Francisco, el papa de los pobres del mundo

Escribir sobre el primer papa latinoamericano desde su tierra natal, la Argentina, no es tarea sencilla en un contexto donde se mezclan los sentimientos y la cuasi imposibilidad de originalidad ante los innumerables y ponderados homenajes que le brindan sus antiguos compatriotas y ahora todos los hombres de bien del mundo. Mi intención como analista político es enfocar ese perfil sin ignorar por supuesto las otras dimensiones de su pontificado.

Comenzando por el hombre Jorge Mario Bergoglio, siempre llamó la atención por su austeridad, su modestia y su deseo de acercarse al hombre común. Ya muchos lo han recordado viajando en metro o en bus como un simple ciudadano que, habiendo llegado a las altas jerarquías, primero como titular de la Orden de los Jesuitas en Argentina y más adelante como Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal primado del país, no renunciaba a ser un cura más. Y otros testigos han recordado también los tiempos de su juventud en el modesto barrio de Flores en la Ciudad de Buenos Aires, donde jugaba al fútbol con los vecinos y amigos y no se perdía los partidos de su equipo San Lorenzo de Almagro, no por casualidad fundado por un cura, el Padre Lorenzo Maza, con el fin de sacar a los chicos de la calle allá por los comienzos del siglo XX. 

Su carácter llano, su espíritu sencillo, su bonhomía no escondía una personalidad firme a la hora de decidir. Y buenos ejemplos se encuentran en el campo de las cuestiones internas de la Iglesia, es decir, de aquello en lo que no me voy a concentrar por no ser materia de mi dominio, me refiero así a las reformas religiosas, a la incorporación de la mujer en puestos de dirección, a su lucha por la honestidad y transparencia administrativas y a su postura de apertura a los jóvenes, a los separados, a la comunidad gay, así como a los no creyentes. 

De esa fortaleza decisoria son testigos los cardenales Bernard Law de EEUU, separado por acusaciones de pedofilia, George Bell, de Australia, y Francisco Javier Errázuriz, de Chile, ambos por tolerancia a actos de pedofilia de terceros; y Angelo Becciu, de Italia, en este caso por corrupción financiera. A ello como caso muy particular, puede sumarse el obispo argentino Gabriel Mestre, que pasaba de la Diócesis de Mar del Plata a la más importante de La Plata, para ser apartado casi de inmediato acusado de interferir en el nombramiento de su sucesor en la primera de ellas. Mestre fue finalmente destinado por el papa a un pueblito lejano en la playa. 

Aquel Jorge Mario Bergoglio, un “hombre común”, que llamó personalmente desde Roma a su proveedor de diarios en Buenos Aires (“caniliita” en la jerga porteña) una vez consagrado papa, para cancelar su suscripción porque ya no iba a volver, adoptó desde su juventud una ideología política vinculada al peronismo, entendido por él -según creo- como un partido que estaba cerca de las masas populares y de sus aspiraciones, aunque no seguramente por sus rasgos alguna vez totalitarios con los que ejerció el poder cuando gobernó. 

Es en ese aspecto que sus críticos, desde su país y desde otras regiones del globo, han conformado la imagen de un papa latinoamericano que creyó a pie y juntillas aquello de vox populi, vox Dei”, pero en rigor su preocupación fueron los pobres del mundo y la necesidad de un capitalismo más humano que elimine el hambre y alcance a todos en sus oportunidades, quizás esto último una misión imposible, pero no si la vemos como un horizonte a tener siempre en la mira. 

Y aunque la verdad no siempre se encuentra en los sentimientos populares, la actitud de escuchar al hombre común, propia de un pastor de la Iglesia Católica, debiera ser la base de la construcción de cualquier intención política de satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Ese costado de cercanía con los hombres humildes pudo ser confundido como una ideología que más que confiar en las democracias modernas y el humanismo, lo hacía en la búsqueda del inconsciente colectivo. 

Una mirada al mundo: paz, justicia y protección de la tierra 

Es difícil desentrañar el pensamiento íntimo del papa Francisco, pero sí tenemos su actos y escritos y allí no hay margen de dudas. Claro promotor de la lucha contra la pobreza y de un mundo más justo en materia económica, no se emparenta con el populismo, sino más bien con el reformismo, que se expresa políticamente ya no como la Iglesia pidiendo piedad para los pobres, sino como la propuesta de políticas concretas en materia fiscal (caso de Thomas Piketty) para mejorar la distribución de la riqueza y reponer el estado de bienestar. Y allí no encontramos esa oposición que cree ver entre otros el politólogo Loris Zanatta, entre el latinoamericanismo de Francisco y el europeísmo moderno, liberal y democrático, aunque también social demócrata. 

Tampoco debiera sentirse conflicto entre las ideas de protección de la tierra del papa Francisco, a la que llamaba “la casa común”, y las de los movimientos ecologistas europeos y del resto del mundo, mal que le pese a los desarrolladores de negocios que ven en los costos de protección ambiental una dificultad para obtener sus ganancias, buscadas aún a costa de la salud de la humanidad y de su futuro. 

Allí sí fue que como latinoamericano Francisco experimentó los desquicios que provocan actividades como la minería a cielo abierto, sin perjuicio de que para escribir su encíclica “Laudato Si” consultara a expertos ambientales en sus múltiples facetas. Y de ahí que de manera taxativa dijera que, ante el daño al hombre que permiten provocar las regulaciones laxas o inexistentes en diversas actividades como la ya citada, cabe la rebeldía contra el sistema legal. Quizás este sí pueda constituir un rasgo revolucionario, aunque midiendo el alcance de sus palabras el Santo Padre no pretendía eso, sino apoyar la protesta ante tales excesos del capitalismo salvaje.

