Podemos, hoy más que nunca equivalente a Pablo Iglesias, ha ido perdiendo de forma sostenida tanto aquel carácter novedoso de su emergencia política como el apoyo mostrado por un amplio segmento social que parece estar en contracción. Por mucho que se puedan cocinar los datos demoscópicos, hay un patrón evidente: la creciente contracción de la intención de voto hacia Podemos y confluencias, y la muy baja valoración de Pablo Iglesias que, secundado por el anacronismo ideológico de Monedero, no son suficientes para sostener una notoriedad que no ha dejado de caer desde que fue el segundo partido en intención de voto en mayo de 2016. En enero de 2018 ha pasado a ser el cuarto, según la mejor fuente disponible, el CIS.
El cambio puede estar relacionado con que una de las señas de identidad de Podemos en su cuarto año ha sido su huida del presente, apoyándose en una reactualización del franquismo y el revisionismo radical de la Transición y de la Constitución de 1978, con el rasgo de todo revisionismo: juzgar los hechos con las categorías de décadas después. Nadie duda de que las cosas podrían haber sido de otra manera hace 40 años, pero juzgarlas 40 años después es caer demasiadas veces en el ventajismo y la política ficción. Esto es, con la vuelta hipercrítica al pasado, Podemos ha conseguido activar los resortes de una política emocional que deberían haber resuelto algunos de los gobiernos con mayoría absoluta del PSOE, pero también ha abandonado en buena medida el presente.
Este foco revisionista ha puesto en un segundo plano –en su propia agenda y, por tanto, también en la colectiva– los temas sociales, que fueron lo que canalizaron un significativo estado de ánimo y las expectativas durante su emergencia como partido. La insistencia en el revisionismo histórico de Podemos puede estar evidenciando, tras más de cuatro años de existencia, la falta de un proyecto viable –inmediato y de futuro– de país que no sólo se vertebre alrededor de la reorganización territorial, la plurinacionalidad, la redefinición de patria o patriotismo y el derecho a decidir. En síntesis, Podemos se ha centrado tanto en el revisionismo y en la construcción de narrativas (la casta, la trama, el trío del bunker, el bloque monárquico) que ha relegado el relato social y el momento político de las necesidades materiales inmediatas de una gran parte de la sociedad, perdedora en la crisis económica y por culpa de las medidas de austeridad del último gobierno del PSOE y de los posteriores del PP.
La emergencia de Podemos estuvo asociada a la crisis económica, social y laboral desde 2008, que provocó una crisis de representación. Ésta, a su vez, causó la ruptura del bipartidismo PP-PSOE y desembocó en una crisis de gobernabilidad con la repetición de las elecciones en 2016. El multipartidismo crea una paradoja: al mismo tiempo que amplía el número de partidos, provoca la reducción de la influencia real de los ciudadanos en el momento de asignar responsabilidades, reduciendo su poder para castigar con la pérdida del gobierno por medio de unas elecciones generales. El gobierno en los sistemas multipartidistas no es el producto de la voluntad popular, más cercano en el bipartidismo, sino de los partidos y sus líderes, que ganan margen para mantenerse en el poder al margen de la voluntad popular. En definitiva, por inhibición, tacticismo o ambos, Podemos ha contribuido al statu quostatu quo, lo que ha imposibilitado mejoras sociales o la derogación de leyes socialmente nocivas. Con todo, el logro político más indiscutible de Podemos ha sido sumir al PSOE en la mayor crisis de identidad de su historia.
Podemos ha fallado también en hacer compatible como partido político el discurso de la gestión y participación horizontal con las prácticas de gestión donde se imponen el liderazgo y la verticalidad en la toma de decisiones. Prueba de ello no sólo ha sido la marginación de Íñigo Errejón, sino también la salida o caída en desgracia de perfiles destacados de Podemos como Roberto Uriarte, Gemma Ubasart, Enrique Riobóo, Sergio Pascual, José Manuel López, Carolina Bescansa o Albano Dante Fachin, y también decenas de personas afines a éstos, como una evidencia más del proceso natural que hace de los nuevos partidos viejos partidos. Todo ello ahonda la contradicción de ese discurso de horizontalidad frente a una gestión vertical institucional. A lo que se han sumado las dudas y la falta de auditorías de las consultas a las bases, vendidas de forma hiperbólica como cima democrática y que ha mostrado la caída en el autoritarismo consultivo de Podemos y, con ello, un nuevo repliegue identitario.
Otro de los signos identitarios de Podemos fue, en sus inicios, la idea de transversalidad ideológica e incluso, durante un cierto tiempo, de ser un partido sin ideología. Algo que, tras la derrota de Iñigo Errejón –impulsor de la corriente neomarxista– y de la alianza aritmético-electoral fallida con Izquierda Unida, se difuminó y dio paso a las evidencias de un marxismo clásico. Desde entonces Podemos ya está posicionado ideológicamente en la mente colectiva y no tiene marcha atrás posible.
