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España, una democracia fallida

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Juan Manuel Aragüés Estragués

De un tiempo a esta parte, se han venido multiplicando los indicios que permitían cuestionar la calidad democrática del sistema político de la España postfranquista. De un tiempo a esta parte, las certezas en torno a la continuidad estructural entre la dictadura y el actual sistema político se iban acumulando de un modo realmente inquietante. Los síntomas de que los aparatos de Estado, la judicatura, las fuerzas de seguridad, continuaban bajo profundas inercias antidemocráticas, se han venido evidenciando día a día y se han manifestado con una mayor virulencia en los momentos –el 15-M o la cuestión catalana– en los que el "orden establecido" se ha sentido amenazado.

España carece de una derecha con convicciones democráticas. Su cordón umbilical con un pasado funesto es tan poderoso que ya ni siquiera se esfuerza en disimularlo, como intentó en los inicios del periodo "democrático". Sus pulsiones golpistas, y más tras la aparición de una potente extrema derecha, son manifiestas en los momentos de crisis. Su eslogan no es el viejo "antes muertos que rojos", sino "antes muertos que demócratas". Por su parte, la izquierda institucional, representada por el PSOE, ha sido incapaz de reivindicar nuestra tradición republicana y democrática, y ha contemporizado con los poderes fácticos, lo que ha provocado que las nuevas generaciones, que no han vivido una revisión crítica de la historia de España, carezcan de un relato democrático que confronte con una herencia franquista que posee, desgraciadamente, un enorme peso sociológico. El PSOE solo ha transformado la escuela para convertirla en un insoportable nicho psicopedagógico, pero se ha olvidado de democratizar sus contenidos.

El 15-M supuso un punto de inflexión en la política española, hasta tal punto de que los cimientos de la misma se tambalearon. La aparición de formaciones de nuevo cuño –Podemos, Comunes, Mareas– implicó una amenaza para el orden establecido. Y este se apresuró a conjurarla. Muchos fueron los errores por parte de esas nuevas formaciones, no hay que olvidarlo. Pero la ofensiva del Estado, sus cloacas y todos aquellos (medios de comunicación, grandes empresas, élites económicas y sociales) que viven de ese orden, fue de una extrema contundencia. En todos los ámbitos. Desde la creación de un "Podemos de derechas", Ciudadanos, hasta la implementación de una "policía patriótica" encargada de construir escándalos contra estas formaciones, pasando por una judicatura atenta a encausar sin base jurídica a los sectores críticos de la población, y por unos medios de comunicación convertidos en máquina de propaganda política sumisa a los intereses de los que, en realidad, son sus dueños.

Conviene recordar que ya en los años 90, cuando Izquierda Unida comenzaba a crecer a expensas de un PSOE anegado en la corrupción y Julio Anguita se convertía en el líder político mejor valorado, a pesar de que IU nunca tuvo expectativas de ser una fuerza de gobierno, se desató una terrible cacería, expresión virulenta de la respuesta que el orden establecido proporciona siempre que se siente amenazado. Un orden en el que, para salvar las apariencias, adquieren protagonismo actores que se recubren de una pátina progresista.

Estos días constatamos la profunda miseria de la democracia española, asentada sobre una Transición que transitó bien poco. Ya sabíamos de la profunda corrupción sobre la que se asienta la derecha española, cuyas organizaciones se asemejan más a organizaciones criminales que a partidos políticos. Ya sabíamos de las querencias reaccionarias de la judicatura española. Éramos conscientes de los vínculos de los aparatos represivos con la extrema derecha y su vocación de "caza del rojo". También lo éramos de que nuestra monarquía, herencia directa del franquismo, además de corrupta, actúa en coherencia política con sus orígenes. Sin embargo, los audios entre el comisario Villarejo y Antonio García Ferreras elevan el nivel de escándalo a tales extremos que se hace muy difícil ya creer en el carácter democrático de nuestra sociedad.

Debemos entender los audios entre el presentador de 'Al Rojo Vivo' y el comisario Villarejo, en el entramado de la potente maquinaria que el orden constituido emplea para mantener sus privilegios.

Queda atestiguado que ha habido una trama para hundir a Podemos. Y queda atestiguada la connivencia entre sectores de la policía, de la judicatura y de los medios de comunicación. En este juego de iniquidades, escuchamos a un periodista, Antonio García Ferreras, argumentar, tras los audios en los que se habla de la falsedad de las informaciones sobre Podemos, que nunca ha transmitido informaciones de cuya falsedad tuviera constancia, cosa que, a tenor de lo escuchado, resulta muy difícil de creer. Pero es que lo que hay que recordarle es que su función como periodista no es transmitir informaciones que sepa que son falsas, sino solo aquellas de cuya verdad tenga constancia. Hablamos de periodismo, no de rumorología.

Los poderes fácticos de nuestro país siempre han llevado muy mal ser puestos en cuestión. A la II República solo le concedieron cinco años de vida, antes de ahogarla en sangre y fuego. La democracia naciente, en 1975, hubo de sortear un golpe de Estado y varias intentonas. En las sociedades posmodernas, el ruido de sables no está de moda y se sabe que es mucho más eficaz la utilización de estrategias de comunicación que moldeen las posiciones políticas de la población.  En ese marco debemos entender los audios entre el presentador de Al Rojo Vivo y el comisario Villarejo, en el entramado de la potente maquinaria que el orden constituido emplea para mantener sus privilegios y para conseguir moldear a la opinión pública para que, cada cierto tiempo, avale con su voto, o con su hastiada abstención, el estado de cosas que le interesa. Como ya dijimos en las calles un 15 de mayo de 2011, “lo llaman democracia y no lo es”.

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Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza y autor de Ochenta sombras de Marx, Nietzsche y Freud.

De un tiempo a esta parte, se han venido multiplicando los indicios que permitían cuestionar la calidad democrática del sistema político de la España postfranquista. De un tiempo a esta parte, las certezas en torno a la continuidad estructural entre la dictadura y el actual sistema político se iban acumulando de un modo realmente inquietante. Los síntomas de que los aparatos de Estado, la judicatura, las fuerzas de seguridad, continuaban bajo profundas inercias antidemocráticas, se han venido evidenciando día a día y se han manifestado con una mayor virulencia en los momentos –el 15-M o la cuestión catalana– en los que el "orden establecido" se ha sentido amenazado.

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