Los conceptos de monarquía y república son antitéticos por definición. En primer lugar, por el mero hecho de “la heredad” en cargo tan importante y significativo como la jefatura del Estado, que, en pura y buena lógica, debería estar ocupado por quien así lo haya decidido la voluntad popular a través de procesos electorales claros, consistentes y regulados y no por quien ha tenido la suerte de nacer en determinada familia, por bien que se le prepare (¿por quién?) durante toda su vida para dicho cargo.
Pero, también, por lo que históricamente han representado ambos sistemas de gobierno. No hace falta ser un experto en historia para ser consciente de que desde las Revoluciones Americana (1776) y Francesa (1789) –sin querer ir más atrás en el tiempo para poder tener parámetros claros de comparación— república y monarquía han pugnado, respectivamente, por el fomento e incremento de las libertades y derechos individuales civiles y políticos y la igualdad social y económica –las tendencias republicanas– y por el oscurantismo, el mantenimiento de los privilegios y el reaccionarismo conservador, las monárquicas. Como botón de muestra, recuérdese que las dos repúblicas españolas, instauradas a través de procesos electorales, fueron suprimidas por restauraciones monárquicas mediante sendos golpes de Estado militares violentos.
Hasta llegar a la actual situación de las monarquías parlamentarias europeas, casi repúblicas liberales y electoralistas como sus coetáneas repúblicas del continente. Entre las cuales se puede perfectamente incluir la actual Monarquía española, si bien en cierto modo lastrada y condicionada como consecuencia de su génesis: instaurada por una dictadura de origen militarizado y fascistoide y legalizada y reglamentada por una Constitución, la española de 1978, “que hizo lo que pudo”, lo que en ese momento se podía hacer y hasta donde se podía llegar. Origen del que derivan algunas de las connotaciones autoritarias y conservadoras de ambas, Constitución y Monarquía. De entre las cuales, una de las más llamativa sería, en pleno siglo XXI, sin duda, “la preferencia del varón a la mujer” (art. 57.1 de la CE) en la sucesión (a jefe del Estado), independientemente de cualquier otra consideración.
Y origen del que derivan ciertas ambigüedades en relación con la institución de las Fuerzas Armadas, que, precisamente por ser ambigüedades de una norma de la trascendencia de la Constitución sobre una institución de la capacidad de posible poder coercitivo como las Fuerzas Armadas, pueden resultar potencialmente peligrosas.
La principal ambigüedad deriva, en primer término, de la misión que la Constitución asigna a las Fuerzas Armadas en su artículo 8.1 del Título Preliminar, el cual puede considerarse como la declaración de intenciones de las normas que va a dictar a continuación: “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”, sin añadir nada más que “una ley orgánica regulará las bases de la organización militar conforme a los principios de la presente Constitución” (art. 8.2). Pero es que “la presente Constitución” dice a continuación dos cosas diferentes, o que al menos pueden ser interpretadas de forma diferente. Y lo han sido: por el teniente general Milans del Bosch (et al.), el 23 de febrero de 1981, y por el teniente general José Mena Aguado en la Pascua Militar del 6 de enero de 2006.
Por un lado, el artículo 97 establece que el Gobierno es el responsable de “la política interior y exterior y de la defensa del Estado”, áreas donde la actuación de las Fuerzas Armadas es posible y, en ciertas circunstancias, incluso indispensable, y en las que la Constitución parece dejar claro que dichas actuaciones deben serlo bajo la autoridad y dirección única y directa del Gobierno. Y así parece haberse entendido consuetudinariamente en las leyes que han desarrollado estos aspectos constitucionales, especialmente la Ley Orgánica 5/2005 de la Defensa Nacional y sus antecesoras de 1980 y 1984. Pero, curiosamente, el citado artículo 97 también asigna al Gobierno “la dirección de la Administración civil y militar”. ¿Por qué esta diferenciación entre Administración civil y militar? ¿No son los militares tan funcionarios del Estado como los civiles, de los que, por cierto, existen cientos de diferentes cuerpos y escalas? ¿Estaba en la mente de los redactores y aprobadores de la Constitución que había que diferenciarlos porque la cúpula de la Administración militar podía tener “además” otra dirección que la del Gobierno?
