Plaza Pública
Merece la pena luchar por la verdad
El mero hecho de que hoy pueda compartir las siguientes reflexiones es ya para mí motivo de alegría. Ante posturas intolerantes, que pretenden silenciar los planteamientos críticos, aprecio tener la oportunidad de compartir las cavilaciones que, en mi caso, solo persiguen un único objetivo: contribuir a construir un mundo mejor.
Existe un exquisito debate filosófico sobre la verdad, en el que destacan las teorías de la correspondencia, de la coherencia o del pragmatismo, o aquella más amplia discusión sobre el esencialismo y el existencialismo, temas de los que me habría encantado escribir hoy aquí. Por desgracia, tengo que referirme a algo bastante más decadente como es el uso sistemático de la mentira como arma de actuación política y el ataque reiterado, incluso físico, hacia quienes intentan descubrir la verdad y desenmascarar esas falsedades con pruebas contundentes.
Según la UNESCO, en los últimos catorce años (2006-2019) alrededor de 1.200 periodistas han sido asesinados por informar. Naciones Unidas asegura que en nueve de cada diez casos, los culpables no son condenados y advierte que esta impunidad da lugar a más asesinatos. El pasado 2 de noviembre, a propósito del Día Internacional para Poner Fin a la Impunidad de los Crímenes contra Periodistas, la ONU hizo un llamamiento para terminar con esta grave violación de los derechos humanos que generalmente se vincula, directa o indirectamente, con otros actos delictivos como la corrupción y la delincuencia organizada.
El asesinato de periodistas y la falta de castigo ponen en riesgo no sólo a la misma profesión del periodismo, sino también y muy especialmente al derecho que todos tenemos a conocer la verdad; a que se nos informe de aquello que nos afecta a pesar de los poderosos a los que interese mantenerla oculta. Es también condición necesaria del ejercicio del derecho a votar de manera libre e “informada” y por ello está en la base de la democracia. Baste pensar en estos días en las elecciones presidenciales en Estados Unidos, con Donald Trump usando y abusando sistemáticamente de la mentira y la desinformación en cuanto a la pandemia, poniendo en peligro su salud, la de sus más cercanos colaboradores y la de sus votantes en cada acto de campaña, tras asegurar que la enfermedad para él ha sido una bendición de Dios o simulando un patético baile. Resultaría cómico de no ser por la tragedia que supone para miles y millones de estadounidenses y para todos quienes, en diferentes latitudes, han padecido sus políticas neofascistas.
Por ello, es de celebrar que cuando el triunfo de Joe Biden era ya inminente y Trump se atrevió a comparecer ante los medios a denunciar un fraude electoral sin prueba alguna, varias cadenas de televisión interrumpieran la transmisión en directo, aseverando que las palabras del presidente de Estados Unidos carecían de todo sustento en la realidad. Sus ciegos seguidores salieron armados a las calles para “protestar” a la puerta de los centros de votación, mientras los servicios de inteligencia organizaban la protección personal de Biden y desarticulaban, al menos, un intento de atentado a un local en el que se recontaban votos.
Periodistas asesinados
Preocupa que esto sucediera en Estados Unidos, otrora garante de la democracia y que no escatimó esfuerzos en enfrentarse al fascismo junto a los demás aliados en la Segunda Guerra Mundial para derrotar a Hitler. Hoy el fascismo se asoma desde el interior del país. La pregunta es: ¿Acabará todo aquí y se apaciguará la ultraderecha? ¿O por el contrario se mantendrán en su deriva autoritaria y se acudirá a la violencia? Los próximos días lo dirán.
El acceso a la verdad es tan importante que tanto la libertad de prensa como la libertad de expresión están recogidas en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Todos lo sabemos, o deberíamos saberlo. Este es uno de los temas que abordo en mi último libro, recién publicado: La encrucijada. Ideas y valores frente a la indiferencia, y al que dedico un capítulo completo, porque soy consciente de que la cifra de periodistas asesinados no es sino el ataque a la libertad de expresión en su forma más letal y salvaje, y, más aún, un atentado hacia la ciudadanía y la democracia misma. Asesinar a periodistas cercena el derecho de la sociedad a conocer la verdad. Su muerte violenta lleva a reflexionar sobre la importancia de lo que esos periodistas tenían que desvelar y cuán incómodos eran para ciertos intereses, que se sintieron con la necesidad y se creyeron con el derecho de “matar al mensajero”.