Si el discurso alrededor del derecho a decidir le dio a Podemos réditos electorales autonómicos en Galicia, País Vasco y Cataluña, el conflicto provocado por el independentismo catalán le llevó a un serio error de comprensión, análisis y cálculo significativo. Iglesias y otros no supieron entender que el independentismo no planteaba sólo un problema político o territorial, sino que se trataba, además, de una crisis de convivencia provocada por un nacionalismo identitario excluyente y, por tanto, un conflicto partisano donde no caben posiciones ambivalentes. Un equilibrio que no funcionó bien con Catalunya en Comú-Podem, que perdió en diciembre de 2017 más de 40.000 votos y tres escaños en el Parlamento catalán respecto a Catalunya Sí que es Pot en 2015. Podemos ha quedado atrapado en Cataluña en la pinza identitaria donde el independentismo les acusa de cómplices con el Estado, monárquicos y unionistas, y el ámbito estatal, de ser independentistas o muy afines. En definitiva, en tierra de nadie.
Otro sensor de la pérdida de relevancia social de Podemos es el agotamiento de sus campañas de comunicación, lanzadas a la sociedad para definir los temas a debate en la agenda pública. De los enmarcados de la casta, la ciudadanía o el sorpasso, de gran éxito social y mediático, al declive con la trama y el tramabús o el bloque monárquico. No sólo ha habido un aprendizaje de los opositores (políticos y mediáticos) de Podemos para no activar más aún esos marcos negándolos, sino también una pérdida de interés social al alejarse de las demandas de solución de los problemas materiales de los ciudadanos para centrarse en temas más abstractos, ideológicos o partidistas.
La experiencia de gestión de la realidad de un país como la de Alexis Tsipras en Grecia –con un apoyo popular masivo en el referéndum de julio de 2015 y la posterior claudicación ante la UE, el FMI y el BCE por la presión del cierre de los bancos y el riesgo de un colapso económico total– tuvo que tener una influencia muy significativa en Iglesias y los responsables de Podemos. El paso de la teatralidad a la pragmática es el paso de la fantasía ideológica a la política real. Quizás esto ayude a explicar no sólo por qué en 2015 Podemos contribuyó al statu quo sino también por qué renunció a tener un papel activo en el arbitraje de medidas sociales que se estaban reclamando para reducir la desigualdad, el desempleo, la lucha contra la corrupción, el vaciamiento en más del 90% del Fondo de Reserva de la Seguridad Social, el deterioro de los servicios públicos, la paralización de las privatizaciones depredatorias y de las nacionalizaciones lesivas para el erario público, el cambio climático ignorado, etcétera. Podemos optó, seguro que por múltiples razones, por un estar en el hoy sin asumir la responsabilidad en la política nacional excepto una oposición presencial que no para de desgastarle.
Podemos, al contrario de lo construido por su propia narrativa, no emergió del 15M –un evento menos homogéneo, más caótico e invertebrado de lo que se ha comunicado– sino que es el resultado de su fracaso, por muy inspirador e icónico que fuese, incluso fuera de España. Es el fracaso del 15M lo que canaliza el ruido y la furia social de una cuarta parte de los votantes hacia Podemos y con ello provoca su éxito electoral municipal o regional. En las elecciones municipales de junio de 2019 se medirá el éxito de la gestión municipal de los ayuntamientos donde Podemos o sus confluencias han tenido responsabilidad directa en las necesidades más próximas de los ciudadanos. No se dilucidará si Podemos es o no la continuación del 15M.
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Mientras tanto Podemos sigue su viaje en el tiempo. Hacia atrás, al franquismo y la Transición, y hacia el futuro, donde parece que la única batalla que le queda por quemar –lo que ya llevan anticipando desde el verano de 2017– es la de cuestionar el modelo de Estado. Iglesias, en particular, no deja de cuestionar la utilidad de la monarquía –reforzada tras la gestión del órdago independentista catalán–, por lo que este órdago podría convertirse en el Rubicón político de Iglesias buscando una alianza líquida con republicanos –que le consideran un insincero oportunista–, independentistas –que le consideran un unionista– y buena parte de las cohortes generacionales más jóvenes pesimistas con su futuro.
El mayor riesgo de Podemos, tras su cuarto años de existencia como partido, es el de una creciente irrelevancia social y política debido al abandono del presente y a la falta de foco en las necesidades reales de la población, atrapado en un círculo ideológico que reduce los problemas del poder a la lucha de clases, cuando las relaciones de poder hoy en día superan con mucho ese ámbito. Veremos si el dinosaurio sigue ahí cuando despierte o es un campo de nabos. ___________________Miguel del Fresno
es sociólogo y profesor de la UNED.
Podemos, hoy más que nunca equivalente a Pablo Iglesias, ha ido perdiendo de forma sostenida tanto aquel carácter novedoso de su emergencia política como el apoyo mostrado por un amplio segmento social que parece estar en contracción. Por mucho que se puedan cocinar los datos demoscópicos, hay un patrón evidente: la creciente contracción de la intención de voto hacia Podemos y confluencias, y la muy baja valoración de Pablo Iglesias que, secundado por el anacronismo ideológico de Monedero, no son suficientes para sostener una notoriedad que no ha dejado de caer desde que fue el segundo partido en intención de voto en mayo de 2016. En enero de 2018 ha pasado a ser el cuarto, según la mejor fuente disponible, el CIS.