La socialdemocracia, ¿cómplice o adversaria?

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Huele a entreguerra. Huele a ese periodo de la historia magistralmente ilustrado en Lords of Finance que dio paso a los nacionalismos radicales. Un periodo definido por su inestabilidad política y económica, por una crisis económica arrastrada, por una deuda inasumible y humillante, exigida desde la moral y por una camisa de fuerza monetaria, unos tipos de cambio fijos que generaban asimetrías entre estados y forzaban políticas deflacionarias de austeridad. Unas políticas que, durante una década en Reino Unido o en el periodo del Canciller Heinrich Brüning alimentaron el extremismo que arrastró a Europa abismo.

Huele a nacionalismo y a miedo. Huele otra vez a esa sutil, recurrente convicción alemana de razón y virtud, a esa suave asunción de que el resto de países debemos saber cuál es nuestro lugar en la jerarquía, a esa percepción de que cuestionar lo decidido por los superiores, es insolencia.

Huele a tormenta, y a petricor. Hemos constatado en el retumbo que la democracia ha dado paso a los que saben lo que nos conviene. Hemos visto en un relámpago al poderoso humillando al débil. Oímos, como truenos, que solo son posibles unas políticas. Y los que se oponen, caen fulminados.

¿Qué papel ha jugado la socialdemocracia?

Los errores de análisis y visión, se pagan. La socialdemocracia apostó sin apenas crítica interna por el euro y esa falta de análisis se ha vuelto ahora fatal para su proyecto político de igualdad.

En el plano económicoplano económico, es ya sabido que la puesta en marcha de una moneda con serias deficiencias, sin mecanismos de transferencia que amortiguasen los choques asimétricos, fue un acierto solo para determinadas políticas y para el modelo productivo alemán. En realidad, como apunta Wolfgang Münchau, el euro es más un tipo fijo de cambio tóxico que una moneda única. A su calor, se crearon instituciones con un alto grado de discrecionalidad y de informalidad, sin control democrático de la ciudadanía, como el Eurogrupo, o como el BCE, con una arquitectura institucional puramente ordoliberal y cuasi-deflacionaria para un euro que recuerda al patrón oro. Cuando el sudden stop de los flujos de liquidez norte-sur secó de liquidez, inversión y consumo unas economías del sur adaptadas a esos flujos (Paul de Grauwe), el diagnóstico ordoliberal de la competitividad y el despilfarro público se impuso. Se aprobaron nuevas vueltas de tuerca, como el Pacto del Euro, que apuesta por la competitividad, por menos protección laboral y la “sostenibilidad” del estado del bienestar o legislaciones como el two pack o el sixpack, ampliando el pacto de estabilidad y crecimiento hasta el control de los presupuestos de los estados de la UE. La reducción del estado del bienestar y la regla de oro pasaron a ser elementos casi constitucionales en la Unión Europea, especialmente en la zona euro y, como muestra Ignacio Urquizu en su libro La Socialdemocracia ¿qué crisis?, los partidos socialdemócratas dentro de la zona euro interiorizaron las limitaciones impuestas por el corsé del euro limitando sus demandas de izquierdas.

En el plano políticoplano político, desde una bella voluntad europeísta se aceptó la reunificación de Alemania y la ampliación de la UE a múltiples países del este sin apenas controles o garantías del mantenimiento del equilibrio existente. La Unión Europea franco-alemana, norte-sur, mutó hacia un juego de contrapesos entre norte, sur y este como ilustran Naurin y Lindhal. El eje franco-alemán dejó de ser el central y, en su lugar se situó gradualmente el actor que vertebra las tres placas tectónicas, Alemania, pivotando ahora con el norte, ahora con el este, ahora con Francia y el sur, desplegando su influencia en nuevas instituciones y apostando por la dinámica intergubernamental. En poco tiempo, el mensaje estaba lanzado: nada o casi nada en asuntos monetarios o macroeconómicos podía aprobarse sin Alemania. La sombra del poder o del voto, el convencer a los demás de que tienes el poder o lo vas a ejercer, es muchas veces el propio poder.

En toda esta deriva hacia un proyecto ordoliberal, ¿ha sido la socialdemocracia engañada? ¿No podía hacer otra cosa? ¿Es un problema de captura ideológica de las élites socialdemócratas por el poder económico? Es difícil saberlo, pero si no fueron conscientes de lo que estaban alimentando, su falta de visión política es imperdonable y si lo sabían, lo sospechaban o consintieron buscando el corto plazo, su falta de visión es injustificable. Incluso desde el cinismo más racional, legitimar instituciones o cambios de equilibrios políticos que socavan los cimientos de tu proyecto político es peor que un crimen: es un error.

¿Qué papel le queda a la socialdemocracia?

En el brillante artículo de Victor Lapuente “Socialdemocracia, las crisis le sientan muy bien” el autor defiende una tesis clásica. La socialdemocracia triunfa cuando se modera y pacta, cuando cede. Su esencia es la tierra de nadie entre solidaridad y mercado, no la igualdad. La socialdemocracia ha logrado sus mayores triunfos cuando busca esa tierra de nadie, dominando el centro político. Pero en su argumentación Lapuente omite, me temo, muchos elementos clave.

