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La mítica revolución que ya no quiere celebrarse

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Julián Casanova

El Octubre Rojo, la Gran Revolución, el 7 de noviembre de nuestro calendario, ya no se celebra en Rusia. Hace tiempo que a sus gobernantes, con Vladimir Putin a la cabeza, no les interesa ese pasado, antes glorioso, porque no sirve para justificar su presente. Ni siquiera necesitan deformarlo para adaptarlo a sus propios fines. En una conmemoración que divide a Rusia y lo que necesita el pueblo ruso, según Putin, son fiestas nacionales que les unan frente a enemigos exteriores. Como la del Día de la Victoria, la gran fiesta nacional actual, que recuerda cada 9 de mayo el final de la guerra patriótica contra la Alemania nazi. O la del Día de la Unidad Popular, que ya se celebraba en la Rusia zarista, el 4 de noviembre, memoria recuperada de la liberación de Moscú frente a los invasores polacos en 1616, tan cerca del 7 de noviembre que todavía hay rusos que creen que lo que se conmemora es la toma del poder por los bolcheviques.

Pero más allá de las consideraciones sobre los usos públicos de esa conmemoración, lo que ha cambiado en realidad es la visión actual sobre las revoluciones. Durante una buena parte del siglo XX, como nos recuerdan Reinhart Koselleck y David Armitage, la secuencia de grandes revoluciones –la norteamericana, francesa, rusa y china– se vio como “el hilo escarlata” de la modernidad. Frente a las memorias destructivas de las guerras civiles, las revoluciones eran momentos esenciales en la liberación progresiva de la humanidad, una idea que ya había surgido en el siglo XVIII.

Desde 1989, sin embargo, con el derrumbe del comunismo, el triunfo del neoliberalismo y la creciente preocupación por los derechos humanos, resulta ya más difícil ver esas revoluciones, y especialmente la bolchevique en Rusia, sin una conciencia de la espantosa violencia que las acompañó. Se sigue hablando de revoluciones, pero, en palabras de Arno Mayer,  como “celebración de revoluciones esencialmente incruentas por los derechos humanos, la propiedad privada y el capitalismo de mercado”.

Lo que ocurre ahora con la revolución rusa ya lo anticipó la celebración del bicentenario de la revolución francesa. Los ecos de La Marsellesa, muy fuertes cien años después de la toma de la Bastilla, con la Exposición Universal de París en 1889, que tuvo como símbolo principal la inauguración de la Torre Eiffel, sonaron en el bicentenario ya totalmente revisados por el despertar de una historiografía “contrarrevolucionaria”, que modernizaba el antiguo discurso y representaba la revolución –François Furet fue en eso el maestro–como un acontecimiento totalmente negativo para Francia y el mundo. Se trataba del primer modelo de desviación “totalitaria” de la historia contemporánea, porque el terror, desde el jacobinismo al bolchevismo, formaba parte de la ideología revolucionaria. Desde esa posición, como desde la de Putin ahora, la conmemoración carece de sentido, porque sin esas revoluciones, la historia de Francia y de Rusia, al transcurrir por un camino “normal”, de “evolución” gradual, se hubieran evitado millones de víctimas.

Pero las diferentes visiones morales sobre el comunismo, su utopía, los sueños y pesadillas que generó, resultan poco útiles para explicar cómo y por qué la revolución estalló en Rusia en febrero de 1917, la caída de la autocracia zarista, la conquista del poder por los bolcheviques y los efectos que todos esos acontecimientos tuvieron en la configuración del mundo del siglo XX. Por eso, para los historiadores, es tiempo de hacer balance, de recordar al público no especializado el caudal de nuevas historias que comenzaron a aparecer tras el desplome de la Unión Soviética en 1991 y la apertura de archivos.

Esas nuevas historias han permitido investigar e interpretar con una mejor perspectiva la espiral de conflicto, cambios, sueños, decepciones y violencia que se desató en la Primera Guerra Mundial y continuó después durante los años de la revolución y guerras civiles. Para comprender el complejo escenario cultural y social del imperio ruso, un buen número de historiadores han incorporado nuevas visiones sobre identidades de clase, género, nacionales, étnicas y religiosas, que se han sumado a la historia política y social de las revoluciones presente ya desde finales de los años sesenta del pasado siglo.

El balance historiográfico es diverso, privilegiado, a la altura de los grandes debates sobre la revolución francesa, impregnado también de usos políticos desde el presente y de diferentes visiones en torno a las conmemoraciones.

Las visiones históricas están sujetas a revisión y cambios con el tiempo, porque la historia no es una mera narración de hechos, vacía de interpretación, sino un análisis del pasado fundamentado en las pruebas disponibles. Aunque el conocimiento del pasado está limitado por las disputas entre historiadores, por los diferentes puntos de vista, por la tensión entre subjetividad y objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes para apoyar las ideas favoritas.

No situar los hechos en su contexto histórico apropiado conduce a perspectivas ahistóricas y a leer el pasado con los ojos del presente. Si las celebraciones oficiales sirven solo para alimentar relatos míticos, simplificados, para consumo popular, a mayor gloria del poder, es mejor que las batallas y polémicas queden entre historiadores.

Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente difundidas por los medios de comunicación, contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles, entendidas en el contexto en que se produjeron. Planteada de esa forma, la historia rescata tradiciones inventadas desde el presente y proporciona lecciones morales.

Por eso la revolución de 1917 en Rusia puede ser para muchos, hoy, cien años después, un acontecimiento terminado, muerto. Para los historiadores, sin embargo, es un buen momento para aumentar nuestro conocimiento y nuestra capacidad para comprenderlo. Y difundirlo de tal forma que mucha gente lo entienda. _______

Los bolcheviques luchan en las librerías

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Julián Casanova, historiador, es autor de 'La venganza de los siervos. Rusia 1917' (Crítica).

 

 

El Octubre Rojo, la Gran Revolución, el 7 de noviembre de nuestro calendario, ya no se celebra en Rusia. Hace tiempo que a sus gobernantes, con Vladimir Putin a la cabeza, no les interesa ese pasado, antes glorioso, porque no sirve para justificar su presente. Ni siquiera necesitan deformarlo para adaptarlo a sus propios fines. En una conmemoración que divide a Rusia y lo que necesita el pueblo ruso, según Putin, son fiestas nacionales que les unan frente a enemigos exteriores. Como la del Día de la Victoria, la gran fiesta nacional actual, que recuerda cada 9 de mayo el final de la guerra patriótica contra la Alemania nazi. O la del Día de la Unidad Popular, que ya se celebraba en la Rusia zarista, el 4 de noviembre, memoria recuperada de la liberación de Moscú frente a los invasores polacos en 1616, tan cerca del 7 de noviembre que todavía hay rusos que creen que lo que se conmemora es la toma del poder por los bolcheviques.

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