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La esperanza es un sentimiento, una idea, una necesidad que se asienta en las acciones de las personas, y es por tanto volátil, porque depende de voluntades muchas veces ajenas a nosotros. Pero, a la vez, puede ser el norte y guía de nuestra vida. Abordar los retos y desafíos con el ánimo de conseguir el objetivo, te da energías y hace soportables las dificultades que se presenten. Es cierto que no sabemos nunca si lo que deseamos que ocurra sucederá, ni siquiera si van a funcionar los mecanismos que lo harán posible. Pero lo importante, lo definitivo, es intentarlo una y otra vez cual Sísifo al subir sin descanso la piedra a la cima de la montaña, consciente de que Zeus le condenó a repetirlo por toda la eternidad.
Deseamos, por ejemplo, que nuestros políticos aprueben en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado como inmediato alivio a la tormenta económica que sufrimos y que puede convertirse en tempestad. Por ello, los gritos de discordia que nos llegan desde los escaños de sus señorías nos oprimen el alma y nos llenan de desconcierto. ¡Cómo me abruma la desesperanza que transmiten quienes apelan, torpemente, a un simulacro de defensa de las víctimas del terrorismo trayendo al presente épocas felizmente superadas; ocultando la falta de capacidad para abrazar la esperanza de un consenso necesario!
Esto ocurre, también, con la pandemia que sufrimos. Esperábamos que los científicos fueran capaces de traer una vacuna definitiva que pusiera coto al virus e inmunizara a la población. Ahora, una vez que se ha anunciado el hallazgo del remedio, tenemos la certeza de que la vacuna nos curará y nos protegerá, y renovamos el anhelo de que sea capaz de inmunizarnos para siempre, expandiendo ese blindaje hasta el más pequeño rincón del planeta. Esa esperanza tiene una base real, aunque no dependa de nosotros, y se relaciona con otro concepto que suele acompañarla y es la confianza. En democracia, tenemos la necesidad de confiar, en mayor o menor medida, en quienes nos representan, en que los Gobiernos se pondrán de acuerdo para protegernos y en que motivarán e impulsarán la investigación para encontrar la cura y el blindaje que nos sane.
Tenemos fe en que los laboratorios frenarán su impulso de enriquecimiento para proporcionar el remedio. Confiamos en que médicos y sanitarios se preocuparán por cuidarnos, si nos contagiamos. Esta mezcla de convicciones son las que a Pepe Mujica, genial pensador y expresidente de Uruguay, le lleva a aseverar: “¡qué sería de la vida si no hay esperanza!”
Pero Mujica, con una experiencia larga y compleja, que le postró en una larga noche de 12 años de dolor, tortura y barbarie, por defender sus ideas democráticas frente a la bota militar de la dictadura, sabe bien que la esperanza no acompaña a una actitud pasiva. Máxime en un continente como el suyo, pleno de desigualdades y terremotos naturales y políticos, siempre bajo la mirada atenta del Gran Hermano del Norte, que, ante todo, lo que pretende es preservar a Latinoamérica como su “patio trasero” sumiso y controlado. Mantenerlo siempre lejos de los poderes populares que piensan por sí mismos y que anteponen la propia identidad y defensa de la vida y la confianza, en un futuro libre de las doctrinas impuestas por un imperialismo neoliberal dominador y demoledor de la esperanza. “No se dejen robar ni los sueños ni la juventud. Comprométanla con los sueños de América Latina”, les dijo hace ahora un año a los jóvenes, en su visita a la Universidad Iberoamericana de México, donde recibió un Doctorado Honoris Causa.
Cimentar el futuro
Para construir el futuro es necesario cimentar las bases sobre las que se apoya. Es cierto que, como ciudadanos, podemos votar a quienes creemos irán en la línea que pensamos es más correcta. Ha ocurrido así en Estados Unidos con un resultado electoral de giro demócrata que ilumina el horizonte, no solo para sus habitantes, sino para todos los del mundo, tal es el poder de esta nación. Y tal era la desesperanza, cuando no desesperación en las que nos había hundido Donal Trump, que aún, agónicamente, continúa maltratando la democracia y el deseo de cambio expresado en las urnas.
Pero también tenemos la obligación de protestar y vigilar por que se cumplan nuestras expectativas. En función de cuál sea el grado de libertad de la sociedad, la esperanza se quedará siempre en retaguardia, o se convertirá en realidad. En Latinoamérica la gente lleva a cuestas esa mochila de pesimismo desde tiempos inmemoriales, salvo luminosos periodos en que los mandatarios han establecido criterios progresistas.
