La actualidad política española no cesa de proporcionarnos sorpresas e inquietudes, surgidas de decisiones de órganos judiciales o, como en este caso, de la Junta Electoral Central, que es un simple órgano administrativo encargado de velar por el cumplimiento de la normativa que rige la celebración de elecciones. Sus acuerdos están sometidos a la revisión y control de legalidad por la Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Ni siquiera la Constitución hace mención de ella como, por el contrario, contiene una referencia al Defensor del Pueblo o al Consejo de Estado.
Nada que objetar a la existencia de una Administración electoral que, por lo menos hasta el momento presente, ha venido funcionando con regularidad y, como es lógico, con decisiones que pueden ser más o menos compartidas. Pero lo sucedido este viernes desborda todos los parámetros de valores y principios democráticos constitucionales que rigen en los países que han asumido la cultura democrática y los valores que emanan de sus reglas.
Al parecer España, y a pesar de lo que dice el texto constitucional no es una monarquía parlamentaria sino una monarquía regida por los jueces y en este caso por instituciones desprovistas de la más mínima legitimación popular, que imponen sus decisiones en contra de los principios inalienables de la soberanía popular. Un Parlamento no es un órgano administrativo ni una oficina donde se tramitan leyes o se toman acuerdos, sino la sede de la soberanía popular que radica en la totalidad de los españoles y sectorialmente en los pueblos de las comunidades autónomas que eligen a sus órganos representativos.
Sin perjuicio de poner de relieve, una vez más, el dislate jurídico cometido por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña al considerar como símbolo partidista el lazo amarillo, que por cierto lucieron los acusados en la sede del Tribunal Supremo mientras eran juzgados. Si no se quiere perder el sentido de la orientación, un análisis racional y lógico de su significado nos lleva a considerar que se trataba de un símbolo de protesta contra la prisión preventiva de las personas que estaban siendo juzgadas en el Tribunal Supremo. Por cierto, prisión preventiva que ha sido considerada como arbitraria por Naciones Unidas.
La sentencia condenatoria por desobediencia a un órgano cuyo rango administrativo es imposible encajar en el ámbito del Poder Judicial, y mucho menos como superior jerárquico de un presidente de un gobierno autonómico no es firme y como es lógico está pendiente de un recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
Manipulando la interpretación de la Ley General Electoral, la Junta Electoral Central, en su reunión de este 3 de enero de 2020, ha resuelto destituir al presidente de la Generalitat arrogándose atribuciones que corresponden en exclusiva al Parlament de Cataluña, según se desprende con claridad de su Estatuto y por extensión abarca a todos los presidentes de las distintas autonomías que componen el Estado español.
La norma ha sido distorsionada ya que, sin perjuicio de reconocer que hace una referencia a condenas no firmes por delitos contra la Administración Pública, su aplicación afecta solamente a personas que no tienen la inmunidad y la inviolabilidad parlamentaria. Los componentes de la Junta Central, por una mayoría de siete votos contra seis, deberían haberse leído antes el Estatuto de Cataluña para llegar a una interpretación constitucional y democrática que evitase el bochorno constitucional de atentar contra la inviolabilidad de un Parlamento. Por cierto, esta decisión a lo mejor encaja en el artículo 499 del Código Penal que castiga a la autoridad pública que viole la inmunidad de un Parlamento.
La lectura correcta, con arreglo al principio de la división de poderes y la preeminencia de los Parlamentos, en los que radica la soberanía popular, les podía haber llevado a la conclusión de que el artículo 55 del Estatuto de Cataluña establece que el Parlamento representa al pueblo de Cataluña y que, como dice textualmente en su apartado tres, el Parlamento es inviolable.
A diferencia del Parlamento español, en el que el presidente del Gobierno puede ser elegido entre personas que no tengan la condición de parlamentarios, el Estatuto de Cataluña establece, en el mismo artículo, que el presidente o presidenta de la Generalitat será elegido por el Parlamento de entre sus miembros. De momento, y sin perjuicio de otras actuaciones, la Junta Electoral Central ha dicho que esa capacidad de elección la puede eliminar o suprimir una decisión de un órgano administrativo cuya misión principal es velar por que se cumplan las normas que regulan las elecciones.
