En la prensa y en las redes sociales alemanas de las últimas semanas circulan varios juegos de palabras y chanzas sobre los Corona-Idioten, término que no precisa traducción. Designa a los cientos de ciudadanos indignados que se concentraron en diversas ciudades, haciendo caso omiso de las recomendaciones de las autoridades sanitarias para evitar aglomeraciones, en protesta por lo que consideraban una intromisión de los gobernantes en su libertad individual y en los derechos fundamentales. Más aún, consideraban que el virus covid-19 no es sino una estratagema del gran capital para vender más productos, farmacéuticos en este caso, amenazar la democracia y, de paso, entregar a la Humanidad en manos de Bill Gates. En ese magma, que no se debía confundir con las protestas de los radicales de derecha, que también las hubo, sobre la Corona-Diktatur, se juntarían activistas antiglobalización, radicales de izquierda, ecologistas y cabreados de distinto color. Casi ninguna bandera. Sólo indignación. Pero, curiosamente, no eran los más afectados por la crisis sanitaria quienes más protestaban: trabajadores informales, inmigrantes en posición precaria, sectores sociales desfavorecidos, más enfermos crónicos y ancianos.
En otros países, sin embargo, las protestas contra las medidas de confinamiento y restricción de movimientos impuestas por las autoridades tienen un color muy distinto. En general, tampoco eran los más afectados por la emergencia del covid-19. Salvo los conatos de desórdenes públicos y de asaltos a supermercados que se registraron en algunos barrios urbanos del sur de Italia, quienes más han protestado, se han concentrado y han organizado caceroladas y otros sucedáneos de revuelta popular no son los más afectados. Son los más fastidiados, pero subjetivamente cabreados: por incitación de las redes sociales, por predisposición política, por frustración por no poder continuar con su vida normal, cuando llegaba el buen tiempo. La geografía de las movilizaciones así lo sugería: barrios acomodados y céntricos en España, zonas rurales y semiurbanas muy republicanas en los Estados Unidos. Había entre ellos, sin duda, pequeños empresarios y autónomos perjudicados por el parón económico. Y son minorías, aunque en algunas ciudades convenientemente aireadas por algunos medios de comunicación. Y, sobre todo, en España con banderas. Muchas banderas, españolas con o sin lazo negro. La patria, esa comunidad imaginada que supuestamente nos ayudará a superar la pandemia. Coronapatriotismo.
Es conocido de las ciencias sociales que no siempre protesta y se moviliza quien quiere, sino quien puede. Hacen falta recursos y redes comunicativas, hoy hiperabundantes. Y se requiere un lema movilizador. Ahí resurge la patria. Un observador ingenuo habría pensado que en tiempos de desolación global, ante un virus que no entiende de fronteras, idiomas y razas, la patria y el Estado-nación pasarían a segundo plano. La cruda realidad es que el patriotismo se convierte en una apelación y un refugio permanente, en un sentido o en otro. Los gobernantes contumaces en la desidia externalizaron fácilmente las culpas: el virus sería foráneo, producto de laboratorios chinos, inoculado por gentes extrañas de hábitos exóticos, a quienes les daría por comer murciélagos. Otros territorializaron las soluciones, centralizaron de paso la gestión de la crisis, y buscaron sutiles lemas bélicos: luchemos unidos contra un invasor. Otros más apelaron a lo bien que gestionarían ellos la crisis sanitaria si tuviesen todo el poder, y externalizaban así implícitamente la culpa: el vecino o el opresor nos contagia, y nos tiene manía a la hora de distribuir recursos. Al final, el Estado-nación, esa entidad decimonónica que periclitaría en la posmodernidad, según pronosticaban muchos observadores a fines del siglo pasado, sigue siendo el marco desde el que se arbitran políticas públicas que se juzgan eficaces. Cierres de fronteras, confinamiento estatal a la par que privado y familiar. La nación frente al virus.
Las guerras u otros momentos de crisis profunda no crean ex novo identidades nacionales, pero sí contribuyen a reforzarlas, a acentuar algunos de sus rasgos o a hacer más visible su presencia. Algo similar es observable en una situación excepcional como esta crisis sanitaria, que nos convierte a todos y todas en una inmensa retaguardia bélica de un frente imaginario. Donde la patria no está en discusión, o es sobreentendida, no parece resurgir en forma de ubicuas banderas en balcones y establecimientos. En Italia, por ejemplo, la tricolor resurgió en la esfera pública como símbolo de esperanza, de refugio en tiempos difíciles. Donde el sistema federal gozaba de una larga tradición de funcionamiento, y donde los mecanismos cooperativos están engrasados, se gestionó la crisis de forma descentralizada y razonablemente ágil, como en Alemania.