Y aquí viene la contradicción/incertidumbre, porque, por otro lado, el artículo 62.h de la Constitución asigna al rey “el mando supremo de las Fuerzas Armadas”, sin que desde su promulgación se hayan determinado y especificado, en ley alguna, cuáles son las atribuciones y responsabilidades de este “mando supremo” (que no es ningún grado militar), como sí se ha hecho para los diferentes escalones de la cadena de mando militar: presidente del Gobierno, ministro de Defensa, JEMAD y JEM, etcétera. ¿Es ésta la posible duplicidad de posible dirección, de posible mando podríamos decir, la que indujo a los redactores (y aprobadores) de la Constitución a tener el “lapsus freudiano” de incluir la misión de las Fuerzas Armadas en el Título Preliminar y a diferenciar Administración militar de Administración civil, a pesar de sus propios artículos 56.3 y 64, según los cuales todas las decisiones del monarca han de ser “refrendadas” (validadas) por el presidente del Gobierno o algún ministro (art. 64.1), que se hace responsable de ellas (art. 64.2)?
Aceptando que el rey Juan Carlos I salvó la democracia en el ya citado aciago 23 de febrero de 1981 actuando como jefe supremo de las Fuerzas Armadas (independientemente de las razones por las que lo hiciera, sobre lo que se han dado muchas y contradictorias opiniones, que no hacen al caso porque la realidad es que lo hizo), ¿qué hubiera ocurrido si hubiera hecho lo contrario? Si como jefe supremo de las Fuerzas Armadas hubiera apoyado o alentado la sublevación e intento de golpe de Estado, mientras el Gobierno y las Cortes estaban secuestrados y sus sucesores legítimos (Comisión de secretarios de Estado y subsecretarios) intentaban oponerse a él y desarticularlo.
No podemos saberlo porque no ocurrió, pero de lo que sí podemos (y deberíamos) ser conscientes es de que esta ambigüedad (y su correspondiente peligro) difícilmente podría haberse dado en una república (no dictatorial), en las que, tanto si el “jefe supremo (comandante en jefe, se le suele denominar) de las Fuerzas Armadas” es el presidente (repúblicas de tipo presidencial), como si es el jefe del Gobierno (repúblicas de tipo parlamentario), ambos son personas temporalmente designadas por la voluntad popular para esos cargos y, por lo tanto, revocables. Sin que puedan designar su sucesión o ésta recaiga automáticamente en una persona de su propia familia.
¿Por qué cada vez que hay un ágape militar, todos los presentes se ven obligados a brindar por “su majestad el rey” (por el rey, no por el jefe del Estado, se dice)? Y eso cuando no se le añade lo de “primer soldado de España”. ¿No es esto culto a la personalidad? ¿Por qué no se brinda, simplemente, por las Fuerzas Armadas o, mejor aún, por España, la auténtica razón de ser de nuestras Fuerzas Armadas?
Ver másPolíticas de Seguridad y Defensa IV. Multilateralismo, 'ma non troppo'
Este año, como todos, el rey ha presidido, el 6 de enero, la Pascua Militar –esa tradición militar que conmemora la recuperación de la isla de Menorca a los británicos en 1782—, que se aprovecha para hacer un balance del año recién finalizado y de proyectos y perspectivas para el que está entrando, sobre temas de seguridad, política de defensa, estado de las Fuerzas Armadas y estrategias, por parte de las máximas autoridades de la defensa nacional.
¿Por qué entonces, como es tradicional, han sido el rey y el ministro de Defensa quienes han pronunciado los discursos que nos informan sobre las políticas de defensa y militar de nuestra patria? ¿Por qué no lo ha hecho el presidente del Gobierno, presente en la ceremonia, a quien la Constitución asigna la dirección de “la política interior y exterior (de las que forma parte la política de defensa)”, de la “defensa del Estado” y de la “Administración militar”? ¿Otro “lapsus freudiano” sobre el “doble mando”, sobre la gran contradicción/incertidumbre de nuestra actual Constitución? ______________
Enrique Vega Fernández es coronel de Infantería (retirado).
Los conceptos de monarquía y república son antitéticos por definición. En primer lugar, por el mero hecho de “la heredad” en cargo tan importante y significativo como la jefatura del Estado, que, en pura y buena lógica, debería estar ocupado por quien así lo haya decidido la voluntad popular a través de procesos electorales claros, consistentes y regulados y no por quien ha tenido la suerte de nacer en determinada familia, por bien que se le prepare (¿por quién?) durante toda su vida para dicho cargo.