En primer lugar omite el papel de la URSS. La amenaza soviética es un factor que no se puede obviar para explicar el éxito de la socialdemocracia. En segundo lugar, debido a tendencias sociodemográficas y a la convicción casi religiosa de un marxismo en su cúspide, el liberalismo jugaba a la defensiva y la estrategia del pacto entonces era óptima para la socialdemocracia, pues establecía como razonables y constitucionalizaba desde la negociación los cambios ideológicos que proponía. Y para terminar, Lapuente evita reconocer que el verdadero poder, nunca está del lado de la igualdad. Sin un contrapeso adecuado y una voluntad firme, una negociación se convierte siempre en una cesión.

Negociar sin buscar ganar ha demostrado ser en este momento histórico en el que la ideología liberal ha perdido el miedo al comunismo una estrategia que ya no funciona. No solo permite al liberalismo presentarse como razonable y constitucionalizar sus preceptos básicos, sino que compromete a la socialdemocracia con valores y proyectos como la regla de oro, la austeridad, la “sostenibilidad” del estado del bienestar y la apuesta por el libre mercado y el TTIP, que contravienen su proyecto político de igualdad.

Pero, ¿se puede renunciar a la negociación, a la transacción? Por supuesto que no. Lapuente tiene razón en que la negociación y el acuerdo, la moderación y la cesión, son centrales para la socialdemocracia. Pero la confusión estriba en que esas estrategias, el grado y el tono de las mismas son instrumentales para conseguir el objetivo, la igualdad, no objetivos en sí mismos. Negociar para que tu adversario prospere promoviendo sus marcos y políticas no es inteligente ni racional y decir eso no significa renunciar a la negociación. El problema no es la falta de voluntad de paz. El problema es no prepararse para la guerra: si vis pacem, para bellum.

La socialdemocracia ha interiorizado su papel de derrotada y su debilidad en la negociación hasta tal punto que no acude a la batalla con cartas y voluntad ganadora. Acude a la negociación, sí, ya derrotada: como dijo Margaret Thatcher, "su mayor victoria no fueron sus políticas sino que Tony Blair no diese la batalla para cambiarlas". Además, la socialdemocracia evita deliberadamente que se visibilice su derrota, lo cual es un error: a veces es esa visibilidad la que siembra la semilla de futuras victorias y su ausencia indica aquiescencia o acuerdo con el adversario.

Si algo puede aprender la socialdemocracia del fiasco griego es que, siendo derrotado abrumadoramente, Tsipras, de alguna forma, ha vencido a Alemania. Negociando a máximos y mostrando la victoria y la derrota por lo que son, ha mostrado que Alemania impone una opción política concreta, ha desenmascarado unas fuerzas que parecían casi invisibles. A veces, pelear con claridad por lo que defiendes, dar la batalla y perder, ilumina a los vencedores y a los vencidos, y muestra que si hay alternativas a las políticas liberales, planteadas como inevitables.

¿Cómplice o adversaria?

Al final, estas son las dos opciones que tiene la socialdemocracia. Incluso manteniendo su estilo y su moderación, su negociación continúa, la socialdemocracia tiene que reflexionar sobre si su estrategia negociadora clásica funciona en el siglo XXI. Son muchos años ya de retroceso continuado, de derrotas silenciosas, de constitucionalización de la desigualdad, y de legitimación del ordoliberalismo como para seguir apostando por una estrategia que, en Europa, ha demostrado su impotencia. Hay que seguir negociando, cediendo y pactando, sí, pero con otro tono, abandonando la capitulación previa y el silencio en la victoria y la derrota. Hay que recuperar la voluntad de hegemonía. A veces tocará disentir y fracasar contra el poder hasta que sea evidente quién gana y por qué gana. Y, por supuesto, hay que dejar de legitimar los marcos y las políticas liberales.

La socialdemocracia lleva décadas ya de retroceso continuado, tanto electoralmente como en su proyecto de sociedad. Es hora de reflexionar y cambiar de estrategia. La negociación y el tono es solo un instrumento, no un objetivo.

El objetivo es la igualdad.

Reflexiones socialdemócratas

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Ignacio Paredero Huerta es sociólogo, politólogo y becario FPU en la Universidad de Salamanca, donde imparte docencia. Su tesis se centra en las divisiones sociopolíticas Norte-Sur-Este en la Unión Europea, para la cual ha realizado una estancia de investigación en el Parlamento Europeo.

Huele a entreguerra. Huele a ese periodo de la historia magistralmente ilustrado en Lords of Finance que dio paso a los nacionalismos radicales. Un periodo definido por su inestabilidad política y económica, por una crisis económica arrastrada, por una deuda inasumible y humillante, exigida desde la moral y por una camisa de fuerza monetaria, unos tipos de cambio fijos que generaban asimetrías entre estados y forzaban políticas deflacionarias de austeridad. Unas políticas que, durante una década en Reino Unido o en el periodo del Canciller Heinrich Brüning alimentaron el extremismo que arrastró a Europa abismo.

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