Las elecciones del 20-D no han dado mayoría suficiente para formar gobierno a ninguna de las fuerzas políticas en liza a causa de la robusta consolidación parlamentaria de dos nuevos partidos, uno en la derecha y otro en la izquierda del hemiciclo. Se ha producido un amplio consenso en que el final del bipartidismo conlleva la apertura de una fase nueva en la política española, la de la negociación y el pacto. Para evitar sorpresas, hay que tener bien presentes los motivos por los que forma parte del consenso la calificación como nueva de la fase abierta después del 20-D en la política española. La negociación y el pacto son instrumentos inherentes a la gobernanza de cualquier democracia asentada y, desde el inicio mismo de la Transición, la política interior de nuestra democracia se ha regido por la idea de que gobernar es pactar con una notoria excepción. En los últimos cuatro años, el gobierno de Mariano Rajoy ha sido reacio a la negociación y el pacto, incluso en cuestiones cruciales para la ciudadanía. Bajo tan nefasta gestión de su mayoría absoluta, ese gobierno se ha permitido introducir dolorosos recortes en el bienestar social de las clases medias y trabajadoras y, año tras año, ha contemplado impávidamente el crecimiento del malestar popular en Catalunya que ha desembocado en el insólito desafío del independentismo. La negociación y el pacto, ineludibles después de las elecciones del 20-D, exigen poner al frente del gobierno un presidente convencido sinceramente de su eficacia cuando se trata de rectificar la política de recortes del bienestar social y de abordar la solución del problema catalán con el rigor político que corresponde a su importancia.
Obviamente, Mariano Rajoy está lejos de reunir las condiciones necesarias para alcanzar esos objetivos, incluso prescindiendo de que persiste en su política de enfrentamiento y amenazas hacia Catalunya excluyéndola de sus actuales ofertas de pacto reiteradas e imprecisas. Por esta razón, resulta sorprendente la naturalidad con que considera que los resultados electorales le designan como presidente del futuro gobierno. Es cierto que los votantes han dado a su partido el primer lugar en el intento de formar gobierno pero Rajoy sabe que no es el único miembro del PP habilitado para asumir esa tarea. En atención al difícil momento que España y el PP atraviesan después de las elecciones del 20-D, su mentor, José María Aznar, ha evocado este hecho al solicitar la reunión inmediata del Congreso del partido para renovar la dirección, iniciativa a la que Rajoy opuso un no perentorio. Más todavía, en democracia no es extraña la renuncia del líder de un partido que, como le ha sucedido al PP, ha fracasado en las elecciones al obtener 63 diputados menos, perdiendo el 33% de los que tenía en la legislatura anterior y con ello la mayoría de que disfrutaba. En esta tesitura, Rajoy está haciendo gala de la misma insensibilidad política que mostró al aparecer los papeles de Bárcenas, tesorero del PP por designación suya. Como le fue recordado en su debate con el líder del PSOE, ante un hecho de tanta gravedad no supo dimitir como líder del PP para que la responsabilidad del mismo recayera enteramente sobre su persona y no tuviera que asumirla el partido en su conjunto como así ha sucedido. Además, Mariano Rajoy, hombre muy proclive a apelar a la herencia recibida para enmascarar sus propias limitaciones, en cuatro años de gobierno, legará a su partido y a sus aliados catalanes una situación que hace improbable la investidura de cualquier líder del PP como presidente del nuevo Gobierno.
En cuanto a los aliados catalanes, la ruptura de CiU, socio habitual del PP, y la deriva de CDC, su principal componente, hacia el independentismo son el fruto de la política del Gobierno Rajoy hacia Catalunya, incluida su responsabilidad en la sentencia del Tribunal Constitucional de junio de 2010 sobre el Estatuto de 2006. La política anti-catalana abanderada por Rajoy, sus acciones concretas de erosión de las competencias de la Generalitat y otras de semejante naturaleza, no fue una improvisación. Como líder de la oposición a partir de 2004, acumuló precedentes de su actuación gubernamental tan sonoros como las famosas campañas de boicot desplegadas contra la economía catalana y las de recogida de firmas para el repudio del Estatuto de Catalunya de 2006. Después de la sentencia de 2010, la reacción de los ciudadanos catalanes ante esa política fue multitudinaria, pacífica e inequívoca en sus diversas expresiones. Ante la impavidez del gobierno de Rajoy frente a esas manifestaciones de malestar, a partir de la de septiembre de 2012, la reacción cívica catalana fue decantándose progresivamente por la independencia. El presidente de la Generalitat Artur Mas quiso hacer suyo el malestar popular enarbolando la reivindicación de la independencia y convocando unas elecciones autonómicas anticipadas en noviembre de dicho año que fueron un fracaso para CiU.
