La “grande bouffe” de Carlos Mazón

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José Manuel Rambla

Cuatro amigos de la buena sociedad, cansados del tedio de la vida, deciden suicidarse juntos en un palacete. El plan de aquellos personajes de La Grande Bouffe (1973) es entregarse al placer de la gula hasta morir. La larga comida y sobremesa de Carlos Mazón en el restaurante El Ventorro mientras media provincia de Valencia era anegada, me ha recordado la vieja película de Marco Ferreri. De hecho, son muchos los que han calificado de berlanguianas las prioridades gastronómicas de Mazón aquella funesta tarde y, no en vano, detrás del guion de Ferreri está la pluma de Rafael Azcona, el gran amigo y colaborador de Luis García Berlanga. Sin embargo, hay una diferencia crucial: la ternura humanista que latía en el humor negro de Azcona nunca hubiera permitido que la decisión suicida de uno de sus personajes se saldara con la muerte de más de 200 inocentes.

No es la primera vez que un político conservador se refugia en un buen restaurante en momentos decisivos. Como un personaje más de Ferreri, Mariano Rajoy decidió aguardar su muerte política deleitándose con el salmorejo cremoso, las anchoas de Santoña y el solomillo de vaca gallega que le prepararon en el restaurante Arahy durante la moción de censura que le apartó de la presidencia del Gobierno. Y también en aquella ocasión los puros y el güisqui alargaron en extremo la sobremesa. Pero si para Rajoy aquel festín tuvo el carácter extraordinario de esa última comida con que se intenta consolar al reo de muerte, para Mazón su estancia en El Ventorro no era más que la absoluta normalidad. Una normalidad marcada por dinámicas propias, inmune a las mediocres vivencias de la gente común o las alertas de la AEMET.

Porque El Ventorro es mucho más que un restaurante. Es una forma de entender la vida y la política, como bien aprendió Mazón de su mentor Eduardo Zaplana, tal vez el primero que le descubrió el selecto local del centro de Valencia. Una vida que no se entiende sin reservados ni políticos y empresarios en torno a una mesa donde los acuerdos, las comisiones, los negocios y las confidencias comparten mantel con los garbanzos con careta, las alubias verdinas con conejo y perdiz, las buenas carnes y los mejores vinos. Y sobre todo la discreción. Tanta que resulta una vulgaridad preguntar el precio de los platos. Por eso, es indiferente que a Mazón le fallara o no la cobertura en aquella larga sobremesa mientras ofrecía la dirección de la televisión autonómica al margen de la más mínima transparencia. Poco importa que su justificación sea cierta o falsa, porque para el “honorable” presidente de la Generalitat la única realidad que cuenta –incluso la única realidad “real”– es la que se da entre aquellas cuatro selectas paredes, pase lo que pase fuera de ellas.

Carlos Mazón dejó de ser Mazón el informado, el que controlaba hasta el número de cabras ahogadas, para metamorfosearse en Mazón el ignorante

De hecho, a diferencia de lo que diría luego, antes de irse a comer Mazón aseguró ser la persona más informada sobre lo que ocurría, hasta el punto de conocer incluso el dato más anecdótico. Tras participar en la presentación de un premio turístico, Mazón afirmó disponer de toda la información necesaria sobre la dana gracias a un informe de “casi 12 folios”, una cifra de páginas para la lectura que, debió de pensar, iba a impresionar a cualquier incrédulo. Pero para zanjar la menor duda sobre su control de la situación, el presidente del Consell descendió al detalle: en Turís se había inundado una casa y se habían ahogado unas cabras. Luego auguró que la tormenta se marchaba a Cuenca y pidió a los conductores prudencia y paciencia en la carretera. Pero, ¿en qué conductores pensaba recién salido de un acto turístico? ¿En los miles de trabajadores y clientes que esa tarde regresarían a sus casas desde los polígonos y centros comerciales? ¿En los miles de madrileños que planeaban pasar el puente en las playas de “Levante”? ¿En ambos? Nunca los sabremos. Eso sí, el pasado enero, parodiando al intelectual “catalanista” Joan Fuster, que pensaba que “el País Valencià será de izquierdas o no será”, Mazón afirmó en Fitur que “la Comunitat Valenciana será turística o no será”. Este martes, la dana iba a realizar una letal aportación a ese dilema existencial mientras Mazón, que esa misma mañana había criticado a la Universitat de València por suspender preventivamente las clases un día antes, se dirigía con varias horas de retraso al Centro de Coordinación Operativa Integrado (Cecopi) que supervisaba la emergencia.

Allí le aguardaba la consellera Salomé Pradas –la misma que en 2021 exigió dimisiones políticas por la muerte de diez burros–, desbordada, ignorante hasta de la posibilidad de enviar mensajes de alerta a la población. Cuando Mazón fue puesto al corriente y aquellos mensajes por fin llegaron, miles de personas estaban ya atrapadas y cientos morían ahogadas mientras sonaban las alarmas en sus móviles. Para entonces la calle San Vicente, la vía más larga de Valencia, se había convertido en una senda dantesca que conducía del paraíso turístico del centro, a pocos metros de El Ventorro, hasta las puertas del nuevo cauce del Turia. Y con solo cruzarlo, la pedanía de la Torre, Paiporta, Catarroja, Picanya, Massanassa, Alfafar... Un infierno de fango y de muerte.

A partir de ahí, Carlos Mazón dejó de ser Mazón el informado, el que controlaba hasta el número de cabras ahogadas, para metamorfosearse en Mazón el ignorante. O Mazón el desgraciado, sin cobertura telefónica. O Mazón el incomprendido, al que 130.000 valencianos que se echaron a la calle indignados le exigen su dimisión. ¿Con qué personaje de todos se quedará al final? Es un misterio que el próximo jueves asegura que desvelará ante las Corts. Y para dejar al fin las cosas claras es posible que estos días ande buscando otro reservado en El Ventorro para preparar su comparecencia. Hasta puede que Miguel Tellado le haya enviado ya algunos videos de Zaplana durante el 11M para que aprenda a ser sincero. Al fin y al cabo, quien fue su maestro y mentor siempre tendrá algo que enseñarle, y más ahora que todavía tiene tiempo libre antes de entrar en la cárcel. Sí, en El Ventorro, allí Mazón estará tranquilo. Sin cobertura y a salvo de llamadas inoportunas, mientras renueva energías con la grande bouffe.

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José Manuel Rambla es periodista valenciano.

Cuatro amigos de la buena sociedad, cansados del tedio de la vida, deciden suicidarse juntos en un palacete. El plan de aquellos personajes de La Grande Bouffe (1973) es entregarse al placer de la gula hasta morir. La larga comida y sobremesa de Carlos Mazón en el restaurante El Ventorro mientras media provincia de Valencia era anegada, me ha recordado la vieja película de Marco Ferreri. De hecho, son muchos los que han calificado de berlanguianas las prioridades gastronómicas de Mazón aquella funesta tarde y, no en vano, detrás del guion de Ferreri está la pluma de Rafael Azcona, el gran amigo y colaborador de Luis García Berlanga. Sin embargo, hay una diferencia crucial: la ternura humanista que latía en el humor negro de Azcona nunca hubiera permitido que la decisión suicida de uno de sus personajes se saldara con la muerte de más de 200 inocentes.

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