El pasado miércoles, en estas mismas páginas, mi respetado colega, el profesor Sánchez Cuenca, publicó un artículo “Esperanza y libertad”, con el mismo título de un libro del exconseller Romeva, libro que se presentó en el centro cultural Blanquerna, en Madrid.
Por supuesto, cada uno es muy libre de depositar sus afectos o empatía en quien se lo inspire. En este caso, valoro además la coherencia que supone el gesto de solidaridad del profesor Sánchez Cuenca, que le llevó a visitar en la cárcel al Sr. Romeva. Es muy difícil no empatizar con quien se encuentra privado de libertad, en una aplicación que muchos consideramos desmedida de la excepcional prisión preventiva, aunque haya actuado en su contra el comportamiento en mi opinión poco solidario y digno de los huidos (que no exiliados, a mi juicio), los señores Puigdemont, Comín y Ponsatí, a diferencia, por ejemplo, del conseller Forn. Exiliado, para decirlo claro, fue Machado. Las diferencias saltan a la vista.
Puedo comprender, aunque no lo comparto, la empatía e incluso el contagio emotivo con el relato épico de los «valientes perdedores», tratados con crueldad y convertidos en las víctimas heroicas. Lo que no me parece aceptable en quien sostiene la exigencia de una cultura democrática, plural, abierta a la crítica, como el profesor Sánchez Cuenca, es que se omita toda referencia al propósito para el que se crea ese relato épico que pretenden hacernos creer los exconsellers y los Sres. Sánchez y Cuixart, entre otros: humillaciones, injusticias, crueldades a las que habrían sido sometidos los presos del procés y que soportarían con talante que habría que comparar con el de Gandhi o Mandela.
Me llama la atención, sobre todo, la omisión de la obviedad de que aquí hay un ejemplo de manual de la utilización de un recurso predemocrático para la justificación del vínculo político. En este caso, el mito de un pueblo, el catalán, que por emplear la increíble argumentación del Sr. Cuixart, propia de un narrador de cuentos, que no de un líder civil del siglo XXI, “llevaría en su ADN” las notas excelsas de pacífico, resistente, demócrata y todas las demás cualidades que se quiera añadir, sin mezcla de mal alguno, no como esos otros pueblos ibéricos. Una narrativa que deja tamañitos los esfuerzos de los Wagner, Schiller, Grimm et alia para proporcionar los mitos fundadores del proyecto político hegemónico del prusiano Bismarck y que, en el fondo, tanto se asemeja a la mística nacionalista franquista, malgré soi: una nación depositaria de todos los valores occidentales, precursora de la justicia y del combate contra el mal, amparada en su icono religioso, al que se sitúa por encima del debate civil. O sea, sospechosamente cercana a la narrativa de Covadonga, el Cid y los Reyes Católicos que invoca el Sr. Abascal para su relato sobre el inmarcesible pueblo español.
Sé que el autor subraya elementos que deben ser tenidos en cuenta y que diferencian al Sr. Romeva de la actitud de otros compañeros del procés: un espíritu autocrítico (que me parece un tanto exagerado y autoindulgente si se contrasta con sus hechos como conseller) y una posición, por lo que sé, claramente laica. Porque tampoco entiendo que en el análisis del proyecto secesionista se omita otro elemento predemocrático de esa narrativa, otra similitud a mi juicio extremadamente preocupante: las raíces nacionalcatólicas de la misma, que poco tienen que envidiar a las de cierto franquismo, aunque aquí la montaña de Covadonga y su Santina sea sustituida por el aura intocable de Montserrat, envuelta en las resonancias wagnerianas tan caras al Liceu y presididas por la devoción a la Moreneta y su corte benedictina. Véase como botón de muestra la ausencia de la menor crítica por parte del Govern en relación con las evidencias de abusos de menores en el monasterio de Montserrat y la complicidad de los abades en su encubrimiento, incluidas presiones a las familias. Ni Torra, ni Artadi, ni Puigdemont, ni Bonvehí han dicho esta boca es mía; por cierto, tampoco Romeva, Sánchez, Rull ni Turull; menos aún ese acendrado creyente que es Junqueras. ¿Pueden ser propuestos como políticos modelo a estas alturas del siglo XXI quienes, como Junqueras y algunos de sus consellers en prisión, viven aún en la confusión normativa de que los argumentos religiosos son materia probatoria en el ámbito civil –“si yo soy buen creyente, si milito en Cáritas o en tal o cual parroquia o asociación juvenil católica, no puedo ser mala persona, ni mucho menos delincuente”–, como si no supiéramos de casos de supuestos buenos creyentes que parecen haber expoliado a los ciudadanos, a los contribuyentes, desde Urdagarín a Cotino o Camps?
