Amos y esclavos: sobre estatuas y monumentos coloniales

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Javier Laviña | Javier Tébar

La rodilla del policía sobre el cuello hasta la asfixia –"¡No puedo respirar!"– acabó con la vida de George Floyd el pasado 25 de mayo en Minneapolis. Las imágenes de la escena se hicieron virales en las redes. La población afroamericana y buena parte de la sociedad blanca norteamericana y del mundo se conmovieron y enfurecieron a partes iguales. El asesinato policial, pendiente de ser juzgado en los tribunales, forma parte de una larga lista de casos. El movimiento Black Lives Matter, que viene de lejos, ha recobrado de nuevo un fuerte protagonismo. El racismo, esa "extraña fruta" que cantó Billie Holiday, ha formado parte de la cultura de Estados Unidos a lo largo de su historia. Es un problema persistente. Las protestas y actos de saqueo de hoy, el derribo del monumento a Robert E. Lee en el centro de Charleston y de Richmond o las manifestaciones antiracistas en el centro de New York comparten razones con aquellas que tuvieron lugar durante las luchas por los derechos civiles de los años sesenta. La pervivencia del racismo institucional y la frustración de la población negra ante las promesas incumplidas los alimentan. Hoy están acrecentadas por la actitud de Trump, que con tono de provocación parece que quisiera taponarlas con una biblia en la mano. Robert E. Lee y otros no son peligrosos porque recuerdan una guerra del siglo XIX, sino porque aún hoy legitiman un papel del racismo, de su continuidad y retorno [ver aquí].

Los vientos de esta polémica del otro lado del Atlántico han llegado hasta Europa. La contestación contra el racismo ha recorrido parte del continente. El derribo y el lanzamiento al río de la estatua del esclavista Colston en Bristol –de las pocas ciudades europeas donde están señalizadas las marcas urbanas de su pasado esclavista– ha provocado una tormenta política en Reino Unido. En Bruselas, donde meses atrás se inauguró el Royal Museum for Central Africa como proyecto de revisión de ese "corazón de las tinieblas" que representó el colonialismo belga, la estatua del rey Leopoldo II ha aparecido pintada de rojo. Algunas estatuas de Colón han sido derribadas, decapitadas, lanzadas al mar. Ante la situación, algunas administraciones han respondido con la protección de los monumentos, este es el caso de Londres, donde el dedicado a Winston Churchill, en Parliament Square Westminster, ha tenido que ser protegido policialmente ante reiteradas acciones de protesta que planteaban derribarla o algún tipo de actuación sobre esa memoria de piedra. En Barcelona también ha habido manifestaciones en el centro de la ciudad y algunas voces han planteado acciones contra los monumentos que forman parte del pasado colonial.

Estas son sin duda manifestaciones iconoclastas, de «ruptura de imágenes». Un fenómeno con larga carga histórica. En cualquier caso, la polémica sobre las estatuas que se ha producido durante estas semanas, entre otras cuestiones, nos habla de la existencia de una fractura cultural a la que conviene estar atentos.

La presencia de personas esclavizadas en Barcelona, aunque tiene precedentes, es preciso aclarar que no comenzaron con viajes desde África hasta las Antillas, como suele pensarse, sino que desde 1492 se produjo desde aquellas a Europa y, concretamente, hacia la capital catalana. La esclavitud no puede reducirse exclusivamente a un período histórico concreto. Si bien es cierto que fue un sistema de trabajo forzado desde la antigüedad, en la edad moderna, con la llegada y conquista de América se convirtió en el sistema de trabajo colonial por excelencia, primero los indígenas y posteriormente los africanos, secuestrados en sus lugares de origen, realizaron todos los trabajos que no estaba dispuesto a hacer el hombre blanco. Con la implantación y desarrollo del sistema de plantación, la esclavitud, legalizada por todas las monarquías europeas, fue el modelo de trabajo americano.

No fue hasta el siglo XIX cuando los británicos (1807) y los estadounidenses (1808) prohibieron el comercio de esclavos. La corona española firmó un tratado en 1817 estableciendo que a partir de 1821 no se permitiría hacer negocio con el tráfico de personas. Sin embargo, entre ese momento y 1867 se calcula que unos 600 mil esclavos negros fueron trasladados a Cuba y vendidos ilegalmente por comerciantes españoles. Aquel negocio del comercio transatlántico, sin competencia británica, fue fabuloso. De ahí que, siendo ilegal el comercio que continuaba haciéndose, lo fundamental era mantener la esclavitud que todavía no lo era, como se encargó de demostrar la guerra civil americana (1861-1865) que enfrentó a los Estados Confederados del Sur, defensores del esclavismo, y los abolicionistas de la Unión, los Estados del Norte.

