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El debate sobre la obligatoriedad y la falta de acceso global a la vacuna

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Fernando Lamata, Ramón Gálvez y Javier Sánchez Caro

El debate sobre la vacunación obligatoria frente al covid-19 nos llega importado de otros países que han empezado a establecerla para personas en determinadas circunstancias: personal militar, personal sanitario, personal de residencias de mayores, personal docente, etc. Italia lo plantea también para la población general. Ello nos lleva a preguntarnos si es conveniente que, en España, las autoridades sanitarias obliguen a vacunar.

Para analizar esta cuestión, lo primero que debemos tener en cuenta es la existencia de vacunas frente al covid-19 que han demostrado una alta eficacia, y que presentan unos efectos adversos limitados en el rango de edades para las que se han aprobado. Es decir, desde el punto de vista de las personas que reciben la vacuna, se cumplen los criterios de eficacia (aumenta su protección frente al virus) y de seguridad (el riesgo de efectos adversos es bajo) deseados. En segundo lugar, existiendo vacuna, es lógico que las autoridades sanitarias traten de lograr la mayor tasa de vacunación posible, para proteger tanto a cada persona vacunada como al conjunto de la población (la tan referida inmunidad de grupo).

Teniendo en cuenta estas dos consideraciones, podemos ver que, en España, el desarrollo de la campaña de vacunación ha sido un éxito rotundo. A día de hoy ha recibido la vacunación completa más del 70% de la población. Si ha habido alguna limitación durante estos meses para acceder a la vacuna, esta no ha sido la falta de voluntad de vacunarse, sino el número de dosis disponibles. El rechazo manifiesto a la vacunación se sitúa solamente en un 4% de la población. Observando esta evolución de la vacunación en España, podemos prever que la tasa de vacunación superará el 90%. Ante esta previsión, ¿es necesario obligar a vacunarse?

Conviene recordar que hasta ahora no ha existido en España la vacunación obligatoria, aunque es opinión extendida entre los juristas que podría establecerse, si se dan las circunstancias y condiciones necesarias, pues el ordenamiento jurídico tiene las herramientas necesarias para ello. Ahora bien, también es cierto que tampoco ha sido necesario, porque la cobertura de las vacunas incluidas en el calendario vacunal en nuestro país ha estado siempre por encima del 97%, gracias a un buen sistema de salud, a una buena atención primaria y a una salud pública en la que ha confiado la inmensa mayoría de la población. La información y la persuasión, por ello, han sido suficientes.

La vacunación obligatoria, bien sea para la población general, para determinados colectivos o para determinadas actividades (viajes), se debe considerar siempre valorando si es necesaria, ponderando pros y contras, beneficios y riesgos, tal y como aconseja la OMS. Hemos de tener en cuenta que su obligatoriedad afectaría a derechos fundamentales de la persona: su autonomía (libertad) —bajo la formulación bioética y jurídica del consentimiento informado—, la integridad física y la intimidad, fundamentalmente. Es por ello que su sacrificio requiere siempre la salvaguarda de la regla de la proporcionalidad: dicha medida debe estar prevista en la ley, ser idónea, necesaria y proporcionada en relación con el fin pretendido y adoptada bajo supervisión judicial. Es decir, la vacunación obligatoria exige una ponderación adecuada entre los valores individuales y los colectivos (salud pública), acentuándose la importancia de estos últimos a medida que aumenta el riesgo de manera global (inmediatez, gravedad y mortalidad). Se trata, pues, de un balance que debe hacerse en presencia de una situación concreta, con el mayor conocimiento posible y valorando las consecuencias de la decisión.

Por otra parte, las distintas medidas de salud pública deben buscar maximizar los beneficios y disminuir los riesgos para la persona y para la población. Si se adoptan medidas de forma precipitada o más drásticas de lo necesario, como la obligatoriedad de la vacunación, se puede generar desconfianza y rechazo en la población, de tal manera que resulte más difícil lograr la cooperación de la ciudadanía en casos en los que sí hubiera necesidad de adoptar dichas medidas. Lógicamente, si alguna comunidad autónoma lo plantea, la Comisión de Salud Pública puede estudiar la obligatoriedad de vacunación para personal de residencias, personal sanitario, etc., ponderando pros y contras desde los puntos de vista ético y de salud pública y buscando, en su caso, la forma legal de aplicación. Pero, en este momento, en España, no parece necesario. Hay margen para seguir insistiendo en las medidas no farmacológicas —mascarilla, distancia social, ventilación, lavado de manos, restricción puntual de movilidad o reunión, cuarentena, etc.— o bien en sistemas de cribado con PCR, así como el rastreo de casos y contactos. En cuanto a la vacunación, también hay margen para trabajar en los grupos donde se detecte menor tasa de cobertura, mediante información y persuasión, y garantizando la disponibilidad de vacunas.

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Es aquí, en la disponibilidad de vacunas a nivel global, donde realmente se debe centrar el debate sobre el aumento de la tasa de vacunación y la disminución del riesgo de nuevas variantes. El problema real es la insuficiente producción y distribución de vacunas en el conjunto del planeta. Y es que, mientras que en España y países de altos ingresos está vacunada más del 70% de la población, en muchos países de bajos ingresos la cifra no llega al 5%. Y mientras tanto, el virus sigue mutando y viajando. Aquí está el problema desde el punto de vista ético (muerte de miles de personas que podían no haber muerto) y de salud pública (protección de nuestra población y de toda la humanidad) y es en ello en lo que se deberían centrar nuestras autoridades sanitarias. Si la causa de la falta de vacunas y de los altos precios (10 o 20 veces por encima de su coste real) son los monopolios que los Gobiernos conceden a las empresas farmacéuticas, quizás la solución pase por suprimir los monopolios, aumentar la producción y bajar los precios para vacunar a toda la población mundial cuanto antes. Esto es lo que debería ser obligatorio para los Gobiernos europeos, en vez de bloquear la suspensión de patentes en la Organización Mundial del Comercio. Jurídicamente tiene solución. Hasta ahora, lo que ha faltado es voluntad política.

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Fernando Lamata es doctor en Medicina y especialista en Psiquiatría; Ramón Gálvez es especialista en Neurología, y Javier Sánchez-Caro es jurista y director de la revista Derecho y Salud. Los autores son colaboradores de la Fundación Alternativas.

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