Ramón, ha sido el terrible accidente que te ha llevado el que me ha empujado a escribirte esta carta que había esbozado tantas veces. Siempre pensaba comenzarla contándote una anécdota de aquellos tiempos que ya nadie quiere recordar, los de la dictadura franquista. Alguna vez la he contado públicamente.
Lo que me ocurrió con aquel profesor, al que recuerdo como un tipo parecido a Luis Eduardo Aute, hasta en la media melena. Apareció como sustituto temporal a impartir una extraña asignatura a la que llamaban FEN, que significaba Formación del Espíritu Nacional, o que podría interpretarse como Falange Española Nacional.
Entre principios fundamentales del Movimiento Nacional, Cortes, familia, municipio y sindicato, aparecía un extrañísimo Fuero del Trabajo que dio lugar a que el profesor preguntase a traición si alguien sabría decir qué eran un jurado de empresa y un enlace sindical. No creí que buscase hijos de rojos, o de obreros, escondidos entre los pupitres, así que fui el único que levantó la mano y contestó a la pregunta, aunque sólo a medias. Ni idea de qué era un jurado de empresa, pero sí lo que era un enlace sindical.
Había escuchado, en algún momento, una de esas conversaciones encubiertas de los padres, medio clandestinas, compuestas de palabras susurrantes entreveradas de sobreentendidos para que los niños no captásemos casi nada. Entendí que entrabas y salías de la cárcel y de los calabozos, especialmente en fiestas nacionales significadas como San José Obrero, formabas parte de una cosa que se llamaba las Comisiones Obreras y además eras enlace sindical porque, al parecer, tus compañeros del taller metalúrgico en el que trabajabas te habían elegido para defenderlos de los abusos patronales.
Aquella pregunta, hoy me doy cuenta, cambió la trayectoria de mi vida. Me sentí orgulloso de saber la respuesta, de ti, de mí, especial, yo era el único, entre los más de cincuenta chavales que compartíamos aquella clase, que sabía algo que los demás ignoraban. Algo que tenía que ver contigo, con Ramón y con los muchos Ramones que vivían como yo por allí abajo, por Villaverde, o por cualquier barrio suburbano, como tú, en La Ventilla.
Por esta vez mis complejos se convirtieron en orgullo de madrugar, tomar una camioneta en la Plaza de Ágata, cargada hasta los topes de gentes que iban al trabajo, echar el día en aquel colegio de curas que presumían de haber comenzado enseñando a obreros, echar la tarde estudiando en las aulas vacías de otro colegio, esta vez nacional, que limpiaba mi madre, volver a una de las camionetas que salían abarrotadas hacia otros mundos, desde la plaza Drumen, frente al Hospital San Carlos, ahora Museo Reina Sofía, mientras la aguadora ofrecía su botijo a quien quisiera saciar la sed, a cambio de una moneda.
No tendrás un homenaje en un salón lleno de gente, con proyección de fotos y cortos documentales, actuaciones de cantautores de lo viejo y de lo nuevo, poetas que se recitan a sí mismos, actores que se recitan en otros poetas, o que presentan, introducen y glosan a líderes políticos, sindicales, a amigos que lo fueron más o menos, porque nunca quisiste ser más ni tampoco menos que cualquier otro. Igual que para Serrat cada niño es el suyo, cada hembra su mujer, te sigo encontrando en cada obrero honesto, porque todos llevan tu huella, tu nombre grabado. No en vano has sido uno de los mejores que haya nacido de entre ellos. Sus vidas son tu homenaje.
A fin de cuentas, tal como nos enseña Berger,
– Los muertos circundan a los vivos. Los vivos son el núcleo de los muertos. En este núcleo se encuentran las dimensiones del tiempo y el espacio. Lo que rodea al núcleo es la infinitud.
Los vivos, los muertos, los que alguna vez vivieron, los que vivimos y pensamos algunas veces, cada vez más, en los muertos, Ramón, la colectividad de los muertos que ya incluyen a los vivos. La infinitud. No podemos entenderlo. Buscamos respuestas en las religiones, en la Naturaleza, en el materialismo, en la inteligencia natural, o en la artificial, pero no hay respuesta que nos satisfaga y si la hay no podemos entenderla, sólo infinitud que nos envuelve a todos, los vivos, los muertos.
Alguien madrugará un mañana (cuando pase el maldito coronavirus), se echará a la calle, visitará a sus hermanas, a su hermano, a su vecina en la residencia, a su vecino en el hospital, saludará con una sonrisa a los conocidos en la calle, alguien acudirá por ti, contigo, a la manifestación de los pensionistas, a la de la sanidad, la educación, los dependientes, las mujeres, recorrerá disciplinadamente las calles del barrio, una hora diaria, todos los días del año, pese al maldito dolor de la columna, llamará por las noches a sus sobrinos, se acostará temprano con la radio en la almohada. Alguien cercano, o a quien no conocieras de nada, da igual, porque, volviendo a John Berger,
– Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos.
Sólo el egoísmo que trajo el dinero rompió esta relación y el mundo lo paga muy caro en forma de tiranía disfrazada de libertad, desigualdad disfrazada de oportunidades, injusticia disfrazada de solidaridad, mentira disfrazada de verdad. Todo lo que tú me hacías ver. Tu experiencia, única, irrepetible y por eso universal.
La experiencia de unos pocos héroes que se llaman como tú, Ramón, o como quiera que en su infinitud sean llamados, siguen madrugando y dando cuerda al reloj de la vida y de la muerte.
Hasta siempre, Ramón.
Ramón, ha sido el terrible accidente que te ha llevado el que me ha empujado a escribirte esta carta que había esbozado tantas veces. Siempre pensaba comenzarla contándote una anécdota de aquellos tiempos que ya nadie quiere recordar, los de la dictadura franquista. Alguna vez la he contado públicamente.