No es solo una práctica de lugares como América Latina, África u Oriente Próximo, pues también en Europa se asesina a periodistas. Según el último informe de Reporteros Sin Fronteras, en 2019, dos informadores fueron asesinados en nuestro continente y 36 sufrieron prisión.
En Europa, el botón de muestra, el más conocido, con toda seguridad, es el caso de Julian Assange. En estos momentos la libertad de prensa está en el banquillo. Assange se enfrenta a un juicio acusado de espionaje por haber publicado hace 10 años, en noviembre de 2010, los diarios de guerra de Iraq y Afganistán -Afghan War Diary e Iraq War Logs- en la agencia de noticias que él mismo creó, Wikileaks. En estos documentos se desvelaron graves violaciones de derechos humanos y crímenes de guerra cometidos contra civiles por parte del ejército norteamericano. No me detendré en detallar el calvario por el que está pasando Assange ni la persecución de que hemos sido objeto sus abogados , desde que el Gobierno de Estados Unidos hizo de su capa un sayo y emprendió la caza y captura del que han considerado un enemigo público por el solo hecho de informar al mundo entero de la verdad, sin que hasta el día de hoy haya sido desmentido o contradicho en modo alguno. Recomiendo el artículo de opinión publicado en infoLibre y titulado La farsa kafkiana del juicio político a Julian Assange.
Assange ha sido, es y será siempre recordado como uno de los máximos exponentes del periodismo de investigación, pero en la actualidad se enfrenta a un juicio en Londres en el que próximamente se decidirá su extradición a los Estados Unidos, donde le espera la cárcel, pero también la tortura, como ya ocurrió con una de sus fuentes de información, Chelsea Manning.
El uso de la mentira
Ahora bien, como ciudadanos también tenemos la obligación de acceder a la información de manera crítica, poniéndolo todo en cuestión, verificando las fuentes y contrastando los hechos. Ello nos enriquecerá y contribuirá a que podamos participar en los debates sociales desde el conocimiento y la reflexión. Quizás, si nuestros políticos estuvieran más interesados en construir diálogos desde ese conocimiento y esa reflexión, seríamos testigos de unos debates más sesudos y con menos carga viral de intolerancia, odio e ira.
La ultraderecha, y quienes se le aproximan desde la derecha democrática, usan las mentiras para generar en nosotros emociones muy poderosas y movilizadoras como son el miedo y el odio. La mentira emotiva se difunde con una velocidad de vértigo y, junto con la desinformación, se han convertido en una de las más graves amenazas contra la democracia. Aquí reside la gran estrategia de los neofascistas, que la toman prestada a Goebbels para intentar acceder al poder a toda costa, tanto en España como a nivel internacional. Con mentiras y verdades a medias, intentan sembrar miedo y odio hacia un enemigo único, generalmente indefenso, al que culpan de todos los males posibles. Antes fueron los judíos en la Alemania nazi, hoy su objetivo son los inmigrantes, las feministas, los ambientalistas, los líderes sociales y los pueblos originarios o quienes profesan una religión “no occidental”, metiéndolos en el mismo cajón de sastre al calificarlos a todos de radicales, terroristas, antipatriotas o simplemente de delincuentes; en suma, de enemigos. Aquí los buenos y allá los malos. Difunden así un argumento tan simple como falaz.
No puedo dejar de mencionar que existe también un “pseudo-periodismo” dedicado a atacar precisamente a los propios periodistas independientes, desprestigiándolos gratuitamente por inmiscuirse donde supuestamente no se debe. Algunos periodistas, afortunadamente una minoría, han renunciado a los principios que inspiran la profesión y a todo código deontológico e incluso colaboran en la elaboración de noticias falsas y campañas de desinformación.
Esperanza, impaciencia y revolución
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Por tanto, a quienes lean estas líneas les pido enérgicamente que se informen y lo cuestionen todo; que reflexionen y debatan desde el pensamiento crítico; que huyan de las informaciones sesgadas o que huelan a chamusquina (porque les aseguro que la mentira y las medias verdades apestan). Solo de esta manera podremos entre todos apuntalar con firmeza sistemas democráticos que respeten los derechos de los ciudadanos. La lucha por la verdad debe ser imparable e implacable porque hay mucho en juego, como nuestra libertad y la propia democracia. Pero, créanme, es una lucha que siempre merece la pena.
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Baltasar Garzón es jurista y presidente de Fibgar.Fibgar