Las guerras de independencia de los territorios pertenecientes a la corona española dejaron en mantillas el colonialismo español en el Caribe, con tan sólo las islas de Cuba y Puerto Rico. En estos dos enclaves se reforzó de forma ilegal la esclavitud como sistema de trabajo, a la vez que los resultados de la Revolución Industrial iban permeando los transportes y la producción. En 1837 se inauguró el ferrocarril que conectaba Güines, uno de los centros productores de azúcar, con La Habana; y el vapor se incorporó a los ingenios azucareros para incrementar la rentabilidad de la caña de azúcar. Todo este despliegue de inversiones de capital se llevó a cabo con el trabajo esclavo.

Durante aquella época, la ciudad de Barcelona fue el ​​segundo puerto de España en el tráfico de esclavos, después del de Cádiz. Hacerlo posible requirió no solo de la intervención de los llamados "negreros" –aquellos traficantes de personas de piel negra que organizaron o colaboraron en el transporte desde África hacia algún destino de Ultramar–, sino que entre sus protagonistas estuvieron las personas que colaboraban activamente en el mantenimiento y el fortalecimiento del esclavismo como sistema: aquellos dedicados a las capturas de africanos, así como los "factores", capitanes o maestros encargados de su transporte en barco. Estos tratantes intermediaban para que finalmente otros adquirieran la condición de propietarios de las personas esclavizadas. En definitiva, el fenómeno requería de una extensa red de participantes a la que se sumaban inversores, gobernantes, legisladores y antiabolicionistas en general, así como numerosas instituciones del gobierno local y estatal.

El capitalismo industrial surgió, creció y se mantuvo con la esclavitud, como ya escribió en 1944 Erik Williams, primer ministro de Trinidad Tobago, en su libro Capitalismo y esclavitud, en el que sostiene la tesis de que la industrialización tuvo mayor éxito en los países que habían crecido económicamente con el tráfico de esclavizados. Así, se mostraba cómo la esclavitud no era incompatible con el capitalismo, sino que éste había podido construirse en gran medida a partir de la acumulación generada por el tráfico de esclavos. Más recientemente, en 2018, Michael Zeuske ha retomado el tema con la publicación Esclavitud, una historia de la humanidad, en la que muestra cómo el capitalismo ibérico surgió con fuerza por el tráfico de esclavos y se benefició de unos mercados mundializados. La esclavitud se vio reforzada con la introducción de "trabajadores contratados", los coolies chinos, que compartieron suerte con los centenares de miles de esclavos. Es decir, que capitalismo y esclavitud constituyeron dos elementos necesarios para el crecimiento económico.

Con la independencia de Cuba, una gran parte de capitales españoles volvieron a la península Ibérica, donde se reconvirtieron en capital industrial, el Vapor Vell o La España Industrial. Aquel inmenso negocio fue crucial para la formación de los capitales financieros necesarios en la industrialización del país, así como para el derribo de las murallas y extensión de la ciudad de Barcelona. Ambos deben mucho a las grandes inversiones cuyo origen está en la trata y el tráfico de esclavos. Barcelona se convirtió en la ciudad del progreso industrial y financiero, Cataluña en la "Fábrica de España". Entre algunos de los prohombres de este proceso estaban Antonio López, Vidal-Cuadras y los Güell. No cabría olvidar, sin embargo, que en la historia de la ciudad también fueron protagonistas figuras y movimientos opuestos al esclavismo, entre los que destacaron aquellos comprometidos con su abolición, en particular desde las filas del republicanismo, como Estanislao Figueras, Francesc Pi i Margall y la escritora feminista Clotilde Cerdà, hija del urbanista que proyectó los planes del Eixample barcelonés, Ildefonso Cerdà [ver aquí].

Esta historia ha dejado en Barcelona vestigios de significado ambivalente. Favoreció el desarrollo industrial, al tiempo que legó visiones morales que justificaban las desigualdades. En un lugar céntrico de Barcelona está la estatua dedicada a Joan Güell. No está demostrado que este industrial participara en el comercio de esclavos, pero presidió el Círculo Hispano Ultramarino, creado en Barcelona en 1871, nacido para oponerse al abolicionismo cuando la esclavitud ya era ilegal en toda Europa. En otra arteria principal de la ciudad, se erigió una estatua y se creó una plaza dedicada a la figura de Antonio López y López, quien fue abiertamente esclavista en su activo antiabolicionismo, y sobre el que, a pesar de las acusaciones, no se tienen evidencias históricas de que fuera "negrero" o traficara con esclavos. Las razones de que su estatua fuera derribada y decapitada en el verano de 1936 nada tienen que ver con ello. Durante la dictadura, estatua y plaza fueron repuestas. No fue hasta 2018 cuando el gobierno municipal tomó la decisión de retirar la escultura, aunque no el pedestal que contiene inscrito el laudatio del personaje, siendo una cuestión todavía por decidir hoy si se dará un nuevo nombre a la plaza.

