asesinato, sino en todas las formas de violencia que perpetúan el balance desigual de poder entre hombres y mujeres. El Estado puede legislar y tiene la obligación de proteger las vidas y la dignidad de las personas. La administración de justicia, la policía, los fiscales y los jueces tienen que reaccionar apropiadamente frente a la violencia machista. Pero el problema continuará mientras no se combata a la cultura masculina, que acepta la desigualdad entre hombres y mujeres, como fuente del problema, una cultura formada en la  infancia  y en la adolescencia y estimulada por algunos medios de comunicación, que transmiten como una cosa normal los anuncios de pornografía o prostitución.

Las campañas para promover la diversidad, la tolerancia y rechazar la violencia son muy importantes, aunque deben ir acompañadas también de una crítica enérgica a la cultura y lenguaje machistas que difunden series de televisión vistas por millones de espectadores. A las asociaciones de telespectadores que se oponen a ellas se les tacha de moralistas o puritanas y se esgrime la libertad de expresión, y la libertad del espectador de cambiar de canal, para continuar difundiendo imágenes y comentarios basados en el dominio y en la humillación del contrario.

Las medidas que los políticos proponen, que pasan por programas de prevención, poner más policía, juzgados especializados y campañas educativas, son urgentes. Educación, prevención y justicia parecen, en efecto, armas muy necesarias para esa lucha.

Pero poco podrá hacerse mientras la publicidad divulgue imágenes basadas en el dominio del hombre sobre la mujer, y nadie haga nada por impedirlo, y los políticos y la sociedad civil no denuncien, y logren impedir, el lenguaje y las actitudes machistas tan presentes en muchos programas de televisión o en muchas páginas de Internet. La tradición patriarcal perpetuaba antes las relaciones de jerarquía y de poder a través de la educación. Ya no es sólo así, por muy importante que siga siendo la escuela. Los medios audiovisuales, las redes sociales y la tolerancia que muestra una parte importante de la sociedad ante la violencia que transmiten, son ahora sus mejores vehículos.

La representación que muchos medios de información hacen de los asesinos como enfermos o psicópatas nos permite a los demás distanciarnos de la locura de quienes cometen esos crímenes, algo que parece que sólo puede ocurrir en familias trastornadas. En realidad, la mayoría de las manifestaciones de violencia contra las mujeres, física o verbal, a la que estamos tan acostumbrados, forma parte de comportamientos adquiridos y aprendidos.

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Y somos los hombres –políticos, padres o educadores– quienes tenemos que comprometernos en ese proceso de cambiar los conceptos culturales en torno a la masculinidad, basados todavía en muchas ocasiones en la violencia, en la agresividad y en otras formas más sutiles de sexismo incorporadas como normales en nuestros comportamientos. Somos una parte muy importante del problema y de la solución, aunque, con nuestra pasividad, sigamos cargando la principal responsabilidad sobre las espaldas de las mujeres. ____________Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

Julián Casanova

 

Hubo un tiempo en España, no muy lejano, en que las mujeres estaban relegadas a las labores de su sexo, privadas de cualquier autonomía jurídica, económica y cultural y condenadas a la obediencia y al sacrificio. Cuando todo eso parecía historia, porque se suponía que la democracia había logrado una mayor igualdad entre hombres y mujeres en la educación, en el trabajo y en la participación política, resulta que en los últimos años han aflorado a la superficie las manifestaciones más extremas de la violencia machista: el maltrato y el asesinato.

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