La banalización del lenguaje

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Al empezar a escribir, me vino a la mente un texto que les recomiendo tengan presente mientras leen este artículo:

"…La prosa castellana es otra desde Castelar, y eso es lo que habría que estudiar detenidamente en la obra del gran orador. Habría que estudiar la amplitud —soberbia— de la prosa de Castelar, su flexibilidad, su movimiento y, sobre todo, el ritmo musical, la magnífica musicalidad de ese estilo único..." (Azorín. De Granada a Castelar. Buenos Aires: Espasa-Calpe, 1944).

¿Podría algún intelectual de nuestra época hacer una glosa del lenguaje parlamentario de nuestra clase política de hoy en España como la que Azorín realizó sobre Emilio Castelar, político, escritor, periodista, ministro, presidente del Congreso de los Diputados, presidente entre 1873 y 1874 de la Primera República, y de nuevo diputado? Los amantes de la historia, como yo, recordarán que las crónicas cuentan que cuando Castelar iba a hablar en las Cortes, se anunciaba previamente en la prensa como si se tratara de un artista y que cuidaba la voz para pronunciar sus discursos en óptimo estado de timbre y modulación.

Les aseguro, además, que respecto del fondo, la enjundia de sus discursos era importante y trascendente; no se apreciaba una palabra mal puesta, ni un giro mal usado, ni una ironía descontextualizada; la cadencia de su lenguaje era precisa y se correspondía con el significado que se pretendía. Muy lejos de tal preciosismo, las declaraciones y el fuego cruzado de nuestros parlamentarios producen sonrojo. De la verborrea vacía de contenido, la superficialidad de las exposiciones, la elevación a categoría de lo obvio, se pasa, sin solución de continuidad, al reproche continuo; el "y tú más"; la descalificación al rival —enemigo— del partido de enfrente. Va subiendo el tono y alcanza cotas de agravio. Es verdad que entre ellos todavía no se arrojan zapatos u otros objetos, pero a este ritmo todo llegará

La sesión de control al Gobierno del pasado día 17 de marzo fue un buen ejemplo del bochorno que nos hacen sentir algunos de nuestros representantes cada vez que tienen ocasión.  Y en situaciones como las de ese miércoles, con el fondo de la moción de censura de Murcia, la descarada compra de diputados de Cs por parte del PP y el inicio de la precampaña electoral en Madrid, la batalla del mal gusto estuvo servida.

La descortesía

Desde el banco azul del Gobierno se acusó al PP de corrupción y transfuguismo resumido en malas artes y compra de votos. Por su parte, el líder de la oposición, Pablo Casado, denunció por "arrogancia, incompetencia e inestabilidad" al presidente Sánchez. Para centrar el origen de la cuestión, todo partía de una pregunta del PP al Gobierno sobre la gestión de la pandemia. Fiel al guion previsto, Iñigo Errejón, por Más País, intentó hablar sobre el tema, planteando la necesidad de contar con un plan de salud mental para todo el Estado, en relación a los efectos causados por la enfermedad.  Le interrumpió un fondo de risas muy poco corteses de los populares del que sobresalió Carmelo Romero, diputado del PP por Huelva, que tuvo la mala educación de gritar: "¡Vete al médico!". Las reacciones motivaron que el diputado lenguaraz tuviera que pedir disculpas más tarde. Tal exabrupto dice muy poco del señor Romero, que ha dado sobradas muestras de su capacidad para soltar veneno, en cuanto a su falta de consideración con los problemas que afronta una buena parte de la población de ansiedad o depresión, agudizados por la pandemia, y que en su etapa como alcalde de Palos de la Frontera ya demostró que era capaz de cometer acciones que, a día de hoy, siguen estando bajo la lupa de la justicia. En cuanto a sus excusas, como dice el periodista Nacho Alonso: "denostar con la boca grande delante de todos los medios, es decir, en el Congreso, y pedir disculpas luego en solo un medio, con la boca pequeña, es una vieja técnica que utilizan los populares desde hace años y que solo a ellos convence".

Les ahorro la vergüenza de volver a repetir más expresiones soeces vertidas en la sede de la representación democrática de los españoles, sobre todo cuando entraron en acción otros actores como la popular Cuca Gamarra o el sonoro y maledicente plantel de Vox.

