La inesperada oportunidad de la unión de la izquierda en Francia
Tras una campaña presidencial dispersa, izquierdistas y ecologistas se presentan a las elecciones legislativas unidos bajo la bandera de la Nueva Unión Popular Ecológica y Social. Esta dinámica inesperada ofrece la posibilidad de un cambio, vía parlamentaria, frente al absolutismo presidencial.
“Allí donde crece el peligro, crece también lo que lo salva”. Edgar Morin lleva mucho tiempo popularizando esta máxima del poeta Hölderlin, cuya inspiración dialéctica no debe nada al azar —Hölderlin (1770-1843) era amigo del filósofo Hegel (1770-1831), del que fue alumno en la Universidad de Tubinga—. En otras palabras, de la conciencia del peligro puede nacer una reacción salvadora.
Esto es precisamente lo que está ocurriendo actualmente en Francia con la dinámica, tan imprevista como inesperada, de la unión de la izquierda y los ecologistas para imponer un cambio de mayoría parlamentaria y, en consecuencia, una cohabitación al presidente reelegido.
El mérito corresponde en primer lugar a Francia Insumisa (LFI), que ha asumido la responsabilidad histórica que le confiere el resultado obtenido en las presidenciales por Jean-Luc Mélenchon (21,95% de los votos emitidos), que se consagra por segunda vez como líder objetivo alternativo a la derecha reaccionaria y conservadora, en sus diferentes vertientes.
El candidato y su movimiento han sabido aprender de sus errores en 2017, cuando no se aprovechó esta oportunidad, hasta el punto de transformar su actuación partidista en una derrota colectiva de las izquierdas. En aquel momento, Jean-Luc Mélenchon obtuvo el 19,58% de los votos emitidos, mientras que su contrincante de izquierdas, Benoît Hamon, al que se habían unido los ecologistas, obtuvo el 6,36%, precisamente la suma de los resultados obtenidos en 2022 por Anne Hidalgo y Yannick Jadot (6,38% de los votos emitidos).
La decisión de Francia Insumisa de concurrir a las presidenciales de 2022 como una “Unión Popular”, reuniendo en su parlamento a figuras de los movimientos sociales como Aurélie Trouvé, ya conllevaba la promesa de una apertura a la diversidad y la pluralidad de las izquierdas democráticas, sociales y ecologistas.
Sin ser ingenuos sobre los cálculos políticos que acompañan a la búsqueda del poder, hay que admitir que las negociaciones inclusivas iniciadas al día siguiente de la reelección del presidente saliente han confirmado este compromiso.
Está a la altura del peligro que estas presidenciales han promovido y acrecentado: no sólo la amenaza de una extrema derecha más poderosa que nunca (sus tres candidatos sumaron el 32,28% de los votos emitidos en la primera vuelta, frente al 27,85% de Emmanuel Macron), sino sobre todo la persistente gangrena del debate público, mediático y político, e incluso intelectual, con sus obsesiones con la identidad y la desigualdad, el nacionalismo y el racismo.
Impedir que la extrema derecha esté a las puertas del Elíseo en 2027
Sin embargo, por la experiencia real, ampliamente documentada por Mediapart (socio editorial de infoLibre) los últimos cinco años, sabemos que el presidente reelegido será incapaz de hacerlos retroceder, de combatirlos. Jugando constantemente con el fuego que luego dice querer apagar, no sólo ha cedido terreno ideológico a la extrema derecha, un retroceso del que su ley sobre el “separatismo” es el símbolo, sino que le ha ofrecido el resentimiento y la rabia que despierta su política, mezclada con su forma y contenido, una arrogancia altiva y pretenciosa que se suma a su violencia social y policial.
Como las mismas causas producen los mismos efectos, hay pocas dudas de que, en la estela de las renuncias o desautorizaciones acumuladas en la derecha y en la izquierda durante los últimos veinte años, desde la primera alerta en las elecciones presidenciales de 2002, un nuevo quinquenio exclusivo de Emmanuel Macron acercará aún más a la extrema derecha al Elíseo en 2027. La única manera de evitarlo es no dejar al presidente recién elegido con este poder solitario, haciendo que de las legislativas surja una nueva mayoría parlamentaria que pueda llevar a cabo otras políticas.
A esta necesidad antifascista, se le añade un imperativo democrático. Esta elección presidencial ha hecho más evidente el agotamiento del sistema institucional francés de la V República, hasta el punto de que los propios expertos constitucionalistas reconocen que ya no cumple su misión de representar al electorado. Un número cada vez mayor de ciudadanos/as se siente excluido, ni reconocidos ni concernidos.