El artículo 67 del Estatuto de Cataluña establece, de forma tajante e inequívoca, las causas de cese del presidente o presidenta. Como es lógico contempla la renovación a consecuencia de unas elecciones, una moción de censura o denegación de una cuestión de confianza, añadiendo, por supuesto, los casos de defunción, dimisión o incapacidad permanente física o mental, reconocida por el Parlamento, no por un médico o un Colegio de Médicos que lo inhabilite para el ejercicio del cargo, o por condena penal firme que le inhabilite para el ejercicio de cargos públicos.
Imagino que los seis votos disidentes habrán tenido en cuenta esta jerarquía de valores y que habrán estimado que ni siquiera la Junta Provincial Electoral de Barcelona debiera haber entrado en la valoración de una denuncia partidista, absolutamente infundada y fuera de los principios constitucionales, cuya pretensión era simplemente la de dinamitar la convivencia y la posible salida al conflicto político catalán.
En todo caso esta decisión de un órgano administrativo puede ser recurrida ante la Sala Tercera del Tribunal Supremo, lo que equipara sus resoluciones a otras procedentes de órganos de la administración desprovistos de cualquier potestad o soberanía concedida por la voluntad de los electores. No comparto la tesis de los que creen que la decisión es inmediatamente ejecutiva, ya que en el recurso contencioso administrativo se pueden pedir medidas cautelarísimas que suspendan los efectos anómalos de la decisión mayoritaria de la Junta Electoral Central. Por cierto, compuesta por ocho magistrados del Tribunal Supremo y por cinco catedráticos especialistas en derecho constitucional que podrían haber informado a sus colegas de cuáles son las pautas y jerarquía de valores en un sistema parlamentario según establece nuestra Constitución.
Mientras llega la decisión definitiva nos podemos enfrentar a una cascada de resoluciones insólitas que no vienen sino a remover las aguas turbulentas en las que se mueven, con como pez en el agua, aquellas fuerzas que minusvaloran la soberanía popular y pretenden colocar por encima sus pretensiones partidistas y en muchos casos sectarias. En esta cascada a la que me refiero podríamos encontrarnos con que el Parlamento de Cataluña considerarse que su inviolabilidad ha sido vulnerada por la Junta Electoral Central y se negase a la destitución, y las fuerzas llamadas “constitucionalistas”, con notorio desprecio e ignorancia de las reglas de una democracia constitucional, acusasen al presidente de desobediencia y entramos otra vez en un circuito cuyas motivaciones están cada vez más claras.
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Se trata de dinamitar la posibilidad de la investidura, pensando que Esquerra Republicana va a caer en la trampa de esta burda maniobra antiparlamentaria. Ni siquiera se pueden invocar los antecedentes de aplicación de este artículo que necesita una urgente derogación, ya que declara una persona inelegible con carácter retroactivo, que sería algo parecido a las sentencias del Tribunal de la Rota romana cuando anulaban matrimonios de diez años de duración y con hijos, por falta o defectos de consentimiento.
En fin, lamentablemente creo que esto es un anuncio de lo que ya muchos tenemos asimilad: estamos en la fase de los fuegos artificiales pero falta la traca final. Atentos a los acontecimientos venideros. ______
José Antonio Martin Pallin es abogado y magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra)
La actualidad política española no cesa de proporcionarnos sorpresas e inquietudes, surgidas de decisiones de órganos judiciales o, como en este caso, de la Junta Electoral Central, que es un simple órgano administrativo encargado de velar por el cumplimiento de la normativa que rige la celebración de elecciones. Sus acuerdos están sometidos a la revisión y control de legalidad por la Sala Tercera de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Ni siquiera la Constitución hace mención de ella como, por el contrario, contiene una referencia al Defensor del Pueblo o al Consejo de Estado.