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La experiencia de sobre-vivir a las diversas pandemias asociadas al covid-19 (la sanitaria, la económica, la política, la jurídica, la social, etc.), trae consigo, dicen, un conjunto de valiosas lecciones que nos enseñan a conocer y valorar aquello que importa así como a reconocer y desterrar lo que no. Sin embargo, esto es cierto solo a medias, más cuando dicho aprendizaje también depende de la confianza depositada en los demás como resultado de una norma de reciprocidad generalizada en nuestra vida social. Este pacto no escrito se torna aún más relevante cuando lo que está en juego es la vida, la propia y las ajenas. Si bien la lista de ejemplos a propósito del fenómeno en cuestión se antojaría infinita, pongamos que hablamos de las vacunas.
El rápido desarrollo, evaluación y adquisición de éstas por parte de las autoridades científicas y político-sanitarias entran de lleno en este acuerdo y, por tanto, confiamos que las estrategias de distribución, implementación y vacunación acordadas son las más eficientes dadas las circunstancias. Pudiera ser que dicha planificación no fuera la más deseada pero sí la más conveniente. Que funcione el pacto social significa que todos debemos dar cumplimiento a lo acordado. Si recibir la vacuna no depende del interés personal sino del bien colectivo, entonces no existen razones para justificar lo contrario. En este sentido, los ingredientes de la confianza son simples: si queremos que las personas confíen en nosotros, la mejor manera de empezar es confiando en ellas. Y, a tenor de la polémica suscitada a propósito de las irregularidades cometidas en la administración de la vacuna a ciertos cargos públicos, dicha confianza de la que hablamos dista de ser real. Confiar en personas confiables tiene grandes beneficios, pero confiar en personas poco confiables conlleva enormes costos. Y en este caso, el costo es terrible para ambas partes: unos, por verse obligados a poner sus cargos a disposición, los otros, a desconfiar del resto de elementos del sistema.
El resultado de todo lo anterior es traducible a un error injustificable. La administración de unas vacunas que parecen haber superado las expectativas iniciales a propósito de su comercialización recuerdan a lo que se explica sobre la “práctica del fracaso” en la formación de los pilotos de aeronaves y que consiste en el aprendizaje a través de los errores. Eso es, la práctica de situaciones inesperadas nos hace más propensos a reaccionar apropiada y exitosamente. Cometer errores deliberados de vez en cuando incrementa nuestra flexibilidad y adaptabilidad cuando la vida nos pone obstáculos y nos da opciones cuando, siguiendo con la metáfora de la aviación, nuestro motor se detiene en el aire. En el caso de las prácticas irregulares en la vacunación, siendo deliberadas está claro que no son errores involuntarios ni se inscriben en el afán por aprender —como en el caso de los pilotos—.
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Quizás resulte tentador calificar dichas acciones de pillaje, de indecentes. Resulta que no solo es importante ser honesto, sino parecerlo. Y, cuando se asumen responsabilidades de gestión pública, la suma de ética y estética es fundamental. La confianza, en este caso, se labra en ambas, no sólo en la primera.
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Anna Garcia Hom es socióloga.
La experiencia de sobre-vivir a las diversas pandemias asociadas al covid-19 (la sanitaria, la económica, la política, la jurídica, la social, etc.), trae consigo, dicen, un conjunto de valiosas lecciones que nos enseñan a conocer y valorar aquello que importa así como a reconocer y desterrar lo que no. Sin embargo, esto es cierto solo a medias, más cuando dicho aprendizaje también depende de la confianza depositada en los demás como resultado de una norma de reciprocidad generalizada en nuestra vida social. Este pacto no escrito se torna aún más relevante cuando lo que está en juego es la vida, la propia y las ajenas. Si bien la lista de ejemplos a propósito del fenómeno en cuestión se antojaría infinita, pongamos que hablamos de las vacunas.
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