Mal reelegido, porque fue derrotado por la extrema derecha, el presidente saliente se encuentra, como resumió Lionel Jospin en una fórmula bien elegida, ante “un país frustrado, dividido y perturbado en los albores de un segundo quinquenio incierto”. Sin embargo, a pesar de un voto de apoyo minoritario (27,85% de los votos emitidos, es decir, el 20,07% de los inscritos/as en la primera vuelta), está en condiciones de ir a por todas, como un jugador de casino, como ocurrió en 2017, cuando Emmanuel Macron ignoró a la perfección la diversidad de votos de la que se había beneficiado frente a Marine Le Pen.
Si este escenario se repite en 2022, dándole una mayoría en la Asamblea Nacional tan abrumadora como sumisa, sin contradicciones ni contrapesos, gran parte del electorado volverá a tener la amarga sensación de desplazamiento democrático. En resumen, de haber sido pisoteado, ignorado y despreciado. Las recientes muestras de cierto pánico en el Elíseo, las palabras demagógicas vertidas o los intentos de desenfreno oportunista no cambiarán nada: el pueblo ha sido engañado demasiado como para dejarse embaucar.
Una mayoría de votantes quiere una alianza de partidos de izquierda
El sondeo de Ipsos para France TV y Radio France (muestra de 4.000 votantes inscritos) confirma esta débil legitimidad presidencial: el 42% de los votantes de la segunda vuelta de Emmanuel Macron dice que su única motivación para acudir a las urnas era bloquear a la extrema derecha. Si a esto le sumamos la magnitud de las abstenciones (28,01% de los inscritos), más los votos en blanco y nulos (6,23%), podemos ver que la mayoría de los votantes no apoyaron el proyecto del presidente reelegido y en ningún caso quisieron firmar un cheque en blanco.
Lo confirman ampliamente los demás resultados de la encuesta de Ipsos: el 46% (frente al 34%) de los encuestados expresan “sentimientos negativos” con la reelección de Emmanuel Macron; el 56% desea que “pierda las elecciones legislativas y que exista cohabitación con un gobierno de oposición que le impida aplicar su programa”. Y el 57% pide una alianza de los principales partidos de izquierda, con “candidatos comunes” en las elecciones legislativas.
Tanto si proceden del bando presidencial como de la izquierda de Hollande, por no hablar de sus numerosas apariciones en los medios de comunicación, las protestas que generan la perspectiva de una unión de la izquierda y los ecologistas para las elecciones legislativas son aún más asombrosas. Los mismos que hace unos días sermoneaban al electorado de izquierdas para que bloqueara a la extrema derecha votando a Macron a pesar de su balance, ahora no ven mayor peligro que una unión de la izquierda y el ecologismo capitaneada por Jean-Luc Mélenchon.
A tenor de sus palabras, podría parecer que el peligro de la extrema derecha se hubiese esfumados de repente debido a una amenaza aún más grave, la de un alineamiento de la izquierda con la extrema izquierda. Teniendo la mano al habitual estribillo repulsivo de las clases dominantes ante las movilizaciones populares –“Antes Hitler que el Frente Popular”–, esa historia irracional se burla de todas las conquistas democráticas y sociales que nunca se han concedido desde arriba, sino que siempre se han obtenido desde abajo, por la dinámica de las movilizaciones de los pueblos afectados, superando las rencillas y las divisiones partidistas, al tiempo que inspiran y radicalizan los programas electorales.
Moldeado por supuestos socialistas que reclaman el título sin tener la herencia, como François Hollande, Bernard Cazeneuve, Stéphane Le Foll, Jean-Christophe Cambadélis o Julien Dray, sin olvidar al inefable Manuel Valls, el improbable retrato de Jean-Luc Mélenchon como espantapájaros de izquierdas sólo expresa su miedo pánico al cambio radical, al haberse convertido al orden social dominante.
Ni que decir tiene que su historial, marcado por el fracaso y el oportunismo, difícilmente les convierte en autoridades morales. Tal vez sea el miedo a tener que enfrentarse a ellos lo que les transforma en enemigos íntimos del bando al que dicen pertenecer, hasta el punto de mantener la fantasía de las “izquierdas irreconciliables”, esa máquina de dividir al conjunto de la izquierda, cuya inanidad y nocividad los electores, con su voto en la primera vuelta, han demostrado.
