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Elogio del desertor

Teresa Aranguren

No hay mayor valentía que la del que se enfrenta a los suyos cuando los suyos, piensa él, están actuado en contra de la justicia, de la verdad, de la razón… Somos seres sociales que necesitamos no solo el contacto sino la aceptación del prójimo, nuestro próximo, el tú que conforma nuestro yo y el vosotros que conforma nuestro nosotros. En el mundo antiguo y en mundos actuales que aún conservan vestigios de la vida del pasado, el aislamiento y el destierro son castigos tan extremos como la muerte.

Recuerdo el caso que me contaron en la ciudad de Petra en Jordania, un territorio habitado casi exclusivamente por beduinos que en la actualidad, a instancias de la política “modernizadora” del gobierno, han dejado de ser nómadas pero siguen siendo beduinos; estábamos sentados con un vasito de té muy caliente en las manos, en una jaima abierta a la belleza de la ciudad nabatea del desierto que durante siglos había permanecido oculta tras una muralla de pétreas montañas, cuando alguien preguntó por el hombre  que, se decía,  estaba condenado a la exclusión de su clan. No llegaron a explicar cuál había sido el delito de aquel beduino que vagaba por las montañas de Petra pero sí el castigo que se le había impuesto: nadie de la tribu podía hablarle, tocarle ni tan siquiera acercársele, ni padres ni hermanos ni esposa ni hijos, nadie le dirigía la palabra ni le miraba a los ojos, estaba expulsado del grupo; para un beduino, me dijeron entonces, ese castigo es peor que la muerte.

En nuestras digitalizadas e hiperconectadas sociedades actuales, el aislamiento ya no es un castigo, a veces es una aspiración, pero la presión del grupo en forma de likes, seguidores o bloqueo en las redes sigue siendo un factor de control social de primer orden. Oponerse al grupo, no seguir sus dictados, se sea beduino o ciudadano de nuestro sofisticado, tecnológico e hiperdesarrrollado mundo, tiene un precio y casi siempre es caro. Sobre todo en los momentos de exaltación colectiva que preceden y acompañan a las guerras, cuando las preguntas más lógicas, cuántos muertos llevamos, hasta cuándo durará esto, resultan inconvenientes y convierten a quien osa formularlas en sospechoso de cobardía o traición.  Durante la I Guerra Mundial a los desertores se les fusilaba, a veces eran los mismos jóvenes que meses antes habían marchado al frente cantando canciones populares y patrióticas por las calles de su ciudad entre los aplausos de sus vecinos. No todas las guerras son iguales aunque todas son atroces.

A diferencia de la II Guerra Mundial contra la Alemania nazi, que contó con el imperativo moral de combatir el fascismo, la guerra del 14, aquella gran carnicería que diezmó a toda una generación de jóvenes europeos no tuvo justificación ética, fue consecuencia de la insensatez de los mandatarios europeos del momento que tras no evitar que estallase no la frenaron. Y fue un crimen.

Ahora tenemos una guerra en Europa que, algunos advierten, podría convertirse en la III Guerra Mundial aunque al parecer quienes mandan en Europa descartan esa posibilidad y suelen calificar de apocalípticos cuando no de pro-rusos a quienes mencionan este riesgo. Hay mucho interés en acentuar el carácter “moral” de esta guerra equiparándola con la que se libró contra la Alemania nazi; en el lado ruso se recuerda la Gran Guerra Patria contra el nacismo y se justifica la “operación especial “, el eufemismo que trató de escamotear la realidad de la invasión, apelando al compromiso ético de “proteger “a la población filo-rusa o directamente rusa del Donbas; en el lado ucraniano y de la OTAN se busca equiparar esta guerra con la que se libró contra el fascismo y se identifica bastante burdamente a Vladimir Putin con Hitler.

La guerra del Donbás, antesala de la actual, iba a ser una guerra escondida de la que apenas se habla porque no cuadra con el relato establecido sobre lo ocurrido en Ucrania

No es la primera vez que se utiliza este recurso, cuando en 2003, Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak, Saddam Hussein fue también el nuevo Hitler, las fuerzas estadounidenses y británicas eran “los aliados” lo que reforzaba la equiparación con la II Guerra Mundial y en los medios de comunicación estadounidenses, el término invasión fue sustituido por el de “intervención” que sonaba más aceptable. Por cierto, no recuerdo que ningún gobierno propusiera entonces el bloqueo económico, diplomático y político contra Estados Unidos por el crimen de aquella devastadora invasión.  Pero esa es otra historia.

