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Del estupor a la recuperación de la sanidad pública

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Miguel Souto Bayarri / Gaspar Llamazares

El sistema sanitario público en España cumplía sobradamente con los estándares europeos. Entonces vino la crisis financiera (2008) con el austericidio, y la pandemia (2020) con sus efectos devastadores, también sobre el sistema de salud; y, desde entonces, cuesta hacer frente a las secuelas de ambas crisis y recuperarse. De hecho, hace un tiempo que la sanidad española ha dejado de estar en los primeros puestos de valoración por los ciudadanos, y ya no se escuchan los elogios que se escuchaban: ahora se habla mucho de que está mal. Se diría, además, que los gobiernos de las comunidades autónomas, que son los que tienen las competencias, desprecian su enorme potencial de cohesión social, de servicio público y de creación de conocimiento. Y este deterioro se hace más evidente cuanto más cerca lo siente quien habla del mismo. Que se lo digan a los pacientes de los servicios de oncología, que ven cómo se retrasan las citas de sus controles o a los profesionales más jóvenes, que pueden estar años enlazando contratos diarios, semanales, mensuales o trimestrales.

Mientras el horizonte de la sanidad pública se oscurece por la falta de voluntad y de medios disponibles que sufre, arrecia desde la sociedad un intenso debate acerca de qué hacer ante las graves circunstancias que agitan el panorama. Sin embargo, paradójicamente, las partidas dedicadas en los presupuestos a la sanidad privada no paran de crecer.  

Los recortes en los presupuestos de las consejerías, que se arrastran desde la crisis financiera; el aumento del apartado dedicado a la sanidad privada; el test de estrés que fue la pandemia para el sistema; y los contratos basura de los empleados más jóvenes han deteriorado el sistema sanitario y han puesto a la sanidad pública en un proceso de liquidación sin precedentes desde los primeros años de la democracia.

A este panorama sombrío se suman otras cuestiones de carácter general. En la era de la digitalización, con un protagonismo creciente de la inteligencia artificial, y más tras la pandemia, se está produciendo una gran deriva tecnológica y hospitalaria de la asistencia sanitaria y un gran aumento del gasto farmacéutico, que amenazan la supervivencia del sistema. Nuestro sistema sanitario espera a que lleguen los enfermos a urgencias al hospital, en lugar de intervenir en niveles previos. Este escenario se completa con una situación de deterioro de la atención primaria y una confianza declinante en la misma. Cuando no hay confianza, como empieza a suceder, todo vale para allanar el acceso de los más ricos y, cómo no, del enchufismo.

Lo peor del debate político actual es que no se habla de lo que realmente debe formar parte del mismo. En estos momentos, sería fundamental debatir sobre salud y dejar de considerar la sanidad pública como un hecho que no está sujeto a ningún control. Como explica Soledad Gallego-Díaz, lo razonable sería que el debate incluyera temas como la situación de la sanidad, no como un problema técnico, sino como un proyecto que une a un país. Merece la pena debatir sobre las conquistas del Estado del bienestar que amenazan con desvanecerse; lo vemos con este desmantelamiento de la asistencia primaria y hospitalaria, que sucede ante los ojos de todo el mundo en nuestro país.

Lo cierto es que con el caso Koldo, la derecha monopoliza el debate público, mientras con la otra mano convierte la sanidad en un mercado para la medicina privada y los emprendedores desaprensivos. La izquierda ha caído en la trampa de la sobreactuación y el griterío, que desmoviliza al electorado crítico y cohesiona al más conservador. No solo se trata de pedir tiempo muerto, hay que bajar el balón y controlar el lenguaje, la expresión y la jugada. En relación con la sanidad pública, y, en general con el Estado del bienestar, se echa de menos un proyecto de renovación del modelo público que ilusione y comprometa a los profesionales, a los sindicatos, a los gestores y a los ciudadanos en ese objetivo común. Para ello hay que partir del orgullo de lo conseguido frente al catastrofismo, y recuperar las alianzas frente a la lógica del agravio individual y grupal. Un proyecto que crezca desde abajo hacia arriba: de las facultades a la formación especializada y de la atención primaria y la salud comunitaria y la mental a la tecno-hospitalaria. Hay que revitalizar el proyecto aprovechando el capital simbólico que atesora el ministerio de Sanidad y su capacidad de concertación con los profesionales, los sindicatos, las empresas de genéricos y las asociaciones de pacientes independientes de las compañías multinacionales.

Por último, otra de las premisas fundamentales es aclarar que quienes consideran que España necesita más gasto en sanidad y unas prestaciones acordes con un Estado de bienestar robusto, son una gran mayoría de ciudadanos. Salvo una minoría, los demás son usuarios defensores de la sanidad pública. Nuestro país presenta un crecimiento en 2023 muy superior a la media de la zona euro, con unas cantidades récord de recaudación impositiva, y con unas cifras de empleo cercanas a los 21 millones de afiliados; y, sin embargo, nuestra inversión en la sanidad pública está por debajo de la de los países de nuestro entorno. Por eso, la gran incógnita es cómo reaccionarán los ciudadanos ante este deterioro de uno de los pilares básicos de nuestro Estado de bienestar. Teniendo en cuenta que muchos de ellos, incluso los ricos, son clientes de sus otrora excelentes prestaciones.

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Miguel Souto Bayarri y Gaspar Llamazares Trigo son médicos y autores, junto a la psicóloga Gema González López, del libro 'Salud: ¿derecho o negocio? Una defensa de la sanidad pública'.

El sistema sanitario público en España cumplía sobradamente con los estándares europeos. Entonces vino la crisis financiera (2008) con el austericidio, y la pandemia (2020) con sus efectos devastadores, también sobre el sistema de salud; y, desde entonces, cuesta hacer frente a las secuelas de ambas crisis y recuperarse. De hecho, hace un tiempo que la sanidad española ha dejado de estar en los primeros puestos de valoración por los ciudadanos, y ya no se escuchan los elogios que se escuchaban: ahora se habla mucho de que está mal. Se diría, además, que los gobiernos de las comunidades autónomas, que son los que tienen las competencias, desprecian su enorme potencial de cohesión social, de servicio público y de creación de conocimiento. Y este deterioro se hace más evidente cuanto más cerca lo siente quien habla del mismo. Que se lo digan a los pacientes de los servicios de oncología, que ven cómo se retrasan las citas de sus controles o a los profesionales más jóvenes, que pueden estar años enlazando contratos diarios, semanales, mensuales o trimestrales.

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