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En unos meses se cumplirá un lustro de la firma del Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto entre Colombia y las FARC, rubricado el 24 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de Bogotá. Dos meses antes, en un acto solemne en presencia de los principales mandatarios latinoamericanos, el entonces presidente de la República, Juan Manuel Santos, y el líder guerrillero delegado, Rodrigo Londoño Timochenko, habían firmado en Cartagena de Indias el acuerdo original que culminaba las negociaciones emprendidas años antes en La Habana.
Sometido a referéndum, contra todo pronóstico el primer acuerdo no consiguió su ratificación popular por un escaso margen. La campaña plebiscitaria pronto se tornó en clave de polarización política entre el gobierno y la oposición conservadora más radical, deshaciendo el amplio apoyo con que contaba el proceso de paz en la opinión pública. La comunidad internacional había hecho una apuesta decidida por el diálogo y la solución pacífica, que se vio refrendada por la concesión del Premio Nobel de la Paz en 2016. El traspié del referéndum fue resuelto con agilidad al convocar a las fuerzas políticas a un pacto nacional para salvar el proceso, que desembocó en tiempo récord en una revisión del acuerdo con cinco puntos de mejora relativos a desarrollo agrario, priorización de las víctimas, apertura de cauces de participación política, compromisos firmes de fin del conflicto y mecanismos de verificación.
El último informe (2020) del Instituto Kroc, con mandato de las partes para prestar el apoyo técnico al seguimiento y verificación de los acuerdos, muestra que la implementación se encuentra en la senda de abordar los objetivos de medio y largo plazo, una vez cumplidos mayoritariamente los objetivos de corto plazo. En términos globales, en torno al 30 % de las 578 disposiciones derivadas del Acuerdo Final se han completado, un 20 % están avanzadas y la otra mitad en un estadio inicial de cumplimiento.
Se ha producido un recrudecimiento en los enfrentamientos entre los sectores guerrilleros disidentes —denominados «grupos armados organizados residuales» (GAOr), en la terminología oficial— con la Fuerza Pública en territorios estratégicos para la consolidación de la paz. Las medidas de seguridad establecidas, como ya ocurriera en otros intentos históricos de parar la violencia con participación política (caso de la Unión Patriótica en el proceso conducido durante el mandato del presidente Belisario Betancur en la década de los años ochenta del siglo pasado), no han impedido que se sigan produciendo amenazas y asesinatos selectivos de combatientes desmovilizados y líderes sociales con un papel relevante asignado en el cumplimiento de los acuerdos. En 2020 se registraron hasta 73 asesinatos de esta naturaleza, que el Partido Comunes (nuevo nombre adoptado desde este año por las FARC desarmadas) y otras fuentes no gubernamentales elevan a varios centenares.
La pandemia sanitaria mundial en curso ha dificultado la movilidad, el desarrollo de los procesos participativos y la reintegración social, profundizando la desigualdad, el abandono estatal, los desplazamientos forzados y la vulnerabilidad de la población más pobre. La fijación de la población en las áreas rurales, clave en un futuro de recuperación nacional, requiere completar la limpieza de las zonas de desminado humanitario y desarticular decididamente a las organizaciones criminales que actúan en el territorio, aprovechando la oportunidad del desarme y la desmovilización de los efectivos de los frentes guerrilleros.
En relación con la solución pactada al complejo problema del narcotráfico, que mantiene intacta su capacidad de contaminar a todos los actores, no se ha avanzado significativamente en el consenso de los agentes locales sobre la política nacional contra las drogas, el plan de sustitución de cultivos y la atención integral a los cultivadores. Sigue también el déficit en garantizar el apoyo institucional y la financiación de los proyectos productivos, las garantías a la participación ciudadana y la reforma electoral. Apenas se han desarrollado las previsiones con enfoque de género y relativas a los pueblos étnicos, históricamente marginados y sometidos a una degradación de vida con un alto consumo de drogas psicoactivas.