La imprudente política de Rajoy hacia Catalunya no tiene interpretación racional. Limitarse a amenazar al Gobierno y a los ciudadanos de Catalunya con utilizar contra ellos todo el peso de la ley o dedicar su esfuerzo prioritario a judicializar el conflicto, no es la política que cabe esperar de quien insiste en autoproclamarse adalid único de la unidad de España y de la igualdad de los ciudadanos españoles. Una política tan insustancial ante la fuerza que iba alcanzando el independentismo sería más propia de quien pretendiese provocar la ruptura de la concordia en la sociedad civil catalana y la transformación de una reacción pacifica de sus ciudadanos en un estallido violento, un nuevo 7 de octubre de 1934. De momento, el único resultado tangible de la política anti-catalana de Rajoy ha sido la destrucción de CiU, tradicionales aliados del PP, cuyo vacío ocupa Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), debilitada por su alianza con CDC, y al margen del proceso independentista, la consolidación de un partido emergente BCN En Comú que ha conquistado la alcaldía de Barcelona y con doce diputados puede aspirar a tener grupo parlamentario propio en el Congreso.
La actuación de Rajoy al frente del Gobierno ha sido también destructiva para el mejor legado que había recibido de sus antecesores en el PP. Tal vez el mayor servicio prestado por Manuel Fraga a las derechas españolas fuese convertir Alianza Popular, reducto final del franquismo político, en un partido aglutinador de todos los matices desde la ultraderecha hasta el conservadurismo más moderado y liberal. Aznar supo aprovechar el artilugio del PP para acceder al poder en 1996 poniendo especial cuidado en reforzarlo con la colaboración del catalanismo político de CiU también moderado. En estos años de gestión de Rajoy desde la presidencia del gobierno, las previsiones de un descalabro del PP en las futuras elecciones generales propiciaron la creación de un nuevo partido que recuperara para la derecha al votante disconforme con esa gestión. Esta iniciativa se puso en marcha desde Catalunya con un catalán, Albert Rivera, al frente del nuevo partido Ciutadans (C’s) que, arraigado en toda España y normalizada la situación política después de las futuras elecciones, pudiera desempeñar el papel que, en otros países europeos, desempeñan los partidos liberales alejados del conservadurismo radical. Hay que reconocer que el partido de Albert Rivera ha cumplido correctamente con la misión encomendada al obtener 40 diputados en las recientes elecciones lo que le convierte en una fuerza política de peso en un Congreso de 350 diputados. El fracaso de la operación procede del descalabro del PP, de la decepción de sus votantes de 2011, que ha sido mayor de lo esperado al darle solamente 123 diputados, lejos de los entre 130 y 140 que le auguraban los expertos. Un resultado que confirma la desoladora herencia política que Mariano Rajoy deja a la derecha española, la ruptura de su unidad política pues el PP tiene que contar desde ahora y en el futuro con otro partido bien asentado en lo que fue su terreno exclusivo.
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En este panorama, la responsabilidad de intentar la formación de un gobierno que garantice la estabilidad política recaerá en el PSOE. El establishment, que no admite abiertamente el fracaso del PP, propaga que las elecciones del 20-D han sido un fracaso para el PSOE y que las disputas internas incluso ponen en peligro su supervivencia. Una opinión poco respetuosa con el resultado de las elecciones y que deposita demasiada confianza en el potencial destructivo de las disputas internas entre los líderes de un partido pues suelen desactivarse en cuanto asoman las expectativas de una acción política que requiere la colaboración de todos. El PSOE con 90 diputados es la segunda fuerza política en el nuevo parlamento, situación que lo convierte en la base de la estabilidad del futuro gobierno español y que no puede calificarse de fracaso por lo menos desde el punto de vista de las encuestas y augurios que habían pronosticado su irrelevancia después de las elecciones del 20-D. El fallo de estos pronósticos del establishment debe mucho, a mi entender, a que Pedro Sánchez en el cara a cara reprochara a Mariano Rajoy su carencia del sentido de la responsabilidad política personal, rompiendo así el estruendoso silencio que dentro y fuera del PP se ha guardado sobre esta faceta de su personalidad.