Dentro de los rasgos fundamentales de esta acción política papal para la humanidad, encontramos que el papa abogó por los migrantes, como no podía ser de otra manera

Y dentro de los rasgos fundamentales de esta acción política papal para la humanidad, encontramos que el papa abogó por los migrantes, como no podía ser de otra manera. Por cierto, él aportó una mirada piadosa para un problema que exige un enorme esfuerzo conjunto en materia internacional. Seguramente las migraciones son provocadas por la pobreza económica, las desigualdades y también por la persecución política, racial o religiosa.

El desarrollo de las zonas pobres del mundo en Asia, América y África es una antigua aspiración nunca concretada o, en todo caso, solo con parches y en regiones aisladas, pero nunca de modo integral. A su vez es claro que la integración de los migrantes a sus nuevos destinos, a las sociedades más avanzadas, representa un desafío no siempre pasible de ser afrontado en el corto plazo. Por ello, sin pretender abordar este tema de enorme complejidad, son varias las acciones que debieran emprenderse para su resolución, pero no por ello puede responsabilizarse al extinto papa por su solidaridad con los que sufren, lo que debe interpretarse como un llamado a actuar. 

Más frustrante pero no por ello menos laudable fue su esfuerzo por la paz en todo el mundo, comenzando, claro, por el Medio Oriente. Y así al comienzo de su papado Francisco viajó a Israel y Palestina acompañado de los líderes del diálogo interreligioso (en principio católicos, judíos y musulmanes ya que existe desde mucho antes el diálogo entre las iglesias cristianas) para orar por la paz. ¿Qué otra cosa podía hacer que este gesto? De todos modos, también propuso una herramienta, precisamente el diálogo, podría decirse “ad nauseam”. 

Lo mismo experimentó en el caso de la guerra que todavía conmueve a Europa en Ucrania, intentando un diálogo también frustrado con su colega Cirilo, patriarca de Moscú y cabeza de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Y para ello aportó al principio una visión de “neutralidad” que le posibilitara mediar, actitud que no fue bien recibida en el viejo continente. Ya luego del fracaso no tuvo ambages en condenar la invasión rusa. 

El barro de la política

Si estos fueran los rasgos fundamentales de la acción de Francisco respecto de los problemas de la humanidad, nadie se atrevería -entiendo- a cuestionar su papado y su legado. Pero claro, tal como se lamentaba William Shakespeare a través del discurso póstumo de Marco Antonio ante el cadáver de César, “el mal que hacen los hombres les sobrevive, el bien es a menudo enterrado con sus huesos”.

Francisco, como todo hombre de Estado, aunque su poder no fuera temporal, enfrentó como cualquier otro el problema de la confrontación weberiana entre la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones.

De esto tuvo una tremenda experiencia en los años setenta con el régimen militar de la Argentina en sus tiempos de superior provincial de los jesuitas, cuando prefirió evitar confrontar con los generales de esa tiranía que torturaban y mataban a los opositores y también a los grupos armados de ultra izquierda, para proteger y salvar vidas de sus curas discípulos, algunos de los cuales afrontaron con cierta disconformidad el destierro.

Luego de cierto silencio surgió ahora una declaración de personas vinculadas a Francisco que escucharon su explicación de por qué mantuvo cierta tolerancia con las dictaduras de Nicaragua y Venezuela (dejamos de lado el caso de Cuba donde medió con el presidente Barak Obama para flexibilizar relaciones mutuas y, a su vez, liberar prisioneros). Simplemente expresaba Bergoglio que no podía endurecerse con esos regímenes por temor fundado a represalias contra los ya perseguidos líderes católicos, desde obispos a curas parroquiales.

Tampoco fue dulce su relación con la política interna argentina. Su pasado peronista parecía condenarlo, aunque como arzobispo de Buenos Aires fue muy crítico de la gestión social de los Kirchner (Néstor y Cristina). Ya devenido papa asumió un rol más protocolar y respetó a todos los gobernantes, cuatro en su papado: Cristina Kirchner, Mauricio Macri, Alberto Fernández y, ahora, Javier Milei, quien se había dado el lujo en campaña electoral de calificarlo de “maligno”, aunque después ya presidente supo arrepentirse públicamente.

Y para colmo los distintos funcionaros, políticos, actores sociales, sindicalistas, antiguos y nuevos amigos, jueces y magistrados, sin agotar la larga lista, acudían como peregrinos al Vaticano para sacarse una foto con el Santo Padre, y de ella extraer la sensación de apoyo a sus ideas, seguramente por aquello de Marshall McLuhan, “una imagen vale más que mil palabras”. 

Y ya es bien conocido que ese egoísmo de los políticos y actores sociales de Argentina motivó que el papa Francisco nunca volviera a pisar su tierra natal, puesto que como es obvio quería ser prenda de paz y no del enfrentamiento sumamente grave y significativo, la más de las veces en el pasado reciente y aún más hoy. 

Será por aquello de que “nadie es profeta en su tierra” que todavía resuenan esas ambiguas interpretaciones de su papado en la Argentina, un país experto en perder oportunidades que no tuvo la entereza necesaria para sobreponerse a sus disputas internas y aprovechar la imagen de Francisco para la pacificación interna, la apertura al diálogo y su proyección internacional. 

Es de esperar que ahora, cuando se alza un coro unánime para enzarzar a Francisco, no enterremos el bien que dejó y nos quedemos en las pequeñas disputas de todos los días, máxime con un gobierno argentino de Milei que no se presenta precisamente dialoguista y tolerante, sino más bien lo contrario.

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Mario Alejandro Scholz es abogado, analista de Política Internacional y colaborador de la Fundación Alternativas.

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