Lo cierto es que no es con la II sino con la I Guerra Mundial con la que esta contienda en el corazón de Europa presenta alarmantes similitudes; entonces como ahora, la guerra fue el resultado del proceso que los intereses geoestratégicos de los viejos imperios y las grandes potencias pusieron en marcha y que conducía inexorablemente a la confrontación. El atentado de Sarajevo no explica por sí mismo lo que vino después: una de las mayores matanzas de la historia europea. Tampoco la invasión rusa de Ucrania explica por si misma la sangría de vidas y recursos que está viviendo Europa y el riesgo no descartado de una conflagración nuclear. En último término es el viejo imperio ruso y la gran potencia estadounidense, vía OTAN, los que se están enfrentando en suelo europeo.

Se podría decir que, desde la llamada revolución naranja, en gran parte financiada por organizaciones estadounidenses, que provocó la salida del presidente Yanúkovich, las cartas estaban echadas y señalaban guerra civil con injerencia exterior. Porque Ucrania no es solo la que se concentró masiva y entusiásticamente en el Euromaidán con el apoyo explícito del entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden que en esos días viajó a Kiev para respaldar las reformas neoliberales y las privatizaciones del nuevo gobierno; había otra Ucrania que hablaba ruso, se sentía próxima a Rusia y sobre todo se veía en peligro por las medidas claramente hostiles del gobierno de Kiev, derogación del estatus oficial del idioma ruso, suspensión del pago de pensiones, concentración de tropas en la zona… Mientras en Kiev, el vicepresidente estadounidense Joe Biden se dirigía a la Rada, el parlamento ucraniano, el 21 de abril de 2014, en el sureste del país, en la región del Donbás, comenzaba la guerra.

Días después, durante las celebraciones del 1 de mayo en Odesa, una gran concentración de manifestantes que pedía la federalización del país fue atacada por grupos neonazis de Pravy Sector y del batallón Azov, en su mayoría llegados de Kiev y armados con garrotes, escudos y armas de fuego; parte de los manifestantes se refugió en la sede de los sindicatos, que fue atacada entonces con cócteles molotov provocando un gran incendio que dejó atrapadas a muchas de las personas que habían buscado refugio en el edificio. Las imágenes transmitidas en directo por la televisión mostraban a grupos ultras cerrando el paso a los coches de bomberos y rematando en el suelo a quienes se habían lanzado por las ventanas para escapar de las llamas. Hubo 42 muertos, 214 heridos y ninguna condena. Diez días después, el 11 de mayo de 2014 se celebraron, sin presencia de observadores internacionales, los referéndums en el Donbas ; el aplastante triunfo del sí a la secesión de Ucrania no fue reconocido por ningún país. A partir de ese momento son los sectores más radicales y fanáticos de uno y otro lado los que se hacen con el control de la situación haciendo imposible cualquier salida negociada al conflicto. La guerra del Donbás, antesala de la actual, iba a ser una guerra escondida de la que apenas se habla porque no cuadra con el relato establecido sobre lo ocurrido en Ucrania.

En el verano del 2022, cuando habían pasado varios meses de la invasión rusa, conocí en un pueblito de Andalucía a una pareja, ella era española y muy comunicativa mientras que él, sin duda de algún país eslavo, permanecía muy callado. Hasta que dijo: “soy ucraniano pero mi corazón es ruso”. Después, como si hubiera roto una barrera de silencio impuesto, contó que era de Donetsk, en el Donbás, que en el verano de 2014 el ejército ucraniano había bombardeado la casa de la familia no una sino varias veces, que sus padres y su hermano seguían viviendo en Donetsk y le contaban lo que estaba pasando y por qué nadie hablaba de eso. Boris, así le llamaré porque no quiero causarle problemas dando su nombre real, dice que querría ir a ver a su familia pero que no puede arriesgarse a pisar Ucrania y que le alisten en el ejército y le obliguen a luchar contra sus hermanos… Los jóvenes rusos que salieron del país para evitar ser movilizados seguramente piensan lo mismo. Quizás la única opción moral en esta guerra es desertar de ella.   

(Por cierto, el periodista español Pablo González lleva ya más de 18 meses encarcelado en Polonia, lo recuerdo y lo recordaré en todo texto que escriba, para combatir el escandaloso silencio que rodea su caso.)

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Teresa Aranguren es periodista y escritora.

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