En España, sin embargo, no ha habido una eclosión de banderas rojigualdas como síntoma de solidaridad, sino de división. Así se puso en evidencia en las diversas caceroladas y protestas contra el Gobierno de Sánchez. Se ha optado preferentemente por los aplausos a los sanitarios, por los gestos de solidaridad con los afectados y los débiles, o por mensajes implícitos que inciden en parar unidos al virus, aprovechando la crisis para generar mayores vínculos entre las personas y, se supone, los territorios. Pero los símbolos nacionales españoles, en particular la bandera, se asocian únicamente a la petición del que se vayan protagonizada por lo que algunos ya han denominado el 15-M de los Borjamaris.
En tiempos de crisis, agitar sentimientos identitarios en un sentido o en otro presenta un potencial político demasiado tentador para cualquier pescador en aguas revueltas. A fin de cuentas, el alicorto cálculo político de quienes tremolan las banderas con saña, pensando no ya en el virus invasor (que parece que algunos anticuerpos muy españoles sí derrotaron), sino en que la crisis pasará antes o después, es que la ocasión la pintan calva para eliminar la antipatria que dejó pasar al coronavirus, en vez de sembrar las fronteras de pimentón. Y para otros más, es una buena oportunidad para seguir externalizando problemas, culpando una vez más al opresor de discriminación territorial. Se buscaron lemas grandiosos, agravios simbólicos en cifras de mascarillas; pero no siempre se recuerda que la frontera entre lo sublime y lo ridículo es a menudo muy delgada.
Toda gestión pública es debatible y mejorable, la oposición está para fiscalizar la acción de gobierno, y a menudo los reflejos territoriales en la gestión de la crisis han puesto en evidencia reminiscencias de otrora. Por ejemplo, la recurrente elección de la provincia, después matizada, como marco territorial de referencia para la desescalada. La recentralización de las medidas contra la crisis del Covid-19 puede ser vista como una señal de coordinación necesaria, pero también como un mensaje de desconfianza hacia las capacidades de gestión de las comunidades autónomas. Un síntoma de que falta cultura federal: las cesiones en materia de demarcaciones territoriales de gestión (áreas sanitarias, movilizad interprovincial, etc.) han sido a menudo resultado de la necesidad de negociar apoyos parlamentarios para prolongar el estado de alarma.
Que las banderas sólo sean enarboladas por algunos también muestra que el bicho ha cambiado en buena medida la vida y rutinas cotidianas de la gente, cuando no las ha arruinado y las ha sembrado de dolor. Pero que no ha mudado en la misma manera los hábitos simbólicos y las culturas políticas, sin duda más lentos en sus inercias. Al mismo tiempo, se pone en evidencia que buena parte de las élites políticas no parecen haber percibido cuáles son las preferencias actuales de la mayoría social. Del mismo modo que gran parte de la ciudadanía no sabe aún qué planes hacer para julio, agosto o septiembre, quizá quienes promueven caceroladas o siembran cizaña en las redes deberían tener en cuenta que, tal vez, esta crisis no se acabe en cinco, seis o diez meses. Y, por tanto, cualquier cálculo político, e identitario, a medio plazo puede convertirse en un bumerán, cuando no en un polvorín.
Al final, la línea entre coronapatriota y coronaidiota es más delgada de lo que parece. Y ni lemas, ni himnos, ni banderas inmunizan, que se sepa, contra el virus en las aglomeraciones, por muy patriotas que sean los anticuerpos.
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Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela
En la prensa y en las redes sociales alemanas de las últimas semanas circulan varios juegos de palabras y chanzas sobre los Corona-Idioten, término que no precisa traducción. Designa a los cientos de ciudadanos indignados que se concentraron en diversas ciudades, haciendo caso omiso de las recomendaciones de las autoridades sanitarias para evitar aglomeraciones, en protesta por lo que consideraban una intromisión de los gobernantes en su libertad individual y en los derechos fundamentales. Más aún, consideraban que el virus covid-19 no es sino una estratagema del gran capital para vender más productos, farmacéuticos en este caso, amenazar la democracia y, de paso, entregar a la Humanidad en manos de Bill Gates. En ese magma, que no se debía confundir con las protestas de los radicales de derecha, que también las hubo, sobre la Corona-Diktatur, se juntarían activistas antiglobalización, radicales de izquierda, ecologistas y cabreados de distinto color. Casi ninguna bandera. Sólo indignación. Pero, curiosamente, no eran los más afectados por la crisis sanitaria quienes más protestaban: trabajadores informales, inmigrantes en posición precaria, sectores sociales desfavorecidos, más enfermos crónicos y ancianos.