El poder, ausente en los análisis del Fondo Monetario Internacional

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Fernando Luengo

Un reciente informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) menciona la paradoja de que la sustancial reducción del desempleo observada en los últimos años no ha ido de la mano de un aumento de los salarios. El sentido común y el relato de la economía convencional plantea que la intensificación de la demanda de empleo por parte de las empresas y las administraciones públicas, y la consiguiente reducción de los niveles de desocupación, provoca, como en cualquier otro mercado, un crecimiento de los precios, en este caso, del precio denominado salario.

Sin embargo, no es esto lo que ha ocurrido. El aumento de los salarios nominales y reales, en estos años de generalizada recuperación de la actividad económica, medida a través del crecimiento del PIB, ha sido exiguo. En efecto, entre 2010 y 2016, en términos promedio, los primeros han progresado en la Unión Europea (UE) un 10,5% y los segundos un 2,4%; en la economía española los resultados aún son más discretos: el salario nominal ha aumentado un 2,1%, mientras que, en términos reales, se ha registrado una pérdida acumulada de capacidad adquisitiva del 2,5%.

Entre los factores que dan cuenta de esta evolución, el documento señala el exceso de oferta de trabajo en relación a su demanda, determinada a su vez por la de bienes y servicios. La resultante de ese desequilibrio ha sido una reducción en el número de horas trabajadas, que, entre otras cosas, se ha reflejado en la extensión (generalización en el caso de la economía española) de los contratos temporales y a tiempo parcial; involuntarios, esto es, los trabajadores afectados hubieran deseado contratos de mayor duración y jornadas laborales más largas. Otros factores manejados en el informe que, asimismo, han presionado a la baja sobre los salarios son la debilidad de la productividad del trabajo, la automatización y la competencia global.

Estamos acostumbrados a que esta y otras instituciones internacionales ignoren en sus análisis las relaciones de poder, quizá porque ellas mismas forman parte del entramado elitista y privilegiado que impone las hojas de ruta de las políticas que los gobiernos deben seguir (véase a modo de ejemplo las escandalosas retribuciones percibidas por la directora del FMI, Christine Lagarde, 350.000 euros cada año, a los que hay que sumar diferentes complementos y prebendas sobre los que apenas se dispone de información). Pero la consideración de esas relaciones es decisiva para analizar lo que se hace y lo que no se hace en economía; sin ellas resulta simplemente imposible entender la deriva salarial.

Por esa razón, es necesario reparar en la gestión que las oligarquías y las instituciones, que han sido tomadas al asalto por aquellas, han realizado de la crisis, pues esta gestión ha terminado de desnivelar las reglas del juego, a favor del capital y en detrimento de los trabajadores. Encontramos un buen ejemplo en las reformas laborales, introducidas en España y en otros países comunitarios –y que también ocupan un lugar prioritario en la agenda del europeísta presidente francés, Emmanuel Macron—, con la excusa de flexibilizar el mercado laboral para, de esta manera, crear empleo. Estas reformas han dado el poder a las empresas, debilitando a las organizaciones sindicales y a los representantes de los trabajadores, pervirtiendo y devaluando la negociación colectiva y abriendo las puertas de par en par a la represión, que no moderación, salarial. Esta ha afectado a la mayoría de trabajadores, pero no a las élites empresariales que, aprovechándose de su situación de privilegio, han continuado auto recompensándose generosamente.

Ello explica que la desigualdad salarial haya avanzado con carácter general. En nuestra economía, el aumento del índice de Gini ha sido de un punto porcentual entre 2010 y 2015 (último año para el ofrece datos el Instituto Nacional de Estadística). Asimismo, el grupo de trabajadores de bajos ingresos ha crecido, en idéntico período, en más de tres puntos, hasta situarse en el 16,7%; alcanzando el 13,2% el de los considerados pobres. Como se ha dicho antes, entre los factores contemplados por el FMI se encuentra el débil aumento de la productividad del trabajo (medida como producción por hora trabajada); como si, por definición, existiera un nexo entre esta variable y los salarios, como si el crecimiento de estos siguiera inexorablemente el de la productividad. Nada más lejos de la realidad.

En las décadas previas al estallido del crac financiero, las retribuciones de los trabajadores asalariados aumentaron, cuando lo hicieron, por debajo de la productividad, dibujando una tendencia de largo recorrido que apuntaba a su estancamiento. Eso explica que su peso en la renta nacional entre 1991 y 2007 en la UE15 (grupo de países para el que Eurostat ofrece información estadística para este período) haya pasado desde el 58,8% en 1991 hasta el 55,1% en 2007; los datos para la economía española son, respectivamente, del 61,3% y 56%. Precisamente, la desconexión entre ambas variables, y la desigualdad asociada a la misma, estuvo en el origen de la crisis; el aumento de la concentración de la renta y la riqueza y la creciente financierización de los procesos económicos tiene mucho que ver con esa brecha.

En los últimos años, el gap salarios/productividad ha permanecido y en algunos casos se ha hecho más pronunciado. En la UE, la productividad ha aumentado entre 2010 y 2016 un 4,7%, mientras que el avance de los salarios ha sido muy inferior, de dos puntos porcentuales. En la economía española la diferencia ha sido aún mayor: el alza de la productividad, del 6,7% –como consecuencia sobre todo de un acusado descenso en el número de horas trabajadas—, se ha dado en paralelo a una reducción en la compensación real por empleado del 3%. Estas dinámicas han cristalizado en una pérdida de peso de los salarios en la renta nacional; en algo menos de un punto porcentual en la UE y en un 3,2% en España; de nuevo batiendo récords... negativos.

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Los datos anteriores apuntan a que la represión salarial se ha instalado en el engranaje económico, ha impregnado la denominada construcción europea y forma parte del ADN del capitalismo que emerge de la crisis, acentuando una tendencia que ya era evidente antes de la misma. Son ciertamente diversos los factores que dan cuenta de esa evolución, por lo que no caben simplificaciones ni conclusiones apresuradas al respecto, pero me parece evidente que la configuración de las relaciones de poder debe estar en el centro de cualquier explicación verosímil.

Una consideración adicional para concluir. La deriva salarial y su naturaleza estructural no sólo impide sostener que estamos saliendo de la crisis (lugar común de un planteamiento sesgado, erróneo e inmoral). Para superarla, es imprescindible que los salarios (especialmente los de aquellos grupos de población que han perdido más capacidad adquisitiva) recuperen lo perdido a lo largo de esta década. Es necesario, para ello, crear las condiciones sociales e institucionales que preserven y fortalezcan la negociación colectiva y la democratización de las relaciones laborales, legislar a favor del empleo decente, debilitar las posiciones oligopólicas de las grandes corporaciones y limitar los privilegios de las élites empresariales. ________________Fernando Luengo es miembro de la Secretaría de Europa de Podemos.

Fernando Luengo

Un reciente informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) menciona la paradoja de que la sustancial reducción del desempleo observada en los últimos años no ha ido de la mano de un aumento de los salarios. El sentido común y el relato de la economía convencional plantea que la intensificación de la demanda de empleo por parte de las empresas y las administraciones públicas, y la consiguiente reducción de los niveles de desocupación, provoca, como en cualquier otro mercado, un crecimiento de los precios, en este caso, del precio denominado salario.

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