La erección de un monumento responde a la decisión de alguien. Es una señal y una marca en el espacio público que pretende recordar a una persona en su época y también tiene el propósito de ensalzar su figura. La memoria colectiva es la imagen que la sociedad construye del pasado, por eso es una fuerza activa en el presente. Los significados de los monumentos y los signos en el espacio urbano se modifican en la medida que cambia el tiempo histórico. Ante esto cabría preguntarse si hoy estos monumentos tienen algún significado acorde con los valores predominantes en la sociedad barcelonesa.

Es cierto que la relación con el pasado colonial no puede resolverse a partir de un juicio moral desde el presente. Existe hoy un legado patrimonial y cívico poco visibilizado y a menudo incómodo para las instituciones. Esto se explica porque en nuestro país no han existido políticas públicas de memoria en torno a la esclavitud, a diferencia de lo sucedido en otros países del entorno. Este es el caso del Mémorial de l'Abolition de l'Esclavage de Nantes, que fue el principal puerto negrero de Francia, o el International Slavery Museum creado en el Albert Dock de Liverpool. En Barcelona, el Museu Marítim no dispone a día de hoy de secciones similares.

Derribar una estatua que enaltece una figura es centrar la crítica e incluso la ira en un personaje. Pero ese "borrado de memoria" (damnatio memoriae) no cuestiona las condiciones que hicieron posible el poder de ese personaje.damnatio memoriae Parecería necesario impulsar políticas públicas que pasen por acciones de resignificación con los que la propia ciudadanía elabore argumentos sobre las consecuencias históricas de la esclavitud, así como sus conexiones con las desigualdades aún vigentes. Se trata de huir de la cultura emocional imperante en la actualidad. Tirar una estatua no pone fin a las injusticias propias que surgen del racismo y la xenofobia. Derribar las estatuas es el final de un cambio, no es su causa sino su consecuencia. Poner fin al racismo y a la xenofobia es poner fin al significado de las estatuas, dejándolas como ruinas a la deriva. La polémica suscitada estos días en Europa no es una cuestión del pasado, sino de problemas que conectan pasado y presente.

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La esclavización como privación de libertad hoy continúa siendo una realidad en el mundo. Según un informe de la OIT, en 2019 todavía 40 millones de personas vivían en formas de esclavización, tanto en el llamado Tercer Mundo como también en países desarrollados. La principal causa del fenómeno es la vulnerabilidad económica de los sometidos.

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Javier Laviña y Javier Tébar son profesores de Historia en Universidad de Barcelona

La rodilla del policía sobre el cuello hasta la asfixia –"¡No puedo respirar!"– acabó con la vida de George Floyd el pasado 25 de mayo en Minneapolis. Las imágenes de la escena se hicieron virales en las redes. La población afroamericana y buena parte de la sociedad blanca norteamericana y del mundo se conmovieron y enfurecieron a partes iguales. El asesinato policial, pendiente de ser juzgado en los tribunales, forma parte de una larga lista de casos. El movimiento Black Lives Matter, que viene de lejos, ha recobrado de nuevo un fuerte protagonismo. El racismo, esa "extraña fruta" que cantó Billie Holiday, ha formado parte de la cultura de Estados Unidos a lo largo de su historia. Es un problema persistente. Las protestas y actos de saqueo de hoy, el derribo del monumento a Robert E. Lee en el centro de Charleston y de Richmond o las manifestaciones antiracistas en el centro de New York comparten razones con aquellas que tuvieron lugar durante las luchas por los derechos civiles de los años sesenta. La pervivencia del racismo institucional y la frustración de la población negra ante las promesas incumplidas los alimentan. Hoy están acrecentadas por la actitud de Trump, que con tono de provocación parece que quisiera taponarlas con una biblia en la mano. Robert E. Lee y otros no son peligrosos porque recuerdan una guerra del siglo XIX, sino porque aún hoy legitiman un papel del racismo, de su continuidad y retorno [ver aquí].

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