Palabras peligrosas

El problema es que ese tipo de discursos, ya sea en el Congreso o el Senado o en los Parlamentos autonómicos aumentan cada vez más la escalada de insultos y por el camino eliminan de forma artera los conceptos y la explicación de los mismos; los contenidos y la pedagogía que debería acompañar a toda acción parlamentaria; y, probablemente, cuando concluyan sus eternos sofismas, ni recuerden o sepan quién fue Emilio Castelar o el propio Azorín.

Es cierto que toda contienda política tiene como fin cambiar la realidad de las cosas para mejorar el bienestar de la ciudadanía y, por ello, la obtención del poder es un medio y no un fin. Sin embargo, hoy por hoy, en esta pelea por hacerse con el poder, además de acabar con nuestra paciencia, los actores políticos reducen las palabras a expresiones burdas y soeces con las que alimentan proyectiles letales que hieren o directamente pretenden acabar con el oponente, sin que tenga mucho que ver lo que se dice y lo que se hace con la argumentación de la prosa que se utilice para ello. Todo vale. Y, con ello, se pervierte y banaliza el lenguaje hasta extremos peligrosos, utilizando expresiones de odio —que se popularizan— y términos que despojan de su valor a la democracia.

Una de las más sonadas y desafortunadas frases que hemos escuchado últimamente se debe a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a quien la institución de la que es titular y sus administrados parecen importarle un bledo, o directamente, no le interesan lo más mínimo. "Si te llaman fascista es que estás en el lado bueno de la historia", dijo la máxima representante de los madrileños y se quedó tan fresca. Díaz Ayuso anuló de golpe las barbaridades cometidas por el fascismo y minimizó su significado con muy pocas palabras, unas palabras que habría que estudiar desde la perspectiva jurídica ante el peligro que implican y la confusión que pueden provocar.

Este es un buen ejemplo de lo que quiero decir cuando expreso mi preocupación por cómo algunos políticos —y no solo los políticos— están banalizando cuando no corrompiendo el lenguaje, y con ello dando entrada al término para introducir de manera aparentemente inofensiva ideologías que son como puñales contra la convivencia.

Un mal antiguo

La preocupación por el riesgo de descafeinar conceptos álgidos viene de atrás. Un editorial de El Periódico del 29 de diciembre de 2018 lo expresaba con meridiana claridad a cuenta de la polémica entre ERC y Ciudadanos en el fragor del procés: "Uno de los últimos ejemplos parlamentarios es la decisión de ERC de que cada vez que Ciudadanos llame golpistas a los políticos independentistas, les responderán calificándoles de "fascistas". Pues ni una cosa ni la otra. En primer lugar, porque ni un adjetivo ni otro expresan fielmente la realidad y, en segundo lugar, porque su uso constante banaliza al verdadero fascismo y al auténtico golpismo, y es un insulto a las víctimas de fascistas y golpistas". Añadía con buen sentido el editorial: "No se trata de prohibir nada ni de impedir el ardor parlamentario, sino de que el debate se centre en las discrepancias políticas en lugar de en los ajustes de cuentas personales".

Venía a cuento de que el presidente del Parlament, Roger Torrent, preocupado por el modo en que se iban enzarzando las discusiones, convocó a los portavoces de los grupos parlamentarios para que no realizaran descalificaciones personales y se atuvieran al código de conducta de la Institución.

Pero no es menor el caso de senadores como el señor De Rosa, del Partido Popular, cuando, en una comparecencia solicitada por la propia Fiscal General del Estado, hace poco más de un mes, se desentendió del objeto a plantear y pasó a un ataque lleno de insultos e improperios contra la compareciente y su entorno, ocultando las razones y la verdadera base de esa degradación y su propia necedad para rebatir con argumentos la exposición de la fiscal.

Lo cierto es que la frecuencia con la que los ciudadanos y ciudadanas siguen los debates parlamentarios cada vez es menor y, cuando lo hacen, es para comentar los improperios, insultos y descalificaciones. De ese modo, desconocemos lo fundamental y los porqués de las iniciativas parlamentarias, al igual que no llegamos a escuchar la contraposición de argumentos que, en todo caso, deberían ser expuestos con respeto al sentido propio de las palabras.

