Para vivir sin miedo

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Montaigne representa, para muchos de nosotros, un cierto ideal del espíritu europeo, el que encarna en sus Ensayos, quizá el ejemplo por antonomasia del pensamiento humanista a reivindicar hoy. Un humanismo crítico, con raíces en un sano escepticismo, que evita los Scyllas del “buenismo” abstracto, tanto como los Charybdis del pesimismo paralizante.  Estudioso del comportamiento humano y de la historia, se mostró siempre alejado de las utopías idealistas y más próximo a los dictados de la prudencia, del arte de hacer posible una convivencia en paz. El argumento que le pareció central fue el que probablemente tomó de Cicerón: “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por sí inmoral”, y también de la sabiduría de la jurisprudencia romana que señaló como uno de los tres principios básicos del Derecho el neminem laedere, el evitar causar daño a alguien. No hacer daño, evitar la crueldad, como condiciones sine qua non de la convivencia.

Si invoco esta herencia de Michel de Montaigne es porque creo que uno de los principios, de las convicciones que guían lo que podríamos llamar el progreso moral, social y, por ende, jurídico y político, al que tanto ha contribuido la mejor tradición europea, la que tiene esas raíces que acabo de recordar y que se prolonga en la Ilustración, en el liberalismo y el ideal de fraternidad del socialismo, pero también en los movimientos que hoy impulsan el Green New Deal entendido como contrato social para la justicia, es precisamente éste de la lucha contra la crueldad y la humillación. Cualquiera que haya leído las inmortales páginas con las que el marqués de Beccaria siembra la concepción de un Derecho penal garantista lo sabe. Puede parecer un programa de mínimos, pero no lo es. Creo que lo explica muy bien, en su ensayo El liberalismo del miedo, la filósofa Judith Shklar, que compartió con otras grandes filósofas del XX (Arendt, Zambrano), la experiencia del exilio –refugiadas, a fin de cuentas– y a quien he leído con creciente interés gracias al buen consejo de la profesora Alicia García Ruiz, estudiosa de Shklar, traductora de algunos de sus ensayos y seguramente quien, entre nosotros, mejor conoce su obra.

En efecto, la línea que lleva desde el prudente humanismo de Vives a Montaigne, hasta el liberalismo de Mill corregido por Shklar, es ésta de contención del daño que, en definitiva, es el espíritu mismo del Estado de Derecho, en su primera formulación, la liberal. Se trata de tener los instrumentos para controlar los inevitables excesos del poder (Lord Acton), su arbitrariedad. Pero, como ha advertido Honneth en su clarividente estudio sobre la filósofa nacida en Riga, Shklar no se detiene ahí y advierte la necesidad de dar voz y proteger a quienes encarnan “los rostros de la injusticia” que dan título a otro de sus libros.  Creo que Shklar coincide con quienes, desde la filosofía política y jurídica, señalan que la tarea más urgente para una política decente es reparar lo injusto concreto, el daño causado a las necesidades básicas de un tercero, a sus derechos. Evitar la crueldad, el sufrimiento humano, es, a su juicio, condición indispensable de todo comportamiento que se quiera digno de tal nombre. Y no sólo la crueldad física, la violencia, sino la crueldad que se manifiesta en la humillación moral. Comenzando por el test más sencillo de ese daño: la humillación moral de negarle la igual condición de sujeto de derechos.

En otras palabras, si se legitima el Derecho es precisamente, como sostiene Ferrajoli en convergencia con Shklar –aunque aquél lo proponga desde posiciones ideológicas muy alejadas del liberalismo–, en la medida en que aparece como la ley del más débil, el escudo de los más vulnerables, de los que no tienen voz ante ese Derecho que tantas veces parece sólo la voz del poder. Dar voz a todos aquellos que conocen la experiencia de vivir con miedo, nada menos que una buena parte de la población mundial, como lo ejemplifican los refugiados, los inmigrantes forzosos, y todos aquellos, todas aquellas que pueden hacer suya la frase de Roy en Blade Runner: “Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo”.

Aquí convergen, por mucho que escandalice a los amantes de categorías simplistas, lo mejor de la tradición liberal con la socialista de la fraternidad, tal y como quisiera el socialista español Prieto. El motor común que les aproxima es la necesidad de dar respuesta al lema del liberalismo económico, de esa ideología de mercado que proclama el “¡sálvese quien pueda!”, en la creencia de que, en efecto, el triunfo en el mercado es la prueba de una política de libertad y de justicia reales, las únicas posibles. Una ideología que olvida que las más de las veces eso es a costa de la desigualdad, del olvido de los demás y en particular de los más débiles: un coste inaceptable en términos de daño y humillación. Esa es la razón, explica de nuevo Honneth, de que Shklar exija junto a la autonomía política (el derecho a ser ciudadano, a decidir mediante el voto), la autonomía económica, que se concreta en tener las mismas oportunidades para “ganar el pan sin miedo y sin favor”, un modelo ausencia del miedo en el orden económico igual libertad para todos

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Montaigne representa, para muchos de nosotros, un cierto ideal del espíritu europeo, el que encarna en sus Ensayos, quizá el ejemplo por antonomasia del pensamiento humanista a reivindicar hoy. Un humanismo crítico, con raíces en un sano escepticismo, que evita los Scyllas del “buenismo” abstracto, tanto como los Charybdis del pesimismo paralizante.  Estudioso del comportamiento humano y de la historia, se mostró siempre alejado de las utopías idealistas y más próximo a los dictados de la prudencia, del arte de hacer posible una convivencia en paz. El argumento que le pareció central fue el que probablemente tomó de Cicerón: “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por sí inmoral”, y también de la sabiduría de la jurisprudencia romana que señaló como uno de los tres principios básicos del Derecho el neminem laedere, el evitar causar daño a alguien. No hacer daño, evitar la crueldad, como condiciones sine qua non de la convivencia.

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