Lo que me importa es lo siguiente: el profesor Sánchez Cuenca considera a Romeva exponente de “un grado máximo de conciencia sobre los principios democráticos que deben regir la acción política y aun la vida misma”. Un auténtico «espejo de demócratas». Y pregunto: ¿puede ser presentado como espejo de demócratas alguien como el Sr. Romeva, uno de los responsables políticos de lo que comporta el más grave atentado posible a la democracia, que no es otro que engañar deliberada y continuamente a sus ciudadanos, contribuyendo decisivamente (con la ayuda inestimable del Gobierno Rajoy) a un enfrentamiento civil que sólo ellos se niegan a ver? Advierto que no hablo de responsabilidades penales, que eso corresponderá al TS. Es verdad que, en su descargo, podría alegarse que lo que hizo el Govern Puigdmont tiene prestigiosos antecedentes. Por ejemplo, el alegato platónico de la “noble mentira”, o el de Federico II de Prusia cuando, a sugerencia de Voltaire, convocó el concurso de la Academia de Ciencias de Berlín de 1778, bajo el lema “¿Conviene engañar al pueblo por su propio bien?”.
Porque, si algo ha quedado claro, entre otras cosas por las declaraciones de los propios responsables, como la Sra. Ponsatí y ahora por las declaraciones en el juicio al procés ante el TS, es que engañaron una y otra vez a sus partidarios, a dos millones largos de ciudadanos que, en su inmensa mayoría, son independentistas de buena fe, un hecho que, sin duda, no podemos permitirnos ignorar.
Los engañaron al hacerles creer que saltarse unilateralmente las reglas de juego (la Constitución y las decisiones del Tribunal Constitucional, que declararon no vinculantes para Catalunya) era ejercicio de la democracia. Los engañaron al proclamar un mandato democrático nacido de un referéndum que no puede considerarse tal, porque careció de las mínimas garantías de un referéndum democrático. Engañaron conscientemente a quienes creyeron de buena fe en el advenimiento de una República catalana de leche y miel, que se podía declarar unilateralmente, que se habría proclamado supuestamente durante 8 segundos y que ahora confiesan que ni siquiera eso, que fue una jugada de póker.
No sé si al profesor Sánchez Cuenca le parece que una cualidad del espejo de demócratas es saber tirarse faroles en el póker continuamente. Yo no les llamaré “tahúres del Mississipi”, pero me parece que ofendieron la confianza que deben poder depositar los ciudadanos en sus gobernantes, les hayan votado o no. Romper con el mínimo exigible a quien quiere representarlos es algo que debiera inhabilitarlos para el ejercicio de cargos públicos.
Si a ese engaño, por su propio bien, se une el evidente menosprecio de los derechos de los ciudadanos que en Catalunya (y con la misma buena fe que a los otros) no son partidarios de la independencia y menos aún de la unilateralidad, la verdad es que no veo espejo de demócratas sino malos aprendices de Maquiavelo de barrio.
No. No deseo a nadie la privación de libertad. No deseo a nadie verse apartado de su familia. No me parece aceptable la extensión en tiempo y forma de la prisión preventiva. Y conste que no considero a los encausados reos de un delito de rebelión, calificación jurídica que me parece absolutamente improcedente. Pero ¿espejo de demócratas? Ni hablar.
Y una coda: escribe mi compañero de la Universidad Carlos III que “la política española y catalana no podrá volver a funcionar con normalidad hasta que se resuelva este conflicto de una manera más civilizada (salvo que nos resignemos a vivir en una democracia de baja calidad)”. Espero que eso de más civilizada no quiera decir que no considera un logro de la civilización el sometimiento de los conflictos a la instancia del Derecho, sumando se así a la banal demagogia que proclama que el recurso al Derecho es un error cuando de lo que se trata es de hacer política. Porque, desde luego, el Derecho no puede sustituir a la política. Pero soy de los que creo que no hay política civilizada si no nos sometemos, todos, al imperio del Derecho que, entre otras cosas, sirve para saber cuándo se ha traspasado la raya de lo inaceptable desde el punto de vista del bien común. Y eso supone someterse al examen de tribunales de justicia a los que encomendamos tales decisiones. Salvo que mi colega piense, al igual que parecen sostener el Sr. Romeva y el activista y abogado, el señor Van der Eynde, que este juicio en el Supremo es una mera farsa política sin garantía alguna. Yo, no lo creo así. Las actuaciones de los tribunales de justicia no son nunca la acción perfecta de la justicia, como recuerda la anécdota bien conocida del justice Holmes. Pero es lo mejor que hemos inventado. Prueben sin ellas, a ver qué civilización consiguen.
El pasado miércoles, en estas mismas páginas, mi respetado colega, el profesor Sánchez Cuenca, publicó un artículo “Esperanza y libertad”, con el mismo título de un libro del exconseller Romeva, libro que se presentó en el centro cultural Blanquerna, en Madrid.