Deplorable capacidad intelectual

A estas alturas, es difícil afirmar que en los medios de comunicación, algunos en particular, en los programas televisivos y en las redes sociales se pueda conseguir una calidad de lenguaje mínimamente aceptable. El insulto, lo soez y chabacano es lo más incisivo y lo que "pega" más. Y por ello, si las groserías de un rapero motivan indignación y escándalo entre las personas denominadas de orden, con mucho más motivo las barbaridades que se entonan desde la barrera de la política deberían hacer saltar todas las alarmas.  Pero no es así. Todo se consiente, todo se asume y para muestra la penúltima perla de la presidenta en funciones de la Comunidad de Madrid, contra su oponente preferido y preseleccionado, después de haber cambiado el lema de campaña de "Socialismo o libertad" por el de "Comunismo o libertad". (¡Ahí queda eso!) Se refería, claro, a Pablo Iglesias, al que, en el transcurso de una entrevista, definía de esta guisa: "Vive de los demás; es una política, la del comunista, la del caribeño con chándal, de vivir de los demás en grandes mansiones, en tener a su séquito de mujeres alrededor". 

Con esta parrafada, Díaz Ayuso desprecia el papel de Iglesias y, más grave aún, desdeña a las personas que son oriundas del Caribe y minusvalora al sexo femenino que pueda tener relación con el líder de UP. Todo ello en un despliegue tan próximo a Vox que se diría que Ayuso ya ha pasado el Rubicón y se ha entregado al abrazo de la ultraderecha.

En esta carrera por apropiarse del lenguaje para torpedear con sus contenidos, por el contrario, se provoca la confusión y en esa batalla ganan los que consideran que más tienen que perder, que son quienes se aferran al cargo o desean recuperarlo para, entre otras cosas, evitar que se destapen sus chapuzas e irregularidades.

Un experto en esta materia, si bien peor asesorado que su correligionaria madrileña, es el secretario general del PP, Teodoro García Egea, quien nos ha ilustrado con frases gloriosas del tipo de "Nadie nos puede dar lecciones de cómo defender a España, a nuestros empresarios, colectivos, agricultores..., en definitiva, de defender todo lo que nos une", o: "… nosotros somos españoles (..) y defendemos la caza, y el que quiera ir a los toros que vaya y al que no le guste que no lo haga porque no se prohíbe nada. Ya está bien". De ahí que reduzca el sentido de ser español a las monterías y al denominado arte de Cúchares. Y esto lo afirma alguien que en 2008 presumía de ser el ganador en un campeonato de lanzamiento de huesos de aceituna.

Como patanes

Pero no olvidemos la intención: se trata de desgastar al otro y en la pelea cae el lenguaje. Recuerden cuando Pablo Casado minusvaloró el duro tema de la Memoria Histórica, dejándolo en "las guerras del abuelo y las fosas de no sé quién", o cuando la senadora del PP Esther Muñoz, en una sesión de control al Gobierno en febrero de 2019 le espetó a la Ministra de Justicia que "...para crear una verdad de Estado, el Gobierno presupuestó 15 millones de euros destinados a que ustedes desentierren unos huesos en vez de mejorar a jueces y fiscales". ¿Hay mejor manera de despreciar y abatir la exigencia de reconocimiento y justicia de decenas de miles de personas?

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Utilizando como patanes el idioma, en una estrategia perfectamente medida y especialmente repugnante, logran el objetivo de minimizar la verdad, dándole la vuelta, sembrando la duda y adaptándola a los propios intereses. Para empezar falta el respeto, se pierde la cortesía con el de enfrente y de ahí a la ofensa va un paso. La banalización se ha convertido pues en una epidemia que se ha asentado en la política con intención de quedarse.

El brillante poeta y crítico literario del siglo XVIII Samuel Johnson afirmaba que el lenguaje es el vestido de los pensamientos. Siendo así, nuestros políticos cubren de harapos sus reflexiones, las vacían de sentido prostituyéndolas y nos dejan una muy deplorable imagen de la capacidad intelectual que los distingue.

Baltasar Garzón es jurista y presidente de Fibgar

Al empezar a escribir, me vino a la mente un texto que les recomiendo tengan presente mientras leen este artículo:

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