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Esta foto no es la de la plaza de Colón

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Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La memoria de quienes podrían contar ese tiempo no llegó a ser nunca memoria: se quedó bajo tierra después de los tiros que los asesinaban. Digo que los asesinaban y no que los fusilaban. Para que la palabra “fusilamiento” fuera correcta tendría que haber habido antes un juicio o al menos un juicio justo. No hubo juicios casi nunca y tampoco juicios celebrados con las garantías suficientes de defensa para que pudiésemos considerar justas las sentencias. Si no existió nada de eso, no podemos llamar fusilamientos a lo que fueron simple y llanamente asesinatos.

La otra memoria nos ha ido llegando a través de quienes vivieron aquel tiempo ya lejano. Lamentablemente, ya queda muy poca gente que haya sido testigo directo de los hechos. Y cuando ya es mucha la edad, los recuerdos se confunden, los detalles se difuminan en medio del tiempo que tan frágilmente regresa hasta nosotros. Nos quedan archivos donde escarba la historia, relatos familiares que a veces (es mi caso) encontramos en los cajones de las casas antiguas donde vivieron nuestros antepasados, esa huella que de repente descubrimos en un descampado porque un golpe de lluvia levantó la piedra bajo la que hay unos restos humanos que no son del tiempo de los moros, como decíamos en Gestalgar cuando éramos críos y encontrábamos huesos sueltos cerca de los yesares abandonados.

ELOY ARIZA

No son huesos de los moros los que llenan esa fotografía de Eloy Ariza. Esos huesos forman cuerpos enteros dejados caer ahí a lo bruto, de cualquier manera, cruelmente amontonados, como despojos despreciables a quienes sus asesinos no consideraban ni siquiera humanos. Para ellos, para los que hicieron de la violencia y el exterminio su guerra y su victoria, no eran humanos. Todavía hoy no lo son para quienes heredaron de sus padres y abuelos esa gallardía patriótica que los llena de un orgullo de pacotilla. Eso de la fotografía, qué es aparte de un montón de huesos, dijo en su momento Pablo Casado, así o con palabras parecidas, cuando se hablaba de las exhumaciones de las fosas comunes.

Todavía quedan miles y miles de huesos como esos en la tierra oscura de la invisibilidad. Han pasado casi noventa años desde entonces y esa tierra sigue regándose con la memoria de tanta muerte violenta, con el rencor todavía caliente en la oratoria cínica de los vencedores, con la renuncia a la memoria republicana que ha establecido como propia la misma democracia. Qué lástima que la democracia eligiera el olvido para seguir su itinerario demasiado largo de renuncias. Qué pie le ponemos a esta fotografía. Cómo ordenamos los huesos para sacarlos del amontonamiento inhumano. Dónde escribimos que hubo una vez una República legitimada en las urnas y que un golpe de Estado se levantó contra ella y deslindó a los buenos patriotas de los que sólo eran –ya entonces– furibundos partidarios de la antiespaña. Cómo iluminamos el lenguaje para que no se confundan –como pasó entonces y sigue pasando ahora– los rebeldes contra la democracia con sus defensores. Miren estos versos: “En España no hay bandos, / en esta tierra no hay bandos, / en esta tierra maldita no hay bandos. / No hay más que un hacha amarilla / que ha afilado el rencor”. Los escribió León Felipe en su exilio mexicano de 1939. Todavía seguimos diciendo y escribiendo que en la guerra había dos “bandos”, igualando a quienes defendían la República y a quienes habían hecho del resentimiento, primero, y la venganza después, su manera violenta de enfrentarse primero a la legalidad republicana y a su derrota cuando se acabó la guerra.

Lo mismo pasa con los huesos que aparecen en esta fotografía. No son humanos en el lenguaje de quienes heredaron aquel resentimiento y siguen negando que es un deber de las instituciones democráticas echar luz a la oscuridad de una memoria machacada. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, desde el día o la noche o la amanecida en que el fascismo la dejó caer ahí, amontonada y cubierta con humillantes paletadas de olvido. No fueron fusilados esos cuerpos cuando estaban llenos de vida. Fueron asesinados. Los juicios, cuando existían, eran una simulación insultante para la justicia y para la dignidad de las personas juzgadas.