En esta última etapa, con un Donald Trump de tintes filo-fascistas en sus políticas hacia los vecinos del sur, los países americanos han vivido situaciones muy duras que tienen referencias como Brasil. Comento en La Encrucijada, mi último libro, que era difícil de prever que, en el momento más crucial y difícil de la humanidad, Estados Unidos estaría guiado por un ‘iluminado’ ultraliberal, populista de extrema derecha, que se ríe de la democracia y de quienes piensan de forma diferente a él. Aún más: que sería replicado en el país carioca por el ultraderechista Jair Bolsonaro, que más bien parece un émulo que alguien con personalidad y criterio propio. Afortunadamente, en las recientes elecciones municipales parece que el sesgo antidemocrático se corrige por el buen juicio del pueblo que está sufriendo las consecuencias de una política errática de un gobernante que, aquí en casa, parece ser el ejemplo para un Vox crecido y, por ello, más peligroso de lo que ya era. Recuerdo las palabras de Albert Camus en La peste, cuando señalaba al estado latente de la enfermedad que reaparecía en el momento más insospechado, destruyendo la vida. La peste es el fascismo y la vida es la democracia.
Libertad
Frente a esta dura realidad, es cierto que aquellos países que cuentan con gobiernos que mantienen una ideología progresista deberían tener bien presentes estas advertencias y ofrecer respuestas positivas a sus administrados dentro de sus recursos, frente a aquellos marcados por postulados que oscilan entre el conservadurismo de la derecha y la intolerancia de la extrema derecha. Por eso resulta frustrante observar las tendencias autodestructivas que algunos practican, sin ser conscientes de que ese lastre contradictorio nos aproxima al abismo, una vez más.
Cuando la esperanza se cumple, el régimen cambia y la cortina se corre, entra el aire fresco de la libertad que, pese a los problemas, restituye la confianza y el valor del pueblo. Pasó en Argentina con el cambio de un horizonte gris con Macri, al ánimo y la fe por lo que pueda emprender Alberto Fernández. Ha ocurrido en Bolivia, que acaba de superar el golpe de Estado que supuso la autoproclamación de Jeanine Añez como presidenta interina de Bolivia, aprovechando la anulación de los resultados electorales auspiciada por Luis Almagro, Secretario General de la OEA, más sumiso al trumpismo que a la defensa de una América libre y democrática; y el tenebroso proceso penal, por razones políticas, contra Evo Morales, en un ejemplo de lawfare descarado.
Nuevamente ha sido la ciudadanía la que ha hecho oír su voz en las urnas dando la confianza al MAS y a Luis Alberto Arce para dar forma a un Gobierno progresista que restablezca la esperanza de una ciudadanía traicionada. Empieza a vislumbrarse en Chile que ha votado masivamente que la Constitución pinochetista desaparezca y que la nueva norma sea el resultado de la voluntad popular, porque quienes tenían que haber demostrado que defendían los intereses del pueblo no lo hicieron. Y, en Europa, tiene un paradigma claro en la voluntad esforzada de las mujeres de Polonia que han protagonizado multitudinarias manifestaciones contra el Gobierno y la Iglesia católica ante el último fallo del Tribunal Constitucional que restringe al máximo el derecho al aborto.
Impaciencia y revolución
Es esta la manera de lograr que la esperanza y la confianza conformen, junto a la tenacidad y la acción, herramientas poderosas que transformen la realidad. Me remito en este punto al premio Nobel José Saramago: “Pienso que, en la práctica, aconsejarle a alguien que tenga esperanza no es muy diferente de aconsejarle que tenga paciencia. Es bastante común oír decir a los políticos recién instalados que la impaciencia es contrarrevolucionaria. Tal vez lo sea, tal vez, pero yo me inclino a pensar que, al contrario, muchas revoluciones se perdieron por demasiada paciencia”.
La unión de esperanza e impaciencia define el camino para evitar la pasividad. El tercer factor en esta fórmula debe ser la estrategia que permita huir de las fantasías y controlar los impulsos desenfrenados. Un progresista tiene que contar con dosis bien ajustadas de estos elementos para llevar adelante sus ideas, incluso en momentos adversos y con todo en contra. Recuerdo una entrevista con Giorgio Agamben, en la que el filósofo italiano afirmaba: “El pensamiento, para mí, es esto: el coraje de la desesperanza. ¿No es eso el colmo del optimismo?”
Ver másMerece la pena luchar por la verdad
Sin duda. Al fin y al cabo, nuestra vida es una cadena de eslabones que desembocan siempre en la esperanza de algo nuevo, de algo diferente; la esperanza nos impulsa para asumir retos y hacer la revolución… aunque fracasemos.
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Baltasar Garzón es jurista y presidente de Fibgar.Fibgar
La esperanza es un sentimiento, una idea, una necesidad que se asienta en las acciones de las personas, y es por tanto volátil, porque depende de voluntades muchas veces ajenas a nosotros. Pero, a la vez, puede ser el norte y guía de nuestra vida. Abordar los retos y desafíos con el ánimo de conseguir el objetivo, te da energías y hace soportables las dificultades que se presenten. Es cierto que no sabemos nunca si lo que deseamos que ocurra sucederá, ni siquiera si van a funcionar los mecanismos que lo harán posible. Pero lo importante, lo definitivo, es intentarlo una y otra vez cual Sísifo al subir sin descanso la piedra a la cima de la montaña, consciente de que Zeus le condenó a repetirlo por toda la eternidad.
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