En cuanto a la coherencia, hay que buscarla en los acuerdos programáticos públicos firmados por los socios de la Nueva Unión Popular y no en los acoplamientos barrocos del macronismo, donde, desde Jean-Pierre Chevènement a Manuel Valls, pasando por Elisabeth Guigou o François Rebsamen, una cohorte de izquierdistas descarriados cohabita sin ningún reparo con todo el abanico de derechas conservadoras y reaccionarias, corrompidas también, ya que el sarkozysmo ocupa un lugar destacado, casi de figurante.
Sandeces a las que esta violenta campaña destinada a desacreditar la única noticia buena y feliz para el campo de la emancipación, la que rechaza la resignación y la impotencia, pero que se comprende que preocupe a ese mundillo aferrado a sus intereses de clase. Lo cierto es que, lejos de haberse convertido en un extremista, el líder de Francia Insumisa simplemente ha aprendido del movimiento de la propia sociedad, de sus resistencias y luchas, hasta el punto de evolucionar en una serie de cuestiones –la emergencia ecológica, la visión de la laicidad, las cuestiones institucionales, la pluralidad cultural, etc.–.
Es importante tener clara la parte táctica de esta evolución, ya que todavía hay que profundizar en ella, sobre todo en cuestiones internacionales (la relación con la Rusia de Putin) y en prácticas democráticas (la independencia del Poder Judicial y el pluralismo de la prensa), pero ello no impide constatar y reconocer sus avances concretos: un mayor compromiso electoral de los jóvenes de los barrios, una representación renovada de las clases trabajadoras, la aparición de nuevas personalidades, a imagen de una Francia multicultural.
Desde este punto de vista, el socialista que fue Jean-Luc Mélenchon durante mucho tiempo, hasta el punto de haber sido ministro de Lionel Jospin en la anterior cohabitación (1997-2002), es en realidad profundamente mitterrandista en su actual estrategia de convocatoria. En efecto, en una época –los años 70– en la que los desacuerdos, sobre todo internacionales, eran aún más marcados que hoy entre la izquierda, François Mitterrand no sólo mantuvo el rumbo de la unión de los partidos de izquierda.
También, o sobre todo, arraigó esta dinámica electoral, finalmente victoriosa en 1981, en la participación en las luchas y movimientos que constituyeron su base social, que sacudieron sus propios referentes políticos y su propio pasado gubernamental. Así, haciendo balance de un partido que se había perdido durante demasiado tiempo en la gestión del poder del Estado hasta el punto de dar la espalda a su base social, el primer secretario socialista Olivier Faure no hacía más que ser fiel al fundador del Partido Socialista de Épinay en 1971 con su elección de entrar en la dinámica unitaria.
“Reconstruir un gran partido socialista –escribió entonces Mitterrand en La Rose au poing– exige que se cumplan varias condiciones, y en primer lugar que se recupere la confianza de aquellos a los que debe defender uniéndose a ellos en el campo de la lucha. La autenticidad no se puede inventar, hay que demostrarla con el uso. Atrás quedaron los días en que se podía ser elegido por la izquierda para gobernar por la derecha”.
Aprovecharán –y en Mediapart nunca nos hemos mordido la lengua con nada– para subrayar lo poco que los 14 años de presidencialismo de Mitterrand fueron fieles a esta exigencia. Pero esta brecha entre la dinámica electoral y el ejercicio del poder es hoy un argumento adicional para aprovechar la buena oportunidad de la Unión Popular: nos ofrece la feliz oportunidad de una alternancia parlamentaria y no ya presidencial, evitando así los riesgos inherentes al cesarismo francés, donde la voluntad de todos es confiscada por el poder de uno.
Esta es quizás nuestra última oportunidad, ya que se han perdido muchas oportunidades anteriores por culpa de los que tenían el control. ¿Es necesario recordarle a François Hollande lo caro que estamos pagando su decisión, como primer secretario del Partido Socialista, a la hora de aceptar la inversión del calendario propuesto por Lionel Jospin para las presidenciales de 2002, dando primacía al presidencialismo en detrimento del Parlamento? ¿Y recordar que tras su elección, diez años después, como con la de Emmanuel Macron en 2017, la esperanza de un renacimiento del parlamentarismo fue inmediatamente traicionada por la omnipotencia presidencial y su permanente abuso de poder?
El tiempo se acaba. Se trata nada menos que de volver a poner a la República sobre sus cimientos para evitar que se hunda. Unida por la impugnación de la monarquía presidencial y por la defensa de un régimen parlamentario, una nueva mayoría indisolublemente democrática, social y ecológica no tendrá más remedio que aprovechar su pluralidad, la riqueza de sus intercambios y la inventiva de su colectivo.