En el cementerio de Paterna, ciudad próxima a Valencia conocida como el Paredón de España, hay localizadas 154 fosas, aunque, en palabras del arqueólogo Miguel Mezquida, pueden ser bastantes más. Y eso sólo en el cementerio de Paterna. En toda España, según los datos aportados por el reputado antropólogo forense Francisco Etxeberria, podemos hablar de más de 3.000 fosas. El historiador valenciano Vicent Gabarda reseña 2.238 “fusilados” en Paterna, de los cuales entre 2.000 y 2.200 estarían enterrados en ese cementerio. Ahí, desde 2010, han sido exhumadas 1.000 víctimas gracias a los trabajos llevados a cabo por Arqueoantro y CAVEA-Paleolab. En esa recuperación han colaborado la Diputación de València y la Generalitat a través de la Conselleria de Transparencia. Es lo que toca a las instituciones. La historia y la memoria son un bien común. Y las instituciones no pueden escurrir el bulto a la hora de cumplir con sus responsabilidades. Por eso mismo, Mariano Rajoy tendría que haber sido juzgado por presumir, con una risa bobalicona y cuando era presidente del Gobierno, de no respetar el compromiso institucional que los presupuestos generales del Estado habían contraído con los trabajos de exhumación. Ni un euro para esas exhumaciones. No eran sus muertos. No son, tampoco, los muertos de sus herederos al frente de un partido que sigue sin admitir la legitimidad del gobierno de coalición, como tampoco lo hicieron las derechas cuando el Frente Popular ganó las elecciones de febrero de 1936. El pasado y el presente se parecen mucho demasiadas veces. Y no precisamente para bien.

En ese sentido y de aquí a nada, se debatirá en el Congreso la nueva Ley de Memoria. Ojalá vaya más allá de lo que fue la del año 2007, cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero se plegó en muchos casos a las exigencias de la derecha. Por ejemplo, no se contempló finalmente declarar ilegales los juicios sumarios del franquismo. Buena parte de la nueva ley chocará, casi seguro, con la Ley de Amnistía de 1977. Habrá de llegar algún día en que esa revisión sea resuelta: al menos en aquel articulado que hace referencia a la igualdad de víctimas y verdugos. Las fosas del olvido han de ser abiertas en su totalidad, después de su vergonzoso itinerario por los interesados laberintos de una democracia que se pone a temblar cuando le hablan del pasado. Una democracia demasiado débil cuando se trata de abordar su relación con nuestra última historia.

No sé cómo se llamará la nueva ley. A mí me gustaría que llevara dos apellidos: democrática y antifascista. El primero igual es fácil de conseguir. Con el segundo la cosa ya está más complicada, ¿no? Pero insisto en ese segundo adjetivo, sencillamente porque en España la derecha –por no hablar de la extrema derecha– nunca fue antifascista, cosa que sí que fue en los países de nuestro entorno. Y cuando digo nunca también incluyo a la derecha de ahora, faltaría más. ¿O es que va a resultar que Casado, Díaz-Ayuso y por supuesto Abascal son el estrellato del antifascismo?

Desgraciadamente la fotografía de la plaza de Colón y la que ilustra este artículo se juntan. La realidad de una fosa común que viene de la violencia fascista y el desprecio que ese fascismo –o como se llame ahora– sigue mostrando por la memoria de la dignidad republicana. Dos fotos. Una misma historia. A ver qué dice la nueva Ley de Memoria. A ver qué dice.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021)

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. La memoria de quienes podrían contar ese tiempo no llegó a ser nunca memoria: se quedó bajo tierra después de los tiros que los asesinaban. Digo que los asesinaban y no que los fusilaban. Para que la palabra “fusilamiento” fuera correcta tendría que haber habido antes un juicio o al menos un juicio justo. No hubo juicios casi nunca y tampoco juicios celebrados con las garantías suficientes de defensa para que pudiésemos considerar justas las sentencias. Si no existió nada de eso, no podemos llamar fusilamientos a lo que fueron simple y llanamente asesinatos.

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