La reforma rural integral, considerada una pieza fundamental del éxito del proceso, requiere desarrollar los planes nacionales sectoriales y dinamizar los procesos de ordenamiento social, ambiental y productivo de los territorios (fondo de tierras, baldíos, especialidad agraria). La implementación de aquellos enfoques transversales que tienen una base territorial exige la implicación efectiva de las autoridades departamentales y municipales de ejecución de la planificación asociada, lo que interfiere con la adscripción política partidista de los responsables.
Las comisiones, asociaciones e instituciones de memoria, en alianza con organizaciones internacionales, han comenzado a cumplir su función con entrega de restos de personas desaparecidas, designaciones de zonas de actividad paramilitar, lucha contra la impunidad, registro de testimonios de participantes, pedagogía del esclarecimiento de la verdad y la convivencia y el respeto a los derechos humanos. No obstante, pese al buen ritmo de trabajo de la jurisdicción especial, el programa de reparación de las víctimas sigue siendo escaso.
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La verificación de los acuerdos se ha visto favorecida por el acompañamiento internacional de financiación multilateral bajo el liderazgo de Naciones Unidas y su misión de verificación. Existe un desequilibrio acusado entre los fondos destinados a la financiación pública de las instituciones que realizan la labor técnico-humanitaria y las inversiones directas de construcción de la paz. Los observadores del proceso consideran que las reformas estructurales y cambios instituciones previstos en los acuerdos deben producir transformaciones tangibles en el nivel de las comunidades y las personas, para no desincentivar el compromiso mayoritario de la sociedad civil colombiana en conseguir una convivencia en paz duradera y estable.
Cabe preguntarse por la relación que pueda existir entre la implementación del Acuerdo, la agudización de la violencia que viene registrándose en determinados territorios recolonizados por grupos del crimen organizado y el largo ciclo de protestas urbanas que vive el país, duramente reprimidas por el Gobierno en el marco de la Política de Seguridad del nuevo presidente de Colombia, Iván Duque. Las manifestaciones públicas, con una fuerte carga de violencia, bloqueo coactivo de la vida ciudadana y destrucción de infraestructura, fueron respondidas con un desproporcionado uso de la fuerza por las autoridades, produciendo un número inaceptable de muertos y heridos, que contradice las bases del proceso de paz. El derecho fundamental de manifestación es un ejercicio democrático irrenunciable de los ciudadanos, máxime para expresar el malestar social por el deterioro acelerado de las condiciones materiales de vida y el incumplimiento de las vías de participación.
La reacción gubernamental ante los excesos violentos de los grupos organizados en la protesta —en estas acciones pueden identificarse algunos patrones de tácticas y técnicas híbridas— tiene que ceñirse estrictamente a los protocolos profesionales de actuación, preservar la vida humana y respetar los derechos humanos. Los autores de actos vandálicos y criminales deben ser puestos a disposición judicial con rapidez y plenas garantías, así como debe hacerse con los efectivos de la fuerza pública que eventualmente se extralimiten en sus cometidos para despejar toda sombra de impunidad tolerada. La autonomía operativa que llevó a los abusos del pasado, incluidas miles de ejecuciones extrajudiciales o «falsos positivos», no puede volver si se aspira a merecer la confianza de la ciudadanía. En este sentido, hay que saludar las acciones de modernización de la Policía, anunciadas esta semana, para convertirla en una fuerza de Seguridad Pública, con estándares de servicio público y control democrático.
En unos meses se cumplirá un lustro de la firma del Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto entre Colombia y las FARC, rubricado el 24 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de Bogotá. Dos meses antes, en un acto solemne en presencia de los principales mandatarios latinoamericanos, el entonces presidente de la República, Juan Manuel Santos, y el líder guerrillero delegado, Rodrigo Londoño Timochenko, habían firmado en Cartagena de Indias el acuerdo original que culminaba las negociaciones emprendidas años antes en La Habana.
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