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Afganistán y el óxido que nos invade

Un talibán en Kandahar, Afganistán.

José Manuel Rambla

La guerra de Afganistán ha terminado como estaba previsto, por mucha sorpresa que muestren las cancillerías occidentales y las mentes biempensantes. Por eso sorprende tanto esta sorpresa generalizada que Josep Borrell intenta encauzar con realista entereza: “Los talibanes han ganado la guerra y tendremos que hablar con ellos”. ¿Acaso el flamante jefe de la diplomacia europea no se ha enterado de que nunca dejamos de hablar con ellos? Estados Unidos nunca lo ocultó desde que llegó a la conclusión de que el gobierno afgano era un auténtico desastre de corrupción, incapaz de conectar con su pueblo. Y por eso asombra también que ese inevitable final previsto haya terminado de una forma tan humillante y desastrosa después de 20 años de guerra y años de negociaciones bajo el auspicio de las monarquías del Golfo, esos estables estados de Oriente Medio que lo mismo respaldan los intereses norteamericanos e israelíes en la región que dan cobijo a Juan Carlos I, acogen a Ashraf Ghani o sirven de inspiración a los talibanes para aplicar su particular visión reaccionaria del Islam.

¿Cómo explicar entonces el cúmulo de desastrosos disparates en que se ha convertido la retirada de Estados Unidos y la OTAN de Afganistán? Pues resulta difícil de entender a menos que pensemos que, en realidad, durante todos estos largos y sangrientos años no se ha estado buscando la resolución de un conflicto militar, humanitario y político, sino el mejor desenlace para un guion cinematográfico. De hecho, desde el primer minuto, todo se planteó como una gran película hollywoodiense que reconfortara nuestro pasmo tras el 11S. Las primeras escenas parecían reunir los ingredientes perfectos para tener un éxito de taquilla: malos malvados, mujeres y niños a los que rescatar, libertades que reinstalar y una bella banda sonora con soberbias notas democráticas. Se nos olvidó, sin embargo, un pequeño detalle: que en el cine nada es lo que parece. O para ser más exactos, que en el cine todo es falso.

El periodista irlandés Patrick Cockburn nos desvelaba en un reciente artículo en The Independent, con la habilidad de los viejos críticos de Cahiers du Cinéma, alguno de estos trucos de rodaje: una planta de empaquetado de verduras en la región de Kandahar, financiada con ayudas al desarrollo, resultó ser un gran plató de rodaje donde se grababan videos con figurantes mostrando el ficticio crecimiento de las instalaciones. Todo era un gran simulacro, mientras el dinero se perdía por el entramado de corrupción del supuesto estado democrático afgano, no menos de cartón piedra que la empaquetadora de verduras o que el preparado y profesional ejército afgano. Lo único que no era falso en esta historia era y es la sangre de las decenas de miles de muertos y heridos civiles dejados por los talibanes, los atentados, las fuerzas gubernamentales o los bombardeos indiscriminados. También los más de cien militares españoles muertos, carne de cañón para sentirse potencia de segunda al dictado de Washington.

Pero la falta de presupuesto dejó al realizador sin los medios necesarios para acabar el filme a la altura de las necesidades del guion. La superproducción terminó con un cierre precipitado. Por el contrario, las productoras de la competencia buscaban desde Moscú, Beijing o Islamabad, optaban por una película más modesta, alejada de los grandes efectos especiales, pero efectiva en su conclusión. También los talibanes, claro, que han sabido aprovechar su pragmatismo cinematográfico low cost desde que el mulá Omar logró escapar en moto de los modernos Humvee de los marines. El Humvee. El entusiasmo de los primeros meses de la guerra hizo que sus ventas se dispararan entre los ejecutivos que aspiraban a recorrer con ellos el peligroso camino que unía sus casas, sus oficinas y el supermercado. Sin embargo, al concluir la carrera el Humvee ha quedado como Aquiles en la paradoja de Zenón, humillado por la tortuga destartalada de aquella motocicleta conducida hoy por Hibatulá Ajundzada.

Ese viejo ciclomotor es, de algún modo, la metáfora de este ¿final? de la guerra y los tiempos que se avecinan. Por mucha licencia literaria que se permitan los tertulianos, las imágenes de Kabul no tiene nada que ver con las de Saigon. No solo por las diferencias históricas, culturales, sociales y geopolíticas que separan las dos visiones de derrotados helicópteros americanos huyendo de sus embajadas. La de Saigon fue una derrota cargada de esperanzas y sueños emancipatorios, aunque después la perspicaz intuición de Marx se confirmara y la ilusión, como todo lo sólido, acabara desvaneciéndose en el aire. La de Kabul solo trae la decrepitud de una moto oxidada. Y el óxido de fanatismo se expande con más rapidez que ese aceite que debería combatirlo. No solo en las resecas tierras afganas.

El fracaso de público y crítica no impide que hoy los guionistas vuelvan a afanarse en nuevos proyectos, aunque sin muchas ideas originales. Otra vez nos vuelven a hablar de mujeres amenazadas (ay, pobres mujeres afganas, tan masacradas por unos y utilizadas por otros), de derechos humanos, de multitudes huyendo. Los medios agitan de nuevo en la coctelera de las emociones los mismos ingredientes que nos ofrecieron los últimos veinte años, como si esos veinte años no hubieran pasado. Como si los veinte anteriores a estos, cuando lo importante era la guerra fría y los mismos barbudos de hoy eran nuestros héroes, nunca hubieran existido.

No es extraña tanta amnesia. Hoy, por ejemplo, todo son voces angelicales que reclaman la necesidad de atender a los refugiados afganos, pero hasta hace poco la Unión Europea se limitaba a expulsarlos, pese a que el propio gobierno afgano reconocía que su vida corría peligro. ¿Cómo extrañarse entonces de que en España un ministro progresista expulse niños magrebíes sin la más mínima garantía? Es la prueba de que el óxido de la intransigencia no está tan lejos y en lugar de atajarlo se le engorda con la ingenua ilusión de que así su voracidad se verá aplacada. Como a la herrumbre imparable de dogmatismo religioso, aunque no ha sido la sharia la que ha impulsado al ayuntamiento de Toledo, gobernado por la socialista Milagros Tolón, a reclamar la retirada del cartel de Zahara tras rasgarse las vestiduras la ultraderecha local.

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El siglo de las luces hace tiempo que quedó atrás con su histórico apagón, que diría Aute. Hoy todo está oscuro y el único sonido que rompe la noche es el lejano rugido de la moto del mulá por las calles de Kabul y el escape libre de una ultraderecha conspiranoica, con la arrogancia casposa de un chulo de barrio, por nuestras aceras. Es el triunfo de la antimodernidad, del terraplanismo, los antivacunas, los integrismos, los wahabistas, los anunciadores del Anticristo. Los neoapocalípticos avanzan en sus cochambrosas motos, imparables, por las desconcertadas calles del siglo XXI. Ningún otro vehículo parece poder competir con ellos. Solo los juguetes espaciales de Jeff Bezos, Elon Musk y el selecto club de los multimillonarios que desde su ingravidez de la estratosfera se ríen de nuestro triste espectáculo.

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José Manuel Rambla es periodista.

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