Free Sylvester Stallone

César Strawberry

Si ni la moral ni la ética son bienes jurídicos por los que deba velar nuestro derecho penal, ¿a qué viene esa especie de tutela que la judicatura parece empeñada en ejercer sobre cuestiones que atañen al “mal gusto” colectivo? ¿Por qué tantos procesos rezuman connotaciones más propias de guías espirituales que de quienes tienen el deber de aplicar las leyes con la máxima objetividad? En mi caso concreto, recuerdo bien cómo (en cada instancia y pese a resultar mayoritario el criterio absolutorio), se fueron dejando caer continuas pinceladas de una moralina completamente ajena a la cuestión jurídica, calificando aquellos tuits como “deleznables”, “inadmisibles” o “inapropiados”, para concluir finalmente que no constituían delito alguno y que la condena de un año de cárcel que en su día dictaminó el Tribunal Supremo, supuso una vulneración flagrante de mi derecho fundamental a la libertad de expresión.

Entonces, si me estaban absolviendo… ¿a qué venía tanta valoración moral de los seis tuits de marras? Una explicación podría ser que muchos de nuestros jueces y juezas quizás lleguen al ejercicio de su profesión condicionados por la congregación a la que se encomendaron para restar acritud al tortuoso proceso de culminar con éxito unas oposiciones a judicatura. De este modo, podría ser que terminen reflejando, igual solo por inercia, esa concreta impronta en muchas de sus sentencias, lo que ni viene a cuento ni el propio mundo jurídico debería consentirles. Solo así se explica que se haya dado por verosímil, por ejemplo, la posibilidad de que Quim Jong-un (¿quién si no?) pudiese llegar a proporcionarle al rapero mallorquín Valtonyc una bomba nuclear que lanzar sobre el presidente del Círculo Balear; o que se mantenga en prisión a Pablo Hasél por su “rechazo patológico a toda autoridad”, desaconsejando, además, un posible indulto a cuenta de una supuesta “actitud antisocial”; o que tanto Audiencia Nacional como Supremo hayan ido de la mano al entender que en las canciones del colectivo rapero La Insurgencia (prácticamente inéditas hasta que el benemérito cuerpo consideró oportuno mostrárselas al mundo) encerraban un “riesgo abstracto” de incitación a la comisión de atentados terroristas, llegando a acuñar el más que irregular concepto de “libertinaje de expresión” como algo punible.

¿Es “el rechazo patológico a toda autoridad” motivo suficiente para mandar a prisión a un rapero en la Unión Europea? ¿Encontraron el número de Kim Jon-un en la nube de contactos de Valtonyc? ¿Qué opinaría Antoni Tàpies del “riesgo abstracto”? La insistencia por convertir en delito lo que nunca puede serlo en el marco de la UE (ironías, comentarios, chistes, opiniones o actitudes irreverentes, sátiras y ficciones más o menos bizarras) ha puesto nuestros juzgados al servicio de una pesadillesca secuela de aquel sexenio cincuentero en que el senador McCarthy acusó de traicionar a los Estados Unidos a cualquier perfil público ideológicamente alejado de sus preferencias. Cuando son admitidas a trámite tantas denuncias descaradamente de castigo, —instigadas por asociaciones turbias (¿os suena Manos Limpias?) y grupos de presión que solo buscan hacer política desde nuestros juzgados (como el propio Tribunal Supremo acaba de advertir a VOX y PP)—, no es de extrañar que hayamos visto desfilar por el banquillo no solo a los más de ciento cuarenta encausados por un enaltecimiento del terrorismo que nunca pudo ser tal (según la directiva 541/17 de la Comisión Europea), sino también a políticos bisoños, como en su día Rita Maestre y Guillermo Zapata o más recientemente Isabel Serra y Alberto Rodríguez, o a actores como Willy Toledo y presentadores mainstream como Dani Mateo y El Gran Wyoming, en un aviso a navegantes que busca ejemplarizar para que la sociedad tenga claro hasta dónde están dispuestos a llegar en esta cruzada contra los “riesgos abstractos”.

¿Se imaginan al Supremo dictando una orden internacional de busca y captura contra Sylvester Stallone por haber asesinado a tanta gente en sus películas? Nos preguntaríamos entonces en qué momento se les cruzaron los cables, para confundir la ficción con la realidad. Pues, fuera de coñas, algo así es lo que le está pasando al cómico David Suárez, a quien se lleva a juicio el próximo 29 de noviembre en la Audiencia Provincial de Madrid acusado de un supuesto delito de odio por aludir en un chiste “de mal gusto” a un imaginario personaje con síndrome de Down, por lo que piden un año y diez meses de prisión, multa de 3.000 euros y cinco años de inhabilitación especial del ejercicio de su profesión a través de las redes sociales. ¿Alguien da más?

Al margen de lo acertado o no de la ironía según los parámetros de cada cual, lo que está claro es que la felación mencionada nunca ha tenido lugar. Es un delirio ficticio de un humorista cuya trayectoria se caracteriza precisamente por ahondar en lo irreverente, lo políticamente incorrecto, lo zafio y todo aquello que pueda conducir al espectador al estupor y la sorpresa. Ficticios son los cientos de asesinados por Stallone (no así el pobre Baldwin) y ficticio es el mundo de referencias ásperas en que desde hace años se mueve el mordaz cómico David Suárez, con gran éxito entre un público mayoritario que sí distingue bien entre un chiste cafre, malsonante, repugnante, o como se le quiera llamar, y el supuesto delito de odio que aspiran a endosarle en aras del buen gusto colectivo. Pretender convertir ahora en delincuente a un bufón profesional que constantemente desafía los llamados “límites del humor” (¿alguien se anima a concretarlos?) es algo por lo que, seguro, hasta el propio Stallone retomaría las armas.

¡Free David Suárez!

¡Free Sylvester Stallone!

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César Strawberry es escritor, compositor y cantante español, popular por ser miembro y portavoz del grupo Def Con Dos.

Si ni la moral ni la ética son bienes jurídicos por los que deba velar nuestro derecho penal, ¿a qué viene esa especie de tutela que la judicatura parece empeñada en ejercer sobre cuestiones que atañen al “mal gusto” colectivo? ¿Por qué tantos procesos rezuman connotaciones más propias de guías espirituales que de quienes tienen el deber de aplicar las leyes con la máxima objetividad? En mi caso concreto, recuerdo bien cómo (en cada instancia y pese a resultar mayoritario el criterio absolutorio), se fueron dejando caer continuas pinceladas de una moralina completamente ajena a la cuestión jurídica, calificando aquellos tuits como “deleznables”, “inadmisibles” o “inapropiados”, para concluir finalmente que no constituían delito alguno y que la condena de un año de cárcel que en su día dictaminó el Tribunal Supremo, supuso una vulneración flagrante de mi derecho fundamental a la libertad de expresión.

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