En un envite que pudo apostar prematuramente por la aventura de una repetición de las elecciones, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, exigió la celebración en Catalunya de un referéndum sobre la independencia para apoyar un gobierno de izquierdas como salida de la crisis. Lo que Catalunya necesita es que las ofertas de reforma de la Constitución, en un sentido más o menos federal, vayan apoyadas en un proyecto político concreto que corrija los defectos de las normas, sean constitucionales, estatutarias o legislativas, que han hecho posible las actuaciones provocadoras del malestar actual en Catalunya. A título de ejemplo, que no pueda repetirse la aberración democrática de que un Tribunal Constitucional, sujeto a manipulaciones gubernamentales, pueda corregir un Estatuto autonómico que ha tenido el voto favorable del Congreso de los Diputados en que reside la soberanía popular y que ha sido refrendado por los ciudadanos de la Comunidad; o que el ministro de turno no pueda interferir en el funcionamiento del sistema escolar de las comunidades con lengua propia creando problemas donde no los había; o que las dotaciones financieras del gasto público en educación, sanidad y dependencia se establezcan según la magnitud de los colectivos afectados en cada comunidad para respetar la igualdad entre todos los ciudadanos españoles; o que en la aplicación de la solidaridad interterritorial exista un fondo único de nivelación con prohibición de que la administración central realice transferencias de recursos a una comunidad al margen del mismo.
Josep Lluís Sureda (Palma de Mallorca, 1923) es catedrático jubilado de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona (1953). Asesor del presidente Tarradellas en la negociación con el presidente Suárez sobre el restablecimiento de la Generalitat de Catalunya 1977). Primer vice-presidente de la Comisión de Traspasos Estado-Generalitat (1977-1980). Ha publicado recientemente Fantasía y Realidad en el expolio de Barcelona Traction- Apunte para una biografía de Juan March Ordinas (Civitas, 2014), galardonado con el Premi Joan Sardà Dexeus 2015 del Col·legi d'Economistes de Catalunya.
Las elecciones del 20-D no han dado mayoría suficiente para formar gobierno a ninguna de las fuerzas políticas en liza a causa de la robusta consolidación parlamentaria de dos nuevos partidos, uno en la derecha y otro en la izquierda del hemiciclo. Se ha producido un amplio consenso en que el final del bipartidismo conlleva la apertura de una fase nueva en la política española, la de la negociación y el pacto. Para evitar sorpresas, hay que tener bien presentes los motivos por los que forma parte del consenso la calificación como nueva de la fase abierta después del 20-D en la política española. La negociación y el pacto son instrumentos inherentes a la gobernanza de cualquier democracia asentada y, desde el inicio mismo de la Transición, la política interior de nuestra democracia se ha regido por la idea de que gobernar es pactar con una notoria excepción. En los últimos cuatro años, el gobierno de Mariano Rajoy ha sido reacio a la negociación y el pacto, incluso en cuestiones cruciales para la ciudadanía. Bajo tan nefasta gestión de su mayoría absoluta, ese gobierno se ha permitido introducir dolorosos recortes en el bienestar social de las clases medias y trabajadoras y, año tras año, ha contemplado impávidamente el crecimiento del malestar popular en Catalunya que ha desembocado en el insólito desafío del independentismo. La negociación y el pacto, ineludibles después de las elecciones del 20-D, exigen poner al frente del gobierno un presidente convencido sinceramente de su eficacia cuando se trata de rectificar la política de recortes del bienestar social y de abordar la solución del problema catalán con el rigor político que corresponde a su importancia.