La referencia de François Hollande a la línea roja europea que habría cruzado Europa Ecológica-Los Verdes (EELV) al aliarse con Francia Insumisa hace sonreír si se recuerda la renuncia en 2012 a su compromiso de “renegociar” el Tratado europeo aceptado por su predecesor, Nicolas Sarkozy. Y si se recuerda sobre todo que fueron sus propios ministros ecologistas, de convicción sinceramente europea, los que en su momento protagonizaron el debate para reprochárselo.
El sistema presidencialista ahoga el pluralismo, no sólo la disidencia sino también los matices. Impone, uniformiza y desvitaliza, sustituyendo la reflexión crítica por la disciplina automática, con el pretexto de una “mayoría presidencial” que, al privar a los diputados de la nación de su libre albedrío, transforma a los representantes electos en servidores cortesanos.
Un sistema parlamentario que recupere su legitimidad y credibilidad y proteja contra las tentaciones de la personalización del poder y de los diversos abusos que de ella se derivan, el favoritismo, el clientelismo y otros conflictos de intereses. Porque, por supuesto, persistirán, como lo demuestra la reducción propagandística de Francia Insumisa, del desafío de las legislativas a la “elección” de Jean-Luc Mélenchon como primer ministro, reduciendo el “nosotros” de la Unión Popular al “yo” de su líder.
Pero los compromisos asumidos sobre la primacía del poder parlamentario, sobre sus reglas éticas y sobre sus procedimientos legislativos, tanto en los acuerdos concluidos esta semana como en el programa L'Avenir en commun en el capítulo “Democracia e instituciones”, son antídotos contra posibles excesos contra los que, por el contrario, una victoria presidencial no nos habría protegido necesariamente.
La Nueva Unión Popular se concretó casi en el aniversario de la victoria legislativa del Frente Popular, el 3 de mayo de 1936. A este éxito electoral le siguió un levantamiento obrero que arrancó a la nueva mayoría las decisivas conquistas sociales de junio de 1936. Pero es otra fecha la que viene a la mente, el momento inaugural de este levantamiento cuando las sombras se extendían por Europa.
El 5 de marzo de 1934, tres personalidades intelectuales representativas de la izquierda en su pluralidad, el filósofo Alain por los radicales, el etnólogo Paul Rivet por los socialistas y el físico Paul Langevin por los comunistas, se unen para lanzar un llamamiento común “a los trabajadores” ante la amenaza de la extrema derecha. Así nació el Comité de vigilancia de intelectuales antifascistas.
Se dijeron “unidos por encima de cualquier diferencia” ante este peligro, decididos a “salvar lo que el pueblo ha conquistado en materia de derechos y libertades públicas”, decididos a luchar “contra la corrupción [y] también contra la impostura”.
“No dejaremos que los corruptos y corruptores invoquen la virtud”, proclamaron. “No permitiremos que la ira suscitada por los escándalos económicos sea desviada por los bancos, los trusts, los comerciantes de armas, contra la República que es el pueblo que trabaja, sufre, piensa y actúa por su emancipación. No permitiremos que la oligarquía financiera explote, como en Alemania, el descontento de las multitudes a las que ha avergonzado o arruinado”.
Los que hoy dan lecciones a la izquierda unitaria después de haber fracasado en impedir el regreso de este peligro mortal a nuestra época, o incluso de haberlo acompañado con su cobardía y apoyado con sus negaciones, parecen enanos comparados con la buena voluntad de ayer.
Aprovechar la oportunidad inesperada de la unión de la izquierda es simplemente actuar en la continuidad del bloqueo contra el neofascismo que supuso votar al candidato de izquierdas mejor situado en la primera vuelta y al presidente en funciones en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en ambos casos para evitar que Marine Le Pen llegara a la segunda vuelta o que fuera elegida después por cansancio y por desgracia.
En cambio, no aprovechar esta oportunidad, hasta el punto de caricaturizarla hasta el insulto, es ser cómplice de las sombras que ganan.
Caja negra
Mediapart no encarga ni comenta sondeos. Como ya ocurrió en nuestro artículo sobre el voto de los electores de Jean-Luc Mélenchon en la segunda vuelta, hacemos aquí una excepción con el sondeo de Ipsos (muestra de 4.000 personas inscritas en el censo electoral), cuyos resultados son sorprendentemente ignorados por los medios de comunicación, habitualmente aficionados a los sondeos.
Traducción: Mariola Moreno
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